De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (56)

Manuel Cabezas Velasco.- El que fuera un miembro representativo del concejo municipal de Ciudad Real, tenía por costumbre asistir a la misa que se celebraba en el convento de Santo Domingo, muy próximo a su propia residencia. En dicho templo incluso, para mantener ciertas apariencias cristianas para poder proteger su culto judaico, había pagado por un altar y una Virgen construyendo una capilla para ello. Además de dirigirse a este templo, en otras ocasiones, optaba por oír las misas bien en la iglesia de Santiago o bien en la de San Pedro.heresiarca

El joven Juanillo, obedeciendo el encargo de su amo Sancho de Ciudad, había ido lo más rápido posible a la casa del Regidor. Sin embargo, ese día el señor de la casa se hallaba ausente, pues se había dirigido a oír la misa preceptiva. Los criados de la casa creían que se había acercado al cercano convento de Santo Domingo, aunque al no ir acompañado de su esposa, desconocían que fuese cierto la elección de dicho templo. Entonces, el muchacho decidió esperar en la casa de Juan González para así no estar expuesto a las habladurías de las gentes que pudiera encontrar por las calles. Pocos minutos pasaron cuando en la puerta de la casa resonaron los metálicos golpes de la aldaba.

– Buenos días, señor Regidor. ¿Cómo han ido las letanías en la misa de hoy? – preguntó uno de sus criados a su dueño.

– Todo ha ido como de costumbre. Las soflamas del sacerdote no han hecho nada más que distraer la atención del mensaje litúrgico que trataba de enseñar a los allí presentes. Nada reseñable al respecto. ¿Alguna novedad en mi ausencia? ¿La señora continúa descansando aún? – respondió de forma inquisitiva el señor González al encontrar el gesto turbado en su criado.

– Así es, mi señor. La señora todavía no se despertó. También hay alguien que le estaba buscando, pues el criado de don Sancho de Ciudad, el tal Juanillo, lleva un rato esperándole y trae un recado para usted que requiere su respuesta inmediata.

– Entiendo. La señora no debe ser perturbada de su reposo, pues pasó una mala noche. Supongo que el jovenzuelo habrá sido bien atendido. Tras hacer una visita a mi señora, me dirigiré al despacho. En unos minutos lo haces pasar – a pesar de su azarosa vida, el Regidor ya había entrado en su etapa final volviendo a la ciudad que décadas atrás le vio nacer, no gustándole abandonar su residencia y dejar sin compañía a su amada salvo para cumplir con los preceptos de la Iglesia. En aquel tiempo el joven Gonzalo, hijo del matrimonio, que siempre había acompañado a sus padres, ya había levantado el vuelo y tenía sus propias responsabilidades.

– No faltaba más, lo que usted disponga, señor Regidor. En la cocina lo dejé probando un pequeño refrigerio para aliviar su espera.

– Has hecho bien, pues el muchacho últimamente tiene muchos quehaceres que atender, y los que aún le restarán – tras la breve respuesta, el anciano Juan González encaminó sus pasos hacia la estancia matrimonial, antes de enfrascarse en los asuntos que aún tenía pendientes en su despacho.

– Mi amada esposa, ¿cómo has descansado? ¿Te encuentras mejor de tus achaques? – con gesto aún preocupado, el enamorado esposo preguntó cariñosamente a la enferma señora.

– Mejor que ayer, amor mío. Supongo que ya habrás oído la misa de domingo. O ¿quizás te habrás entretenido hablando con Fray Juan en el convento de Santo Domingo para demostrarle que tus creencias cristianas están fuera de toda duda? – aún con no demasiadas fuerzas, doña María González trataba de sonsacar las causas por las que su amado esposo aún no había ido a visitarla cuando en la mañana no había sido despertada y ya se iniciaban las primeras horas de la tarde.

– Cierto es, amada mía, pues ese dichoso fraile es muy inquisitivo y no me queda otro remedio que soportar sus interrogatorios cuando asisto a las misas del convento, lo que también me ocurre con los párrocos de San Pedro y Santiago. ¡Ni siquiera las obras de caridad realizadas incluso el Viernes Santo sirviendo comida para los pobres o las dádivas de la capilla construida que acogía un altar con su Virgen cuya imagen nos supuso el desembolso de más de diecisiete doblas de oro y en la que se celebran misas y otros oficios incluso en favor de difuntos, han sido suficientes muestras de fe para el pertinaz Fray Juan de Riva Redondo! Además, por si albergaba alguna duda, me he visto en la obligación de rezar – o simularlo más bien – en la iglesia del Convento para pedir que tu salud estuviese restablecida lo más pronto posible, aunque para ello no necesitaba realmente disimulos, querida María. Sin embargo, mis pensamientos nunca me habían alejado de Adonay. Y, puesto que creo que ya estás informada de lo ocurrido (¡ay, zalamera, que siempre me sonsacas todo lo que quieres saber!, pensaba el anciano Juan para sí y mirando a aquellos ojos negros que le atraparon décadas atrás) y, como aún no te veo recuperada del todo, te dejaré descansar un poco más, pues me quedan cuentas pendientes. En cuanto los finalice diré a la joven Cristina que te prepare algún caldo y algo más con lo que restablecer parte de tus fuerzas perdidas – tras responder a su anciana esposa y darle un beso en la frente que fue respondido por un tierno gesto de agradecimiento, Juan González Pintado se dirigiría hacia su despacho donde tenía asuntos que resolver, aunque siempre teniendo presente en su cabeza que la primera de ellas sería escuchar el recado del joven Juanillo.

Mientras tanto, siguiendo las instrucciones de su señor, el criado del señor González Pintado se había dirigido hacia la cocina, donde el joven había dado cuenta de la sopa que le habían preparado.

– Acompáñame – El señor te espera espetó el criado del Regidor.

– Con sumo gusto. Donde me digáis – respondió el huésped.

Apenas hubo llegado a su estancia don Juan cuando escuchó unos pasos a sus espaldas. Allí se encontraron ante su presencia a su fiel criado, acompañado por el muchacho.

– Acompáñame, Juanillo – dirigióse al jovenzuelo.

– Sí, señor Regidor.

La puerta del despacho se cerró tras de sí. El criado del regidor había dado media vuelta en dirección a la cocina para indicar a Cristina que tuviese preparado el alimento que la señora de la casa requeriría para un restablecer su maltrecha salud.

– Siéntate muchacho y cuéntame lo que el sin par don Sancho, tu señor, desea de mí – el afable regidor indicó al jovenzuelo.

– Gracias, don Juan, pues aquí tiene todo lo que yo puedo explicarle – tras extraerlas de su diminuto zurrón, alargó su mano y le confió las cartas que don Sancho le había entregado unas horas antes.

– Bien, muchacho. Entonces, déjame con las misivas y luego iré en tu busca. Si aún tienes algo de hambre, dirígete a la cocina y que te alimenten pues veo que te vas a quedar en los huesos.

– No se preocupe señor, ya di cuenta de un buen caldo y no necesito mucho más. Sólo espero a lo que usted responda para que mi amo tenga conocimiento antes de que llegue la noche.

– Bien, entonces mejor descansa ahí mismo por si tengo algo que preguntarte.

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Recuerdos y temores que planeaban en el taller tipográfico de Ixar no sólo habían asaltado al joven Ismael ante la más que probable presencia en fechas no muy lejanas de la Inquisición. Esto mismo había propiciado que las impresiones hubiesen disminuido su ritmo. El maduro impresor, Eliezer ben Alantansi, comenzó a recordar las penurias que le habían conducido hasta esta población. En ella su taller haría gala de una reconocida fama en la confección de pergaminos y encuadernaciones, siendo la pionera en la impresión en hebreo. Todo ello se encontraba arropado por una comunidad judía que, protegida por el entonces Duque, alcanzaría más de un centenar de correligionarios que pudieron disfrutar de sus propios yeshivá, mikvé y shojet. La sinagoga constituíase en el edificio en torno al cual giraba la vida de los hebreos hijaranos, tanto hombres como mujeres, aunque su acceso a la misma estuviese bien diferenciado por sus dos puertas.

Aún resonaban en la cabeza del impresor las sinceras muestras de agradecimiento del muchacho, el cual se había convertido en poco más que un hijo para él. Recordaba también los consejos recibidos por su padre para evitar las veleidades de las que había hecho gala en su juventud. El notario de la aljama de Huesca, Abraham Alantansi, siempre había querido que su vástago continuase su senda y se instruyese en el mundo de las leyes, mas el muchacho apuntaba maneras y cierta destreza para encaminar su ejercicio profesional hacia la física, la medicina. Siempre se le veía desde muy pequeño averiguando cual era el interior de las alimañas que tenía cerca. Tampoco le importaba asistir, siguiendo el ritual judío, a la shejitá de la que se encargaba el shojet, desangrando mediante un corte limpio la garganta del animal para posteriormente ser salados tal como se prescribía en la Torah. No le hacía ascos ni tampoco le provocaba repulsión el mero hecho de contemplar la sangre, aunque trataba de no mancharse para así continuar puro y de acuerdo con la ley mosaica. Estas destrezas propiciaron que el padre del muchacho alentase e impulsase una mejor educación posible, aunque para ello tuviese que renunciar a sus propios anhelos. Tras resolver esta disyuntiva, el ya joven Eliezer comenzaría su formación en el campo de la medicina.

Todo aquello parecía un sueño cuando de pronto el joven aprendiz despertó de su ensimismamiento a Eliezer.

Se hallaban en el taller tipográfico que protegía el Duque de Ixar. Aún quedaban tareas pendientes como la impresión de un Pentateuco, para lo cual serían necesarios todos los medios tanto humanos como económicos para realizar el mejor de los trabajos.

La calidad en su elaboración no era cuestionable pues tanto Eliezer como su socio Ben David se pondrían manos a la obra. Y, por supuesto, en materia económica, Zalmati gozaba de una desahogada posición gracias a los negocios que aún mantenía con su tierra de origen, el reino de Valencia.

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El temporal parecía haber remitido, aunque la situación había cambiado por completo. La maltrecha nave no estaba en condiciones para continuar la larga travesía por las aguas del Mare Nostrum. Además, con las idas y venidas que las aguas manejaron a tan débil navío, no se percataron de que habían sufrido un ligero retroceso en su viaje. De pronto miraron al horizonte y sólo podían contemplar agua hacia el oriente, aunque al darse la vuelta y mirar hacia el occidente se encontraron con una desagradable sorpresa: ¡tenían la tierra a la vista!

Este cambio en el devenir de los acontecimientos implicaba que el mal tiempo les había arrastrado muy cerca de la costa, litoral que con redoblado esfuerzo habían abandonado días atrás.

– Maese Núñez, ¿acaso la tierra que contemplamos son las costas del reino de Valencia? – preguntó Juan de Ciudad, apesadumbrado, y sin perder de vista a su esposa encinta.

– Cierto es, don Juan, pues las malas artes de la mar brava nos han devuelto a nuestro lugar de origen como si de un encantamiento se tratara – a pesar de la confusa situación y de la cruda realidad que suponía el despertar del día y encontrarse con la fusta de su propiedad maltrecha, el cántabro navegante hacía gala de su sorna para restarle importancia a una situación tan adversa.

– Entonces, ¿cuál será el siguiente paso, señor Núñez? – percatado de la conversación que su hijo mantenía con el patrón de la embarcación, Sancho de Ciudad quiso averiguar cuál sería el futuro que les deparaba.

– Señor don Sancho, difícil es saber qué podemos hacer, mas no cabe duda de que nuestro regreso a tierra puede estar más próximo de lo esperado – la franqueza con que el heresiarca había preguntado al naviero requería una respuesta de igual calidad.

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