De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (44)

Manuel Cabezas Velasco.- Sancho había repuesto las energías suficientes con la comida especialmente supervisada por su amada esposa. El joven Juanillo también había cumplido las órdenes de su amo y tenía dispuesta su montura. El destino tenía varias escalas, aunque era una ruta que pretendía completar con su regreso antes de que asomasen los rayos de sol del nuevo día.

Plano de Ciudad Real en el siglo XV con la ubicación de la judería (Haim Beinart)
Plano de Ciudad Real en el siglo XV con la ubicación de la judería (Haim Beinart)

– ¡Trataré de regresar antes de que despunte el alba, querida mía! – se dirigió tranquilizador a su amada María.

– ¡Ten cuidado Sancho, hay rumores, se cuentan cosas y estoy muy segura de que te estarán vigilando! – respondió temerosa la dama, conociendo información obtenida en aquellas reuniones en las que las mujeres se dedicaban a hilar con la rueca; momento que aprovechaban para sabadear.

– ¡Lo tendré María, no hay tiempo que perder y antes de que vengan a por nosotros debemos ponernos a salvo! – respondió con seguridad de lo que pretendía llevar a cabo. Su aplomo y presteza siempre despertaron en su esposa una lealtad incondicional. Ella se sentía protegida ante esas palabras, no por las circunstancias que describían sino por quien se las decía. Quedábase él siempre despreocupado al dejar su casa y mantener al frente de la misma a su dueña. Era aquella muchacha la que con una mirada le atrajo desde niño su atención y cuando se hizo mujer supondría el pilar dentro de su recinto familiar, aunque la sociedad y el derecho la hubiesen relegado a un segundo plano.

Habiendo recogido los ropajes necesarios y despidiéndose amorosamente de su compañera de vida, Sancho hizo un guiño a su fiel criado, el cual estuvo presto con las riendas de la montura en mano. Se dirigió hacia su brioso caballo, partiendo más allá de la cerca de su ciudad, Ciudad Real.

– ¡Gracias, muchacho! ¡Ahora te toca cuidar a las damas en mi ausencia! ¡Cuento contigo! – en un tono de complicidad se dirigió a Juanillo.

– ¡Haré todo lo que me dice, señor, … aunque nunca estaré a la altura de alguien tan extraordinario! ¡Gracias por la gran confianza que ha depositado en mí! – respondió el muchacho con humildad.

– ¡Agradecido estoy yo, joven leal, y espero que tengas suerte con aquella muchacha que tantas veces te distraía! ¡También me percaté de tus desvelos, pues me recordaste a mí cuando perdía el sueño con mi amada María! ¡Ábreme la puerta, pues debo marcharme, no hay tiempo que perder! – respondió presuroso y en tono cómplice el señor de la casa, reconociendo su fidelidad, aunque provocó cierto sonrojo en el muchacho ante la sorpresa de lo conocedor que era su señor de sus desvelos amorosos.

Alejóse Sancho tras cruzar el umbral de la puerta en busca de sus correligionarios. El objeto de sus pensamientos en aquellos días era encontrar la seguridad poniendo a salvo sus propias vidas.

En aquellos tiempos en los que el rey Enrique IV se encontraba débil de salud, se escenificaba una guerra sucesoria entre los partidarios de doña Isabel y la Beltraneja, tomando parte en ella el todavía imberbe Maestre de Calatrava, don Rodrigo Téllez Girón, juntamente con su hermano el Conde de Ureña y su primo el Marqués de Villena. Todo ello propiciaría, una vez más, que las contiendas entre realengos y calatravos se teñirían de mayor crudeza. A ello se sumaba la travesía por el desierto que soportaban durante décadas los descendientes de judíos que aún querían ser fieles a la ley mosaica. Aquellos que eran conocidos como judeoconversos entre los que el heresiarca ciudarrealeño se encontraba.

La cita concertada por Sancho, lejos de las miradas inquisitivas, con su gran amigo Juan González tenía por objeto iniciar los preparativos para la marcha hacia Almagro. La situación se estaba poniendo difícil para los conversos en Ciudad Real. A la reunión se uniría Juan Martínez de los Olivos, el cual era la piedra angular de una gran familia teniendo algunos de sus miembros por residencia la población de Almagro.

Si la actividad económica principal de Sancho y Juan González tenía su base en el arrendamiento de tributos y el ostentar el cargo de regidores en el concejo municipal, entre otras ocupaciones profesionales, en el caso de Juan Martínez, su prosperidad venía de ser rico propietario de ovejas, de las cuales obtenía lana a través de multitud de trabajadores que estaban a su servicio, los cuales se dedicaban al cardado y lavado de la lana. Además, era clara su posición respecto a la fe mosaica, pues la familia de los Olivos era conocida por su forma de vida judía, la observación de sus preceptos, mantener el ayuno cuando correspondía o encender las velas en el Sabbat, entre otras manifestaciones. Y otro vínculo era la estrecha relación que mantenía con la Cerera.

A estos tres conversos, de gran estima entre su comunidad, se les unirían otros miembros procedentes de Ciudad Real, manteniendo para ello en Almagro las tradiciones judaicas y estableciendo en dicha localidad una red de contactos con gente conocida, incluso de plena confianza.

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– ¡Buenos días, Eliezer! ¿Cómo ha pasado la noche después de lo ocurrido? – había llegado el joven aprendiz a la casa del maduro impresor, y siendo agradecido quería acompañarle en un retorno al trabajo tras la ventura tan aciaga que sufrió horas atrás.

– ¡Mejor, muchacho, aunque estos huesos ya no son lo que eran! – ante el interés mostrado por Ismael, con cierta gratitud se teñían las palabras que dirigía Alantansi a su discípulo.

Tras recoger algunas pertenencias, yendo a paso tranquilo, ambos emprendieron marcha hacia la imprenta. ¡Había algunas tareas pendientes, que no podían esperar! – así había señalado el judío.

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