El caso de la estatua desaparecida (9 y…)

Un relato de Manuel Valero.- -¿Dónde está Timoti Argo?- dijo el alcalde una vez de regreso al consistorio tras el numerito del insólito ritual del cura Lucio Fernando. No tardó mucho en saberlo. Apenas se sentó en el despacho le pasaron una llamada.
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-¿Francis Gillow?

-Al aparato. ¿Con quien hablo?

-Soy el alcalde de Soulgro

-¿Hombre, colega, qué tal el festival de teatro de este año? No tienes bastante con el que haces cada día, jajajajajaja.

-Tengo aquí, a un tal Timoti Argo que asegura que es su jefe de policía

-¿Dónde…donde está?

– En el calabozo

-¿En el calabozo? Jajajajajaja –la risa era puro nervio- ¿Y qué ha hecho esta vez?

-Lo hemos sorprendido cuando trataba de cargar en un camión la estatua de don Quijote que preside la entrada a Soulgro…

-¿Cómo? ¿Qué?

-¿Quiere hablar con él?

-Que se ponga

El alcalde de Soulgro lo hizo llamar

-Dígame, señor Gillow

-¡¡Argo!! ¿Se puede saber que demonios haces allí

-Ya se lo explicaré pero sáqueme de aquí

¿Qué hizo Argo para merecer el calabozo? Pues hizo Argo lo siguiente:

La noche anterior a la llegada del cura Lucifer, el jefe de la policía acordonó la Plaza tal y como había sido ordenado y una vez dispuestos los hombres se despidió de sus agentes con la orden explicita de no ser molestado bajo ningún concepto salvo que la estatua hubiera aparecido. Argo se fue a un almacén de la afueras de la ciudad y se quitó el uniforme. Lo esperaban tres hombres en un camión y un cuarto al mando de una grúa. Argo sabía que en Soulgro había una estatua idéntica. Como la estatua se encontraba a la entrada del pueblo su intención era llevársela y decirle al alcalde que la había encontrado tirada por ahí en el campo. La estatua aparecía pero desaparecía de otro sitio. Un sinvivir.  De modo que se puso manos a la obra hasta que, claro, fue sorprendido.

Charles Sisón aplazó el homenaje cervantino con el diplomático japonés para ganar tiempo. Había contratado los servicios de un artista, de los que se quedan más tieso que la mojama en plena peatonalidad  callejera, para solventar la cerencia de estatua, ya que el nipón desconocía si la estatua de la Plaza era ecuestre o no, y además padecía una miopía de rompetechos. El alcalde Gillow desconocía todo esto y la situación ya le daba más igual que la Once. Así que  se dispuso a tomarse un cáliz de cubata. Mientras saboreaba el mejunje pensó en mandar construir otra estatua que sustituyera a la rochera.

Y llegó el día señalado del homenaje. Un sábado de veranuzo. La banda de música se colocó a un lado. El alcalde y todos los miembros del gobierno local menos la señorita Red que seguía en Las Vegas, fueron colocados en una espaciosa tarima forrada de fieltro verde junto a Charles Sisón y lo más granado de losCaballeros Bimilenarios. A la derecha de Sisón estaba el diplomático nipón y en la mitad geométrica de la Plaza y del mundo, el pedestal con el mimo encima con la pose del Caballero, piernas abiertas, pecho en lo alto, el mentón y la barba más alto todavía, el escudo, la lanza, la bacía en la cabeza. Todo su cuerpo había sido convenientemente embadurnado del color verdipardo del bronce oxidado. El japonés que veía poco no se percató, pero el alcalde Gillow tenía todo el terror imaginable impreso en su rostro.

El director de la banda de música miró a Gillow y éste movió levemente la cabeza. Acto seguido comenzó elchimchimpún sin demasiado método pero afinado lo suficiente como para reconocer las notas del himno patrio.

Era por la tarde y hacía calor, mucho calor y antes de subirse al pedestal, el mimo callejero se había apretado sus buenas birras. El director de la banda garabateó el último compás. Sisón se puso delante del japonés para leerle unos folios de adulación y al falso Quijote le entraron ganas de mear. Luego habló el alcalde entre el temor y la dejadez de la derrota porque pensaba que todo iba a saltar por los aires de un momento a otro y el Quijote de pega tampoco se meó. Pero cuando el japonés sacó un pegote de folios para devolverle el cumplido a Sisón y reconocer la admiración que en su país se le profesaba al de La Barba de Chivo, con un resumen del libro cervantino, ya no pudo aguantar más, dejó a su suerte el músculo de sínsifis, dilató los anillos inguinales y liberó un majestuoso chorro que salpicó las paredes del pedestal y los bajos de los pantalones y las piernas del concurrencio y la concurrencia.

-¡Se delite, se delite, caballelos! ¡La estatua se está delitiendo! –gritó el oriental.

Estaba tan sorprendido que se acercó al chorro para comprobar la licuación milagrosa del bronce pero con tan mala fortuna que se escurrió y fue a dar con su menudo cuerpo al centro mismo del charcón de meaos.

Empezó el mimo, luego la banda municipal, la autoridad toda, el público asistente. Todos se reían a más no poder, se retorcían, se echaban manos al vientre, señalaban al enano amarillo… como más o menos pasaba enEl Perfume pero en plan coña. Hasta Gillow que comenzó llorando y gimiendo acabó con una carcajada de loco. El japonés se fue de allí con una peineta importante olvidando la cortesía oriental y Sisón se quedó sin subvención y sin viaje. Lo único que quería tener en sus manos era al mimo cabrón para matarlo.

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