De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (23)

Manuel Cabezas Velasco.- La jornada en la fusta estaba transcurriendo con relativa calma para el grupo de conversos. El intercambio de impresiones entre ellos se hacía fluido. Las damas, María, Isabel y su madre, estaban ensimismadas en aquellos familiares que habían dejado atrás. Pensaban en sus hijos y hermanos. Los hombres, Sancho, Juan y Pedro González tenían puestas más las miras en lo que aún quedaba por afrontar, no olvidándose de las penurias pasadas y siempre estando pendientes de que el viento les fuese favorable para dirigirse hacia el este.

heresiarcasLas conversaciones entre los huidos rememoraban aquel tiempo pasado en el que eran activos protagonistas de la vida de la ciudad de la que tuvieron que alejarse, Ciudad Real. Sus vínculos con la actividad económica a través de los arrendamientos de alcabalas y tercias o el comercio, o en la vida pública con su participación en el concejo municipal, les hacía mantener un estatus privilegiado que generaba muchas envidias en aquellos conocidos como lindos o cristianos viejos. En estos existía cierta suspicacia a la hora de cuestionar la fiel creencia en la doctrina cristiana, convirtiéndoles en los abanderados del antisemitismo. Lo mismo ocurría en la ciudad de Toledo donde se había marchado Sancho en los tiempos que el rey Enrique IV era cuestionado en su propia hombría, la paternidad que era puesta en duda de su “hija” Juana, que, gracias a las artimañas del marqués de Villena, don Juan Pacheco, habían propiciado la existencia de un rey paralelo, Alfonso XII, el infante hermano de Isabel y hermanastro de Enrique, gracias a la “farsa de Ávila”.

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Entre las mujeres que recordaban a la familia que habían dejado atrás, María, la mujer de Sancho, añoraba a sus hijas Isabel, Teresa y Catalina, y a su hijo Diego, aunque algunos de ellos estaban bien acompañados por haber contraído matrimonio. Su mirada parecía perderse en el horizonte, algo que no pasaba desapercibido para su avezado esposo.

– ¿Qué te ocurre, María? – preguntaba sin rudeza y con dulce tono a su amada esposa. La veía apagarse por momentos, aunque por su mirada intuía que la familia era una parte importante que ocupaba sus pensamientos.

– Recordaba, esposo mío, a los hijos que dejamos atrás, allá en Ciudad Real. ¿Cómo estarán afrontando la situación de envidias de los lindos, de persecución de los Hombres de la Cruz?

– Entiendo, mi señora, aunque sabes muy bien que, para evitar sospechas y no ser atrapados, no pudimos emprender la huida, todos juntos. Hubo que elegir y los que, a buen seguro, seríamos los primeros en ser buscados por la Inquisición seríamos nosotros, tu hijo Juan y yo, sobre todo. Nuestras causas estaban pendientes de un hilo desde hace mucho tiempo, pues nuestros intereses en el arrendamiento de alcabalas y tercias, estando vinculados incluso con personas cercanas al maestre calatravo como era nuestro socio don Rodrigo, podían incrementar aún más nuestra condena. Incluso todo ello iría más allá de las sospechas que ya desde hace tiempo levantábamos entre los cristianos viejos al no creernos capaces que ser fieles a la doctrina de la cruz, algo que tú y yo sabemos cierto, pues no hemos dejado un solo día de ser fieles a la fe mosaica. Los que atrás se quedaron quizá tendrían más suerte que nosotros – respondía así Sancho a su amada María para levantarle el ánimo.

– ¡Tenéis razón, querido! Sin embargo, el amor de una madre nunca acaba. Siempre los estaré echando de menos aunque nuestra suerte y fortuna pudiera ser más aciaga – la respuesta de María era absolutamente razonable, y con una mirada afirmativa y un simple gesto Sancho mostró su conformidad.

La conversación seguía derivando hacia la añoranza que despertaban las ausencias de los familiares que en Ciudad Real habían quedado. Algunos incluso como Catalina de Ciudad era esposa de un regidor, conocido como el señor del Castillo, por cuyos estudios lo llamaban bachiller.

Sin embargo, no sólo había retoños en la familia de Sancho y María. Otros parientes cercanos, como una sobrina de Sancho, que habían tenido una tienda en la propia Plaza Mayor, que también fuera residencia. Su dueño era un conocido rabí de la ciudad. Su oficio era el de lencero. Su nombre, Alvar Días.

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