De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (47)

Manuel Cabezas Velasco.- El matrimonio residente en la torre de Sancho de Ciudad había pasado varias horas entrelazados en su lecho. Era una de esas ocasiones especiales en los que la convulsión existente fuera de aquellas paredes quedaba olvidada, al menos por un tiempo. El amor que se desprendían en aquellas sábanas aún mantenía la llama del momento en que se conocieron. Había sido a primera vista.

Parroquia de San Pedro (Fuente: Catálogo Monumental de Portuondo, 1917)
Parroquia de San Pedro (Fuente: Catálogo Monumental de Portuondo, 1917)

La ternura del rostro de María siempre supuso un bálsamo para la seriedad del heresiarca, que, a veces, se teñía de hosquedad si los avatares que soportaba eran muy adversos. Su valía dentro de la comunidad conversa de Ciudad Real así había sido reconocida. Era un auténtico líder desde sus tiempos de mocedad. Sabía echarse a las espaldas cualquier tipo de responsabilidad así como defender sus creencias judaicas, algo que siempre puso en primer lugar. Nadie dudaba de su lealtad a la ley mosaica y del rigor con que manifestaba sus creencias. Sin embargo, esa personalidad tan acusada no siempre era motivo de adulaciones, también se granjearía grandes enemistades.

Las fuerzas repuestas de la madura pareja estaban, mas los acontecimientos las pondrían a prueba. Mediaba la mañana, cuando la actividad en la casa del heresiarca era enfervorizada.

Había llegado una carta del criado de Rodrigo de Oviedo donde informaba de la onda expansiva que había generado la persecución de los conversos iniciada en Córdoba. Las nuevas noticias ya apuntaban que habían llegado hasta Jaén, ocasionando la muerte violenta del condestable Miguel Lucas de Iranzo, gran protector de los cristianos nuevos de la zona. Juanillo, en cuanto tuvo en sus manos la misiva, la llevó a su señor para así continuar las tareas pendientes.

“Estimado Sancho:

Malas cuitas han atravesado nuestros compañeros de fe en los reinos de Córdoba y Sevilla, mas parecen adentrarse en tierras más cercanas.

Cuéntase que en la próxima Jaén, ciudad que bien conoces, el día de San Benito se levantaron muchos enemigos de los conversos robándolos y matándolos de forma cruel.

En la algarabía del momento quiso averiguar el Muy Digno Condestable don Miguel Lucas de Iranzo – gran favorecedor de nuestros amigos gienenses – qué ocurría. Al no estar provisto de la protección necesaria, acompañóse de sus tres criados, siendo dejado por ellos en la iglesia Mayor de Santa María.

Cuando oraba en la capilla mayor de la catedral, perdió la vida a manos de unos ballesteros, dejando como viuda a la condesa doña Teresa de Torres y sin padre al niño don Luis de Torres.

Unos señalan que su ascenso desde una condición humilde y el favoritismo del rey Enrique, además la protección de nuestra comunidad, generaron muchas envidias entre los nobles de Jaén, e incluso del obispo Alfonso Vázquez de Acuña.

Otros apuntan a enemigos más poderosos como antaño don Pedro Girón o don Beltrán de la Cueva e incluso el propio don Juan Pacheco.

Debemos, pues, mantener cautela a la hora de encaminar vuestros pasos hacia la vecina Almagro, y si necesitáis mi ayuda, aquí estoy.

En espera de vuestras noticias,

Tu amigo

Rodrigo de Oviedo”

Tras leer la carta aún en su lecho, Sancho se dirigió a su despacho allá en la torre. Encaminóse turbado ante tan cruentos acontecimientos. El tiempo corría muy a prisa. Debía ultimar los detalles de su marcha. Cogió papel y pluma y se dispuso a garabatear algunas líneas. Una vez terminadas las cartas, avisó a su leal criado y dispuso:

– Juanillo, necesito que realices los dos encargos siguientes. Primero, debes acercarte a la casa de don Juan González, el regidor, a quien ya conoces, en la calle de su mismo nombre, allá por el barrio de Santiago, y le entregas esta carta. Y el segundo, irás a la residencia de Juan Martínez de los Olivos, en el barrio de San Pedro, y le convocas para que venga esta noche a casa. No te tengo que recordar que nadie debe conocer lo que vas a hacer y que necesito una pronta respuesta. ¡Debes ser muy discreto pues hay demasiada gente transitando por las calles en estos tiempos con las obras que se realizan tanto en la torre del Alcázar como en la capilla mayor para el regidor y alférez mayor don Fernando de Torres y su mujer de la próxima iglesia de San Pedro! ¡De buena ayuda han sido las exenciones que, a petición de la reina, concediera el rey Enrique para todos los pedidos y moneda forera, aunque nuestra contribución anual en el pago de cabeza de pecho, servicio y medio servicio aún se mantuviera!¡Ve chiquillo, pues, raudo y veloz, te estaré esperando! – una vez más, Sancho había depositado plena confianza en su criado, concertando una reunión fuera de los ojos de todos para poder iniciar los preparativos de la marcha.

– No se hable más, don Sancho, me voy como un rayo – el muchacho, leal y formal a pesar de su juventud, hizo una vez más gala de la presteza con que cumplía los recados del heresiarca.

Corrían tiempos en los que los tumultos acaecidos en la localidad de Ciudad Real obligaban a muchos de sus moradores a buscar nuevas tierras donde encontrar la paz perdida. Una de las comunidades que mayormente había sido castigada en estos convulsos tiempos sería la de los cristianos nuevos. Situación que no cambiaría a pesar de las medidas adoptadas por la señora de la ciudad, la reina doña Juana.

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Aún retenía Ismael en su memoria aquellas primeras palabras leíadas en los papeles que le había confiado Sancho de Ciudad:

“Quedaban ya lejos aquellas pardas llanuras de la meseta castellana yendo en busca de la luz que albergara un rayo de esperanza en tierras orientales…”.

Sin embargo, el trabajo apremiaba y no deseaba perder el aprecio que su maestro, Alantansi, quien había depositado en él.

Cierto es que ese día el muchacho no para de ir de un lugar a otro del taller, haciendo esto y lo otro. Para el maduro impresor su actitud no pasaba desapercibida. Lo encontraba demasiado activo o quizá más bien inquieto.

– ¿Qué te ocurre, muchacho? Ven aquí y tómate un descanso – le sugirió Eliezer.

– Perdone usted, señor Alantansi, pues no paro de darle vueltas a aquellas cosas que hablamos en el día de ayer. También esta noche ha sido algo ajetreada en casa de la señora Mariam, pues nuestro bebé tenía algo de fiebre. Pero estando ella misma resolvió el problema, con algo de paciencia y paños húmedos con que bajara la fiebre – respondió en tono preocupado el muchacho.

– ¿Cómo no me dijiste nada hasta ahora? En cuanto acabemos el trabajo, te acompaño a casa y veo a tu bebé, si no tienes inconveniente – le indicó Eliezer a su aprendiz algo disgustado al ser el ámbito de su ejercicio profesional.

– Perdóneme, señor. Eran altas horas de la noche. Aún no se había repuesto usted de su dolencia, y no quería importunarlo – respondió arrepentido el joven aprendiz.

La conversación quedó aplazada hasta el final de la jornada. Seguía el muchacho con su ánimo decaído, aunque no había cejado un ápice en la energía que mostraba en su actividad.

Cerraron la puerta del taller y tras mirar en las callejas la existencia de posibles miradas inquisidoras, se dirigieron hasta la casa de la anciana Mariam.

Llamaron a la puerta y la anfitriona se encontró con el médico y el padre primerizo, mostrando cierta sorpresa.

Saludando de forma más bien sin manifestar emoción alguna, Eliezer preguntó dónde se hallaba el chiquillo. Pasaron a la estancia donde permanecía la preocupada madre junto a su retoño. En ese momento hizo un gesto el físico a su amiga, y ella se dirigió a la cocina a preparar lo que ya sabía.

Mientras tanto, Alantansi preguntó a la muchacha qué había ocurrido y qué síntomas había manifestado el bebé. El dictamen era claro al respecto: eran fiebres erráticas, y su mirada la dirigió hacia el joven padre.

El muchacho agachó su cabeza al entender que nuevamente era reprendido por no haber avisado a su maestro. En ese instante, llegó la señora Mariam y la tensión pareció disminuir.

El médico dirigió la mirada a la joven pareja y, en tono sereno y tranquilizador, les manifestó:

– Debéis estar tranquilos. La fiebre ha remitido, aunque puede volver a aparecer, pues una fiebre errática tiene esos síntomas. Con lo que os encargaré, le indicaré a Mariam que os lo prepare y debéis estar con él varios días. Al anochecer me volveré a pasar y, por supuesto, no me debéis nada – explicando la enfermedad del retoño, Alantansi iba quitándose la dura faz con la que había entrado en la estancia, mostrando un rostro de mayor confianza para así levantar los ánimos de los jóvenes padres, a quienes tanto estimaba.

– Gracias, señor Eliezer. Nunca lo olvidaré – aún permanecía con el susto en el cuerpo, mas Ismael entendió las palabras de su maestro y sabía que no volvería a desconfiar nunca más de él.

– No hay nada que agradecer, amigo mío – respondió amablemente el médico.

Sin más, se despidió de los tres y cuando la noche tupía las calles de Ixar, regresó a su casa.

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