De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (58)

Manuel Cabezas Velasco.- Los motines anticonversos habían obligado a los miembros fieles a la ley mosaica que habitaban en Ciudad Real a huir en busca de mejor fortuna fuera de su propia residencia. Unos se marcharían hacia la vecina localidad de Almagro, apoyándose en los vínculos familiares que tan próximos tenían, entre los que se encontraban Sancho de Ciudad y Juan González Pintado. Sin embargo, el grupo más numeroso tendría por rumbo un destino más lejano, en las tierras que gozaban de la protección de don Luis de Portocarrero, allá por el reino de Sevilla, aquellas donde la influencia del linaje Pacheco – Girón estaba presente.

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Reunióse por aquel entonces una importante comunidad de conversos en torno a la localidad cordobesa de Palma del Río, siendo una de las abanderadas de la comunidad ciudadrealeña aquella que era conocida como “la Cerera”, María Díaz. En aquel grupo no sólo la acompañaron miembros de su propia familia (como su hermana Leonor González y su cuñado Alonso González del Frexinal, topónimo éste que aludía a la población de origen de este comerciante de lana, perteneciente al mundo de los conocidos como “traperos”) sino también miembros tan representativos de los conversos ciudadrealeños como Juan Falcón “el Viejo”, Gómez de Chinchilla, y su esposa Juana González, Pero Franco, Pedro de Bonilla, Fernando de Trujillo, quien ofició de rabí en ese colectivo, y así hasta alcanzar una treintena de cabezas de familia de la otrora Villa Real.

La capacidad de liderazgo que ya atesoraba María Díaz en su localidad natal no sería menos allá por las tierras del señor de Portocarrero. Testigo de esa valía era, sin duda, el rabí Fernando de Trujillo, quien veía como, en muchas ocasiones, aquella mujer ocupaba el papel de mayor relevancia en las celebraciones judaicas, incluso por encima del suyo. Ello obedecía a que se daba por sentado entre los miembros judeoconversos ciudadrealeños, aunque para el rabí no fuese muy de su agrado.

Recordaba el tal Trujillo que la conocida como La Cerera oficiaba cualquier tipo de ceremonia que habitualmente estaba destinada a ser llevada a cabo por los varones de la comunidad. La relevancia y valía de María así se ponía de manifiesto.

El transcurrir de los conversos ciudadrealeños por el reino de Sevilla tanto en Palma del Río como en otras poblaciones como pudiera ser la de Écija, donde en ciertas ocasiones “la Cerera” hacía acto de presencia, venía a reflejar la importante comunidad judaica en aquellas tierras que gozaría del amparo de aquellos en los que se instalaba una sinagoga doméstica por su noble condición. Así ocurría en casa del doncel Alonso de Herrera y Rodrigo, donde se celebraba la oración. La Cerera allí estaba y también sería acompañada de su hija Constanza, oficiando ambas incluso la inmersión de las jóvenes ante futuras ceremonias nupciales, como así ocurriría con la conversa Constanza de Bonilla en un arroyo de Palma.

Los sábados, como era costumbre, eran guardados escrupulosamente, así como otras festividades como la Pascua del Pan Cenceño, la de las Cabañuelas, la de la Candelilla o la del Cuerno. Además, no sólo Palma era el lugar donde la Cerera ejercía su liderazgo en el entorno converso. También Écija era testigo de sus enseñanzas y dotes para las que María Díaz siempre había estado bien capacitada, aunque a veces cometiera entre sus excesos realizar ciertos comentarios que enaltecían los ya de por sí alterados ánimos cristianos, mediante la burla o el escarnio al pedir a Dios que diese buen escarmiento de sus mal amados cristianos.

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La conversación entre el socio capitalista de la imprenta de Ixar, Zalmati, y el orfebre de origen cordobés, Alfonso Fernández de Córdoba, les condujo a recordar aquellas peripecias en las que años atrás se vieron envueltos tanto en la ciudad de Valencia como en la de Murcia, sin conocer que el destino les uniría de nuevo entre los tipos de un taller.

El origen tan diverso de la ingente fortuna de Zalmati, proveniente de mercancías tan dispares como los esclavos o las piedras preciosas venía ya de décadas atrás en las que su familia se había embarcado en múltiples negocios. Incluso Salamó Zalmati, padre de Maymó Zamati, realizaba, allá por el año de mil cuatrocientos sesenta y uno, tanto frecuentes viajes a Túnez para fiar a sus compañeros como se entablaba alguna asociación con un musulmán de Betxí, Açen Catim, para la búsqueda de tesoros, metales y piedras preciosas en las poblaciones castellonenses de Pobla Tornesa y Benicassim. Más adelante incluso habría devuelto un anticipo de seis mil maravedíes al concejo de la ciudad de Murcia.

Mientras transcurría la animada conversación entre Zalmati y Alfonso Fernández, en el taller tipográfico la vida transcurría de sobresalto en sobresalto.

Poco después de la marcha de ambos amigos, la señora Mariam llegó en busca del joven Ismael, seriamente preocupada.

El turbado gesto de la anciana puso en la peor de las situaciones tanto al muchacho y reciente padre como al no menos curtido en mil batallas de Eliezer Alantansi.

– David, voy a acompañar al muchacho y así averiguar qué es lo que ocurre – indicó el impresor al corrector, dejándolo con la responsabilidad del taller en su ausencia.

– No te preocupes, marchaos. Me hago cargo de todo, aún tengo algunas correcciones pendientes y los operarios que aquí están harán el resto – respondió con tono tranquilizador el corrector Isaac ben David.

– Apresurémonos pues, no hay más que hablar. Mariam, tú eres quien nos debe guiar y explicarnos qué ocurre – con rotundidad Alantansi alentó a su amiga y al muchacho para emprender la marcha.

– Está bien, amigo mío. Me dirijo primero al joven, para tranquilizarle, pues es el que más el atañe. El retoño, tras vuestra marcha, Cinta hacia la cocina del castillo y tú para ayudar a Eliezer, ha comenzado a tener un poco de fiebre y no paraba de llorar. Tenía la casa con algunas tareas pendientes, pero no podía hacerme cargo de ambas cosas. Entonces puse un paño a empapar en una palangana para poder bajarle la fiebre al muchacho, y al ver que no conseguía nada, lo así en mi regazo y me encaminé a las cocinas. Cinta está con él, aunque ella tampoco puede hacer mucho, por eso estoy aquí.

– Gracias, señora Mariam, dígame dónde están. Necesito verlos – contestó el aprendiz con gesto de preocupación.

– Has hecho muy bien, querida Mariam – respondió casi al unísono el impresor y médico Eliezer.

Pocos minutos bastaron para encontrar al bebé, que aún estaba llorando, bajo la atenta mirada de su tierna madre.

– Amada mía, ¿qué le ocurre al niño? ¿Desde cuándo está llorando? – inquirió aún preocupado el joven padre a su adorada Cinta.

– No ha parado desde que la señora Mariam me avisó, sólo ella sabe cuánto tiempo ha estado así. No sé qué hacer para consolarle – respondía la muchacha preocupada y desbordada ante la fiebre de su hijo.

– No os preocupéis. Vamos a un lugar tranquilo donde pueda observar al pequeñín y enseguida sabremos qué ocurre – respondió en tono consolador el maduro judío.

Mientras esto sucedía, Mariam se había apartado para conversar con su amiga Esther, tratando de encontrar alguna dependencia cercana donde el retoño fuese atendido.

Regresó de inmediato ante el insistente llanto del niño para informar a su amigo Eliezer que la acompañasen, pues había una salita contigua donde estarían tranquilos para tales menesteres.

– Gracias, Esther – expresó entre sollozos la joven madre.

El día iba avanzando. El lloriqueo parecía que estaba remitiendo. El muchacho se hallaba con pocas fuerzas, aunque por las comprobaciones realizadas por Alantansi, la fiebre había menguado hasta casi su total desaparición. El rey de la fiesta comenzaba a dar patadas dentro de una pequeña cunita que allí se encontraba.

Sin embargo, tan tierna escena provocó que alguien derramara algunas lágrimas al ver ocupada su cunita. Era Esther, la cocinera anciana que desde hace años había entablado una estrecha amistad con Mariam, y esto había sucedido en unas circunstancias en que ambas no atravesaban su mejor momento: la una, había perdido a su hermoso bebé en circunstancias muy parecidas a las que rodeaban al niño de Cinta, mientras que Mariam estaba guardando luto al haber perdido al amor de su vida, su amado Samuel.

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El sueño de ir hacia Oriente, con escala en Italia, parecía que había sido puesto fin por el propio Adonay.

El temporal que azotó la embarcación del grupo de judeoconversos que lideraba Sancho de Ciudad, dio al traste con las esperanzas que todos ellos habían puesto en continuar su vida como judíos sin necesidad de enmascarar sus creencias, alejándose de las miradas inquisitivas de los cristianos viejos e incluso de los traidores de su propia fe.

La preocupación de Sancho estaba justificada. La fusta se encontraba en unas condiciones deplorables y el patrón, el naviero Núñez, fue muy sincero al respecto: ¡no había nada que hacer!

Más allá de las condiciones materiales de la empresa, el heresiarca también pensaba en los que le rodeaban, pues ellos habían iniciado su fuga por la persecución a la que él había sido sometido por las envidias de los llamados lindos e incluso por aquellos de su propia religión, algunos tan felones como el lenguaraz Fernán Falcón, hijo de Juan Falcón “el Viejo”. Muy en especial su mirada se había dirigido hacia la joven Isabel, encinta, que le haría abuelo, siendo el padre su amado hijo Juan.

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