De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (33)

Manuel Cabezas Velasco.- Los socios fundadores de la imprenta hijarana no eran dos sino tres: el impresor Alantansi, el socio capitalista Zalmati y aquel que le daba el toque final, el corrector Abraham ben Isaac ben David, todos ellos judíos conversos que, bajo el amparo y patrocinio del primer Duque de Híjar, abrían las puertas de su taller. Dos años antes, la población de Híjar había adquirido la condición de ducado por los Reyes Católicos. A ellos se sumaría poco después el socio colaborador de Zalmati el otrora orfebre y más tarde impresor Alfonso Fernández de Córdoba.

Plaza de Híjar
Plaza de Híjar

En su segundo plano, sirviendo más de ayuda a Eliezer, aunque siempre dispuesto a colaborar, adquiriendo además un importante aprendizaje de estos curtidos hombres de mundo, se encontraba el joven y cristiano Ismael.

El taller tipográfico nacido en Híjar apenas tenía parangón en el territorio peninsular. La pujanza cultural que caracterizaba a la comunidad hebraica hijarana obedecía a la existencia de un grupo de artesanos relacionados con el curtido de la piel, como eran los pergamineros y encuadernadores, que servirían de base al nacimiento de la imprenta judía en Híjar. Aquí Alantansi, Zalmati y David constituirían un pilar fundamental para la difusión de las ideas a través del nuevo avance tecnológico en el mundo de la impresión.

Cuando publicaron el Sendero de la vida (OrachChaim) de Axer, ya mostraban estampado el símbolo que el editor Zalmati hacía gala: su marca de león rampante encerrado en un escudo de borde rojo. Este libro había sido impreso en el mes de Ebul de 5245, lo que en cristiano sería agosto – septiembre de 1485. Su letra era hebraica cuadrada y rabínica. Más adelante también saldría de la imprenta de Alantansi la Torá o Pentateuco. La importancia de este taller tipográfico que usaba de caracteres hebraicos comenzó a adquirir fama más allá del territorio aragonés, además de convertirse en un medio de comunicación que fue usado por las tres comunidades existentes en la entonces conocida como Ixar (Híjar más adelante): cristianos, judíos y moriscos.

La comunidad judaica a la que pertenecían los tres asociados de la imprenta – enla que también estaba integrada la señora doña Juana o Mariam -, tenía su territorio dentro de Híjar desde la cuesta que conducía a la plaza del Olmo, abarcando el barrio que más adelante se conocería como San Antón, pues la sinagoga adquiriría la advocación de San Antonio Abad con la expulsión postrera de los judíos.

Hacia el año de 1481 su población estaba integrada por algo más de una treintena de familias que practicaban la ley mosaica. Entre unos ciento veinticinco y ciento cincuenta personas la integraban.

Además de la judería articulada en torno a la triangular plaza donde se asentaba la sinagoga y que tenía como calles contiguas las de la Fuente, Jesús y Azaguan, la población de Híjar estaba integrada por otros dos barrios, uno morisco y otro cristiano. El trazado urbano mostraba ciertos rasgos mudéjares al igual que ocurrían en sus arquitecturas, como eran destacable en el caso de los cobertizos.

El entonces mayor edificio representativo de la comunidad judaica – la sinagoga – había sido erigida en los inicios del siglo XV, siendo de estilo mudéjar y mostrando la techumbre típica y el matroneo o coro alto para las mujeres, como se prescribía habitualmente por la ley mosaica.

En aquel mundo lleno de prescripciones dietéticas, rituales ajenos a su fe cristiana, crecía la joven pareja y su hermoso retoño.

Mientras Ismael se había hecho imprescindible para liberar de las tareas de la imprenta a Eliezer Alantansi, la joven Cinta iba adquiriendo ciertas destrezas a la hora de llevar las tareas de la cocina, algo que había tenido que aprender obligada por las circunstancias.

– ¡Buenos días, joven Cinta! – resonó una voz familiar y madura a la entrada de las cocinas del palacio del Duque.

– ¡Buenos días, señora Mariam, qué grata sorpresa! – respondió la joven, gozosa al contemplar la tierna imagen que enmarcaba la puerta.

– ¡Ay, mi hijo, qué hermoso estás! – la joven, sorprendida ante la llegada de la hermosa criatura que salió de sus entrañas, posada en las manos de la anciana Mariam.

– ¿Qué tal estás, hija mía? – precisó la que otros conocían como doña Juana.

– ¡Muy bien, señora! ¡Aprendiendo las tareas que la señora Esther me va encomendando! ¡Es tan buena conmigo, aunque no sé si no confía en mí o es que es muy callada! – respondió intrigada la joven, esperando la respuesta de su protectora.

– ¡Ay, muchacha, qué cosas tienes! ¡La pobre Esther siempre ha sido así, al menos los más de veinte años que yo la conozco! – respondió jocosa la señora Mariam.

– ¡Perdone, señora, mi indiscreción! – respondió Cinta un poco ruborizada, lo que vino a acrecentar aún más la guasa de la señora, aunque dándose cuenta de que la joven estaba incómoda, paró la risotada.

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Llegaba la noche a la población de Ciudad Real. El momento había llegado. Los citados en la casa de la torre de Sancho de Ciudad estaban a punto de arribar la portada. No parecía entrañar ningún peligro aquella noche con tan pocas estrellas. Aunque las sombras también ocultasen a los enemigos de los conversos.

– ¿Quién va? – respondió cerca de la puerta el joven Juanillo.

– ¡Soy don Diego, acabo de regresar de Almagro, tras recibir tu recado! – respondía el de Villarreal, aquel que tenía por yerno Juan Falcón, vecino de su amo don Sancho.

– ¡Cómo no, don Diego, no se hable más, pase usted! – cuando abría el portón de entrada recordaba Juanillo su encuentro lleno de coqueteo con la esclava del suegro del De Villarreal.

Entróse el adinerado don Diego, entregándole la capa al joven Juanillo y aquellas pertenencias que no necesitaría durante su visita.

Poco después se repetían los golpes en la puerta principal de la casa de Sancho de Ciudad. Juanillo reemprendía la tarea y volvía a preguntar:

– ¿Quién llama a estas horas de la noche?

– ¡Soy don Rodrigo, Juanillo, vengo de Almagro tras el aviso recibido por don Sancho que habéis entregado a mi esposa, doña Catalina! – respondió clarificador el socio de los convocados y criado del maestre calatravo.

– ¡Disculpe don Rodrigo, no faltaba más, sin demora le abro! – respondió gentil el muchacho.

Tras descargar de las prendas incómodas al recién llegado, Juanillo se encaminó haciendo de guía y conduciendo a Rodrigo de Oviedo hacia la torre donde se encontraban los demás convocados: don Diego, Juan de Ciudad y el anfitrión, el heresiarca de la comunidad conversa ciudadrealeña, Sancho de Ciudad.

Entonces Juanillo abandonaba la estancia, encaminándose a la cocina para que fuesen traídas las colaciones correspondientes a los asistentes a la reunión, pues los temas a tratar serían variados y se prolongarían durante varias horas a lo largo de la noche.

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