De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (60)

Manuel Cabezas Velasco.- Difíciles fueron las circunstancias que obligaron a Sancho de Ciudad y a sus correligionarios a emigrar lejos de su ciudad de origen. Más aún si a la forzada huida se le unían la privación de bienes y rentas que la Corona mediante órdenes y edictos había dictaminado para aquellos que no habían elegido el bando adecuado en la guerra civil castellana, los que habían sido considerados como personae non gratae para los propios monarcas.

imprentaLa confiscación de las rentas e ingresos no sólo afectaron al propio Sancho y a su hijo Juan, sino también a sus socios Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo, entre otros conversos que habían optado por el bando rebelde. ¡Mala elección la suya el apoyar la causa de la Beltraneja si tan alto coste supuso!

Las instrucciones que el matrimonio de Isabel y Fernando dieron para que fueran confiscados los bienes de aquellos conversos que habían participado de la causa del bando rebelde, se llevarían a efecto una vez que la ciudad y su entorno fuesen conquistados en la persona del Conde de Paredes, que sería nombrado gran maestre de la Orden de Santiago, y del Conde de Cabra, don Diego Fernández de Córdoba. Finalizaba el año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos setenta y cinco cuando aquellos hechos acontecieron, aunque antes de languidecer dicho año, en el mes de noviembre, se llevaría a cabo una nueva confiscación de los socios que gestionaban rentas de alcabalas y tercias de la Corona. En este caso, sus bienes personales serían los afectados, aunque debían quedar algunos restantes puesto que en abril del año siguiente les serían confiscadas nuevas propiedades y otras fuentes de ingresos.

La persecución a la que se vieron sometidos no parecía que llegase a menguar, puesto que al acoso inquisitorial encabezado por el licenciado don Tomás de Cuenca, se había venido a sumar la pérdida de numerosos bienes, muebles, inmuebles e incluso ingresos, además de ser privado del ejercicio de cargos públicos, como fue el regimiento en el caso de Sancho de Ciudad, puesto que recuperaría al año siguiente un veinte de febrero, aquella fecha tan señalada en la que muchos años atrás la partida de bautismo de la entonces recién nacida Villa Real fuese signada.

Mientras tanto, las ayudas de los amigos que habían acogido en la comunidad de Almagro a los emigrados ciudadrealeños no fueron nada despreciadas sino más bien todo lo contrario. Nunca podrían olvidar la inestimable ayuda recibida por tan apreciados amigos.

– ¿Cómo podremos agradecer el amparo recibido en mi persona y en los restantes miembros de mi familia? ¡No habrá suficientes plegarias con las que colmaros de bendiciones ni favores otorgados con los que compensar la fortuna que nos acompañó en tan adversas vicisitudes! ¡Amistad es una palabra que se escribe con mayúsculas y vosotros habéis sido unos versados narradores de la misma! – con estas palabras de agradecimiento dirigióse Sancho a sus socios y amigos Diego y Rodrigo para despedirse de la vecina Almagro y retornar a su querida Ciudad Real. Parecía que la calma había llegado tras unos intensos tres años de estar lejos de los suyos, desposeídos de sus bienes, arrancados de raíz de su propia morada.

– No os preocupéis amigo Sancho, pues vuestras vicisitudes también han sido las nuestras. Vuestras penas y alegrías también nos afectaron de igual modo. Somos a la par socios y amigos y, en confianza, podemos estrecharnos en un profundo abrazo para recordar lo positivo de estos tiempos. De lo adverso, pasado está, aunque los tiempos que corren… – respondió presuroso y, en tono afable, el que también fuera vecino de la otrora Villa Real, don Diego, dirigiéndose hacia el jefe de herejes con los brazos abiertos y con ello estrecharle para sí. Siempre hubo un estrecho lazo entre ambos pues eran cabezas visibles de la Ciudad Real conversa, acogían en sus moradas las reuniones con las que celebraban las festividades judaicas y, además, compartían enemigos comunes, ya fuese en el concejo municipal o, en cuestiones monetarias, como socios del arrendamiento de alcabalas y tercias. Además de su propio matrimonio con la hija de otro miembro importante de la comunidad, Juan Falcón el Viejo, el cual había elegido, en su huida, por destino las tierras del reino de Sevilla en las que se vio acompañado entre otros por la conocida por todos como La Cerera.

– Sin duda alguna, de acuerdo estoy con lo acertado de las palabras de don Diego. No hay nada que agradecer que no hubierais hecho vos si las desventuras nos hubiesen afectado a nosotros de la misma manera. Por mi parte, mi modesta aportación, por mis vínculos con los calatravos, en parte nos ayudaron. Sin embargo, el resultado adverso de la contienda por el trono castellano nos sirvió de todo lo contrario. Amigo Sancho, pues, nada hay que objetar. Es un honor inestimable poder gozar de tu amistad y buen juicio. Espero que las visitas a nuestra ciudad sean más frecuentes a partir de ahora, pero que sean de forma voluntaria y para recordar sólo los tiempos mejores – apuntó, reafirmando lo expresado por don Diego, el mismísimo criado del Maestre, don Rodrigo de Oviedo.

La paz parecía haber regresado a Ciudad Real, aunque ya la situación no sería la de antes. Sancho de Ciudad, por ello, había recuperado su puesto de regidor, aunque aún quedaban muchas cuentas pendientes con sus compañeros de concejo, aquellos que no veían con buenos ojos el rigor con el que hacía gala de sus creencias mosaicas.

Esta situación más tranquila empujó al heresiarca a solicitar a la Corona la devolución de los bienes que habían perdido en la época de los motines y por su ausencia al ser expulsados de la ciudad. Del cargo de regidor no hizo petición alguna, manteniéndose de forma definitiva en dicho puesto don Álvaro Gaytán.

La respuesta de la Corona no se había hecho esperar, allá por un veinte de marzo del año de mil cuatrocientos setenta y siete se ordenaban la devolución de las propiedades además de que fueran pagados a sus deudores aquellas cantidades que obraban en forma de débitos. La vida de Sancho parecía que entonces recuperaría su aparente normalidad, aunque las pesquisas del encargado inquisitorial enviado por el arzobispo Carrillo, estuvieran incomodando sobremanera el fiel cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica.

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La tensa espera se apoderaba de los tripulantes que integraba la maltrecha fusta que estaba iniciando su regreso al puerto de Valencia. Algunos más que otros, pensaban qué les depararía el destino. ¿En tierra firme se sabría de su huida y la justicia civil les estaría esperando nada más desembarcar? Eran preguntas que pasaban por las mentes de todos ellos. Con mayor temor para las damas, puesto que no estaban habituadas a que las miradas de sus despiadados enemigos se clavasen en su rostro. Más aún circulaban pensamientos turbados en la mente de la joven madre primeriza, Isabel de Teva. En el caso de Sancho constituía un episodio más de su larga travesía por el desierto en aquella vida que había estado plagada de obstáculos y adversidades propiciadas por su fiel observancia de la doctrina judaica, los que le granjearían grandes enemigos en el ejercicio de sus diversas actividades profesionales. Da igual que fuera como arrendador de alcabalas y tercias o como regidor, pues siempre tenía la espada de Damocles cerca de sí. “¡Este puro judío – otros decían puto – no hace nada más que alardear e insultar la doctrina cristiana!”, pensarían algunos. El resto de los acompañantes de la nave parecían resignados a un cruel destino que les devolvía a una estremecedora realidad. Regresaban a la tierra de la que huían con mucho temor ante las amenazas que podían estarles esperando.

Mientras tanto, el patrón de la embarcación, Núñez, seguía buscando soluciones para que la fusta al menos llegase al puerto antes de que se hundiera. Tenía que hacer remiendos aquí o allá. Estaba curtido en mil batallas el rudo cántabro, sin embargo nunca le resultaba gracioso que el esfuerzo que conllevaba la conducción de su embarcación fuesen presa fácil de los caprichos de la mar dando al traste con ello. Así continuaba en sus cuitas, cuando Sancho de Ciudad se le acercó:

– ¿Cómo van esos arreglos, Maese Núñez? ¡El Mare Nostrum no fue tan calmado como esperábamos y nos envió de vuelta a casa!

– Así es, señor De Ciudad. No hay mucho que pueda reparar si no es regresando al punto de partida. ¡Difíciles días los que nos acontecieron y más aún para la nave que quedó tan malparada! Siento no ser más alentador, pero, en mi modesta opinión, creo que el viaje deberá aplazarse por un tiempo, desgraciadamente – respondió apesadumbrado el experto navegante.

– No se preocupe, Maese Núñez. Los designios a los que nos somete el destino llevan a enfrentar numerosas adversidades. La vida está llena de encuentros y desencuentros, penas y alegrías, aunque lo que el hombre no puede solucionar debe aceptarlo, asumiendo los avatares que la misma les depara. Gracias por su gran ayuda, pues apenas hubo patrones en el puerto valenciano en los que depositar nuestra confianza para iniciar tan azarosa travesía. La fortuna nos fue esquiva, las pruebas a las que el Señor nos somete algunas veces son para probar nuestra voluntad y nuestro carácter. Nada más veo que se pueda hacer. Regresemos a puerto y aceptemos lo que el porvenir nos depare – respondió el heresiarca asumiendo las azarosas contingencias que debía afrontar.

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El mediodía se había posado sobre las calles y callejuelas de la villa de Ixar. Afanados en el taller que se encontraba en el castillo se encontraban los diversos trabajadores que extraían con sus tipos nuevas ediciones de libros impresos, con unas formas hebraicas que no tenían parangón en el territorio peninsular. Sin embargo, alguien había faltado aquella mañana de un sol justiciero que estaba posado en lo más alto del firmamento. Era el joven aprendiz, a la par que padre, que se había ausentado ante la feliz noticia de las primeras denticiones del retoño. Su ausencia se había notado en el rostro del maduro Eliezer. Echaba de menos el infatigable esfuerzo del muchacho. Con denuedo siempre atacaba las empresas más difíciles, a pesar de que había sido sólo un ayudante de librero y carecía de suficientes conocimientos en las artes de la impresión. En ese preciso instante una sombra se posó sobre la misma entrada de la imprenta. Toda la luz le acuchillaba por la espalda dejando su rostro en penumbra. Sin embargo, sus facciones y su complexión no eran desconocidas para los que allí trabajaban. A pesar de ser cristiano y de que los tipos que habían surgían mostraban las enseñanzas de la ley mosaica, el joven Ismael se había integrado, teniéndole especial confianza el no poco crédulo de Alantansi.

– ¡Buenos días tengan todos! – exclamó jubiloso el aprendiz al atravesar la abertura por la que accedía a la gran estancia en la que se alojaba el taller.

La respuesta de todos, unos con la cabeza, otros con la mano, fue de asentimiento ante el recién llegado. Mas el maduro impresor respondió cuando ya le tenía más cerca:

– Buenos días muchacho, o quizá ya tardes. ¿Cómo se encuentra el rey de la casa? – respondió el impresor y, de forma paternal, se interesó por el motivo de su ausencia.

– Todo parece ir bien Maese Eliezer. Las damas se han quedado con él, aunque ya han regresado a casa, abandonando la estancia que tan amablemente nos había facilitado la bondadosa señora Esther. ¡Qué el Señor tenga a su muchacho bajo su seno! En cuanto ya se han instalado, he venido lo más raudo que he podido, aunque antes me pasé a recoger algo del tendero que quizá le sirva para aplacar lo vacío que debe tener ya su estómago – respondió Ismael.

– Gracias muchacho. Siempre estás en todo. En un rato, en cuanto acabe con lo que tengo entre manos, compartimos tan preciado manjar. Me alegro por el niño y, ya sabes que, en cuanto me necesites para lo que sea, ahí estaré – el fiel aprendiz se había convertido para Eliezer en poco más que un hijo y detalles como aquél lo acercaban aún más para tenerlo en tan alta estima.

La tarde, tras un breve parón para reponer algunas fuerzas, transcurriría sin sobresaltos en el taller tipográfico. Las impresiones de libros hebraicos andaban a buen ritmo, aunque se respiraba cierta inquietud ante la ausencia prolongada de Zalmati, del que se sabía que permanecía en la villa aún acompañado del orfebre e impresor Fernández de Córdoba, aunque haciéndose visible por las calles de la población como si de una visita con guía se tratara. A este último parecía rondarle en su cabeza la posibilidad de establecerse en dicha población ya que gozaba de la protección, en cuestiones tipográficas, del mismísimo Duque.

Mientras tanto, en la morada de la señora Mariam, todo parecía teñirse de alegría. Había sonrisas en los rostros de la anciana y de la joven madre, Cinta, e incluso en las del bribón que motivaba tales gestos curvos.

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