De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (y 62)

Manuel Cabezas Velasco.- La puerta de la casa de Sancho de Ciudad fue franqueada por los recién llegados. El rostro del joven que allí esperaba no parecía salir de su asombro mostrándose iluminado. Su dueño y su ama habían regresado. ¡La vida volvería a ser como antes!, pensaba para sí el ilusionado muchacho. Habría que buscar a los que hubiesen encontrado refugio en casas de amigos. La lealtad de Juanillo – que nunca olvidaría quien le arrancó de las garras de aquel codicioso tendero – estaba fuera de toda duda. Allí estaba cuidando de la casa de su amo. Cuando su señor abrió el portón principal con la llave que tenía oportunamente escondida, encontró al fiel rapaz ante sí, llenando su rostro de una enorme alegría.heresiarcas

– ¿Cómo te encuentras, Juanillo? ¿Qué novedades me tienes? – tratando de disimular la gran satisfacción de encontrarlo con vida, el jefe de herejes quiso pasar página cuanto antes y ponerse al corriente de la situación en la que se hallaba su ciudad, qué debía hacer entonces tras los tres años de ausencia, a pesar de que algunas noticias le habían llegado por los conversos almagreños que le habían podido informar – Ponme al corriente de todo lo que sepas, aunque haya cosas que ya pueda conocer. Supongo que el resto del servicio, al no encontrarlos por aquí, se habrán puesto a buen recaudo. De los que puedas fiarte y localizar lo más pronto posible para que regresen, hazlo cuanto antes. De los que no, por ahora no les digas nada – fue parco en palabras el señor de la casa, pues no retrasar su vuelta a la rutina.

– Así haré, mi señor. He sobrevivido aquí y allá. Cuando amanecía salía por un pequeño escondrijo que había en la parte trasera de la casa, algo que debemos disimular aunque podría servir por si hay que utilizarlo en alguna ocasión. El hueco es lo suficientemente grande para que vos mismo pudiese franquearlo – aclaraba el pícaro Juanillo – Vagaba durante el día. Me alimentaba de lo que encontraba en el lugar que me tocaba en suerte. Cuando la noche se acercaba, evitando repetir el recorrido, me introducía por el mismo hueco, entrando de nuevo en esta casa para huir de las miradas y las sombras enemigas. Lo demás supongo que se referirá a las confiscaciones de sus bienes, a la pérdida de su cargo de regidor o cosas así. En eso creo que los parientes de los González Pintado y de los Martínez de los Olivos habrán hecho llegar las notas que mi amada recogía en el mercado. ¡Ay Cristina de mis desvelos, qué corazón tan grande tiene que no le cabe en el pecho! Se arriesgó mucho en las pocas ocasiones que venía, pues se encontraba escondida en la casa de su amo Juan Falcón, aunque en alguna ocasión llevó, a lomos de una vieja mula, mi propio recado a la casa de su yerno, don Diego, allá en Almagro – relató el emocionado criado al heresiarca.

– Cierto es todo lo que dices. Todas tus cartas, aun conociendo que no eres versado en letras, me llegaron unas antes y otras después, incluso la heroicidad de la niña de vuestros ojos, pues el mismísimo Diego me lo relató. ¡Los acontecimientos nos obligaron a huir, teniendo la dicha de ser acogidos por tan buenos amigos! Las decisiones adoptadas por la Corona que nos esquilmaban nuestras pertenencias e incluso nos desposeían de nuestros cargos en el concejo, me son conocidas tanto por mi amigo don Diego como por otros amigos que nos visitaron durante este tiempo. Me alegro de que tu relación con la muchacha siga adelante. Te veo algo más flaco, por cierto ¿qué provisiones hay para probar algún bocado? En cuanto puedas, debemos hacer acopio de víveres para retomar la rutina en la casa, arreglar aquello que no se encuentre en buen estado y volver a contactar con mis correligionarios. ¿Qué sabes de los que se marcharon para el reino de Sevilla? – Sancho de Ciudad deseaba poner todo en orden en el menor tiempo posible pues sabía de muy buena tinta que debía resolver y saldar cuentas pendientes para recuperar parte de lo perdido.

– Disculpe mi torpeza, pues de escribir apenas sé, salvo lo que la señora María y usted tuvieron a bien enseñarme. Sin duda señor, estáis al corriente de todo y celebro que las noticias os hayan llegado con regularidad, en las pocas ocasiones que me fue posible. De los procedentes de Palma del Río, he oído que están regresando poco a poco. La Cerera o Juan Falcón ya os lo puedo afirmar que están en la ciudad. Del rabí Fernando de Trujillo también tengo noticias, aunque parece que venía con muy malos humos dado el gran protagonismo que tuvo María Díaz, haciéndole incluso sombra en las celebraciones en tierras cordobesas, como sucedió cuando sumergiese a una tal Constanza de Bonilla en el río antes de que celebrase su boda con Pero Franco. Otro asunto más triste fue que el hijo de Juan González, don Gonzalo Albín, me dio algo de comida, a pesar de la mala noticia que le había supuesto conocer el fallecimiento de su madre, doña María González. Así pude aguantar algunos días en los que me era difícil abandonar la casa pues el enviado del arzobispo estaba buscando libros y pruebas que acreditasen vuestra fe judaica. Tras los motines y cuando ustedes se fueron, la higiene no era de la más recomendable. Por tal razón tenía que evitar las salidas frecuentes a calles y callejuelas para no encontrarnos con gentes mendigando que podían contagiarte cualquier tipo de enfermedad. Todo esto, y es por lo que le pido mil perdones, mi señor, lo hice en compañía de mi amada, a la que invité a acompañarme. Ella también ha estado durante casi todo este tiempo junto a mí, ya que unas veces nos separábamos e íbamos a casa de nuestros señores para evitar que nos vigilasen y otras yacíamos en la casa de uno u otro, según fuera de oportuna la ocasión.

¡Tamaña mujer es esa Cerera, pues nada ni nadie parecen asustarla! No te preocupes, Juanillo – aplacó el pesar del muchacho, ocultando la enorme risotada que disimulaba su rostro imperturbable, lo que había de recordarle a sus primeros escarceos con su esposa –. Nada puedo reprocharte pues has arriesgado tu propia vida para mantener esta casa lejos de las curiosas miradas de los envidiosos lindos, a pesar de que hubiese sido confiscada. Ahora que la hemos recuperado, o más bien ocupado, porque por el resto habrá que pelear, encárgate de lo que te he pedido. Y lo primero, en cuanto La Cerera, Juan González Pintado y otros conversos de confianza estén disponibles, querría convocarlos, por separado, a una reunión para conocer más en profundidad los acontecimientos. Enseguida escribo unas cartas que te iré entregando en cuanto me corrobores los que han regresado a Ciudad Real.

A la mañana siguiente, las noticias de los que habían vuelto se convirtieron en algo más que un rumor con sordina. Unos, los menos, las aceptarían de buen grado e incluso con algarabía. Otros, principalmente los lindos aunque no sólo ellos, no estaban muy de acuerdo con que se hubiesen adoptado medidas que les restituyesen en sus cargos e incluso recuperasen sus bienes más preciados. Sancho de Ciudad, a pesar de que algunas medidas le supondrían cierta recuperación de lo confiscado, seguiría porfiando en la defensa de sus intereses.

La vida ciudadrealeña transcurriría a partir de entonces bajo las reglas que venían impuestas por las pesquisas del licenciado don Tomás de Cuenca, aquel que fuera enviado por el arzobispo Carrillo para iniciar la actividad inquisitorial en Ciudad Real y así congraciarse con los nuevos Reyes, los Católicos. El arzobispo aún no era de fiar para los mismos por su antiguo apoyo al bando de la Beltraneja, ya que debía dar muestras de que era digno de confianza para seguir ocupando tan alta dignidad en la ciudad de Toledo. Ciudad Real se convertiría en un campo de pruebas para esos menesteres, soltando para ello del lastre que suponía haber tenido bajo su protección a la comunidad judeoconversa, a través del parentesco que le unía al Maestre calatravo.

En la morada de la torre de Sancho de Ciudad, la actividad no dejó de ser frenética en todo el día. Unos y otros arrimaban el hombro para adecentar parte de las dependencias que requerían urgentemente alguna mejora. Las labores de carpintería y la limpieza se hacían imprescindibles, a pesar de lo llevado a cabo por la joven pareja que había custodiado en la sombra la casa del heresiarca. Llegando el anochecer, todo parecía haber mejorado, aunque fueran trabajos realizados por personas que no eran del servicio. El cansancio se adueñó de los moradores de la vivienda cuando aparecieron las primeras sombras a la luz de la luna. Poco a poco el silencio impuso su ley y todos se dirigieron hacia el merecido reposo.

– Buenos días, Juanillo. ¿Cómo va la búsqueda de los ausentes de la casa? ¿Y de aquellos de mis compañeros de fe que estaban por regresar? Siéntate en esa silla y no tengas prisa por realizar otras tareas pendientes pues lo que te debo preguntar es ahora la prioridad – repuestas las fuerzas en la noche, la curiosidad del converso ausente requería ser satisfecha por el hombre que había atesorado la mayor de sus confianzas.

– Algunas cosas le puedo decir, don Sancho. Sobre la señora Díaz, La Cerera, observé la presencia de algunos que la vigilan en cuanto a los movimientos que realiza, y puesto que ella misma se ha percatado, suele mudar de casa para no ser arrestada. Su hermana, doña Leonor, y el señor de Frexinal no han regresado con ella. Del señor Regidor, debo decirle que está a la espera de lo que usted me diga, pues le vi cerca de la iglesia de San Pedro contemplando las obras que tiempo atrás se habían realizado. Ahora no le puedo dar ninguna novedad más, mi señor, pero enseguida continúo con ello – replicó el criado.

– Bien muchacho, recupera un poco el resuello. Si hay algo de comida que te puedas echar a la boca en la cocina, hazlo, pues a la tarde te necesito de nuevo para comenzar la entrega de las misivas que tengo ya escritas. Además, ya que muchos de nuestros amigos habrán sufrido grandes pérdidas por estos adversos años y puesto que en toda Castilla se están recaudando ayudas para paliar tales carencias, intenta localizarme al mismo tiempo tanto a Juan Falcón el Viejo como al Regidor para ver qué es lo que pueden hacer al respecto – indicó don Sancho.

– Raudo voy, mi señor don Sancho. En cuanto guste, preparado estaré para lo que necesite.

Las tareas del jovenzuelo fueron cumplidas en los días y semanas posteriores. Algunas de las personalidades más influyentes de la comunidad conversa estaban al corriente del regreso del heresiarca. El respeto que despertaba aquel ya más que maduro converso tenía a pocos que le igualaran. La que más le andaba a la zaga era precisamente una mujer, la por todos conocida como La Cerera.

Las jornadas transcurrieron. Las reclamaciones ante las incautaciones que habían motivado haber pertenecido al bando de la Beltraneja siguieron su curso. Las pesquisas del doctor De Cuenca – ya fuesen por hallar libros judaicos en los lugares más insospechados o incluso desenterrando cuerpos que se hallaban amortajados a la manera judaica sin acompañamiento de cruces –, continuaban minando los recursos de los fieles a la ley mosaica. Junto a él actuaba de promotor fiscal don Juan de la Torre.

Sin embargo, las creencias conversas aún no eran cuestionadas con toda contundencia como para iniciar procesos contra las cabezas visibles de los conversos. Don Tomás de Cuenca tenía entre ceja y ceja al tal Sancho de Ciudad que por tan grandes creencias judaicas era el modelo a seguir de sus correligionarios, no siendo una presa fácil. Otros miembros de entre los cristianos nuevos, aunque con menor inquina, también estaban en su punto de mira, pero aún era demasiado pronto para tales menesteres.

Fue por aquel entonces cuando, en el territorio castellano, inicióse una campaña de recaudación de fondos para ayudar a los más perjudicados, siendo encargada en Ciudad Real a Juan González Pintado y Juan Falcón el Viejo, tratando de recabar un fondo de rehabilitación que sirviese para paliar las carencias que muchas de aquellas gentes que se habían visto perjudicadas desde los motines anticonversos y, junto con el procurador Lope González, debieron elaborar una lista de los que participaron en las donaciones, siendo inflexibles con aquellos que no hubiesen colaborado.

Sin embargo, la recaudación no dejó contento a más de uno, ya que hubo ciertos colectivos que parecieron ser excluidos en las aportaciones, como regidores, notarios y otros funcionarios, motivo por el cual a los mismísimos Reyes Católicos les llegaría una queja formulada por parte de un grupo de mercaderes que acusaban a los responsables del reparto. Por todo ello, los monarcas llevarían a cabo la expulsión de sus cargos del Regidor Pintado y del comerciante Juan Falcón, dándose por finalizada la recaudación e incrementándose las diferencias y las rencillas entre los fieles a la ley mosaica.

Estas envidias entre conversos serían aprovechadas por el astuto Tomás de Cuenca para recabar mayor información – y de primera mano – y usar soplones para ello, para así acusar a los miembros más destacados de los fieles a la ley mosaica. Entre ellos se encontraría el maldiciente Fernán Falcón, hijo de Juan Falcón.

o0OOO0o

Debo avisar al muchacho, pues también corre serio peligro, meditaba el judío Alantansi ante la mala noticia que había traído su socio Zalmati.

Con un trozo de papel que apenas servía, se puso a garabatear algunas líneas como si de una lista se trata. Entonces se dirigió a Ismael, indicándole que debía hacer un recado.

– Como desee, señor Eliezer. Enseguida traigo lo que necesita – respondía el muchacho poco antes de franquear la puerta para salir a la calle. En ese instante se daba cuenta del contenido real de aquellas líneas (Muchacho, ve a comprar algunos alimentos con los que llenemos el estómago pues no saldremos hasta la noche y, sobre todo, ¡debes prepararte en pocos días para iniciar un nuevo viaje, puesto que aquí ya no estamos a salvo!).

Tratando de mantener la compostura, pues la impresión del mensaje le hizo perder el rictus y su propio equilibrio al salir a la calle, el joven aprendiz buscaba un momento para ordenar sus ideas y saber qué decisión debía tomar primero, si dirigirse hacia la casa de la señora Mariam para que, cuanto antes, tuviese todo preparado y así no levantar sospechas, o bien penetrar en las dependencias del castillo y encontrar en las cocinas a su amada Cinta. Seguramente esta segunda sería la peor opción, pensaba él, pues la pondría muy nerviosa y no llevaría a cabo las tareas que realizaba con el mismo disimulo.

Pasaron las horas. La señora Mariam tenía todo dispuesto. Cinta aún no había regresado, aunque sí Ismael, que andaba preocupado. Entonces llamaron a la puerta:

– Mariam, ábreme – se oyó una voz varonil que todos identificaron como muy familiar.

– ¿Quién va a estas horas? – respondió doña Juana.

– Soy Eliezer, ¡abrid deprisa!

La escena sobrecogió a los que estaban dentro de la casa: el maduro médico e impresor venía casi sin resuello, cargando entre sus brazos a una desfallecida Cinta.

– No os preocupéis, no es nada. Ha dado un pequeño tropiezo y se encuentra algo mareada. Debe descansar y, por la mañana, me acercaré para observarla – indicó el médico en tono tranquilizador – Ismael, lo que esta mañana te dije aún no lo sabe, espera a que despierte.

– No se aflija, Eliezer, la señora Mariam ya está al tanto de todo. En cuanto sea posible comenzaremos con ello. Hasta mañana, Eliezer, y muchas gracias.

Con un leve gesto despidióse el judío, emprendiendo rumbo hacia su casa para reponerse de una larga y dura jornada.

o0OOO0o

La mar, tras los agitados días previos, volvió a ser calmosa. El embarcadero de madera del puerto de Valencia estaba a pocos metros de distancia. Ya no había marcha atrás. Estaban en tierra, aunque la suerte aún no dejaría de ser esquiva. Atracarían en las circunstancias que la fusta llegó, lo que obligaba a retrasar la partida el tiempo que las reparaciones obligasen. Además, debían buscar refugio para no ser apresados por la justicia civil.

– Adonay nos vuelve a someter a prueba, ¿verdad, padre? – musitó con cierta tristeza Juan de Ciudad al heresiarca.

– Cierto es, hijo mío. Nada hay que podamos hacer. Debemos buscar refugio y huir de las miradas curiosas. La noche aún queda lejana y la claridad del día es nuestra peor enemiga. Habrá que acercarse alguno de nosotros a alguna casa judía para encontrar cobijo. La suerte que el destino nos depare, Adonay nos la mostrará.

– Amados hijo y esposo, ¿qué tanto habláis y con esos largos rostros? Debemos seguir siendo fuertes, sólo es la embarcación la que se encuentra maltrecha. Habrá que preguntar al señor Núñez si tardará mucho en volverla a tener preparada para una nueva travesía – expresó animosa María Díaz a sus dos amados varones.

– No te preocupes, mi señora. Debemos encontrar cobijo y la embarcación ahora ya sólo es pasado. Si hay otra oportunidad para retomar la travesía, el tiempo lo dirá – respondió Sancho volviendo a todos a la cruda realidad.

La fusta quedó amarrada. Las cuentas entre el patrón y los conversos quedaron saldadas. La despedida fue parca en palabras. No había demasiados ánimos para más.

– Mucha suerte, señor De Ciudad – manifestó el patrón de la nave.

Los conversos se alejaron del embarcadero, caminando por el puente de madera que se hallaba en la playa del Grao, con la cabeza baja para no mostrar sus rostros a aquellos con los que se cruzaban. Era cerca del mediodía y aún la luz del Mare Nostrum se reflejaba mostrando diversas tonalidades. Sin embargo, para ellos el color era mucho menos luminoso, más pardo incluso que aquellas tierras que los vieron partir.

– ¡Alllllto ahiií! ¿Quiénnnnes shois? – se dirigió inquisitivo un soldado que deambulaba por el puerto tras una noche de farra. Se había topado de bruces con el grupo de fugitivos, saltando como un resorte ante una cuadrilla tan misteriosa – Repito, una vez… másss – con la voz aún afectada por la ingesta numerosa de las nocturnas jarras de vino – ¿quiénes sois? ¿de qué oss esconndéiss?

– Caballero, disculpe la torpeza, necesitamos descansar, sólo eso. Le pido mil perdones – una risueña doña María, ante la tensión observada, quiso ser amable con el bravucón hombre de guerra, que no sólo iba beodo sino también armado.

– ¡Marrrchhhaosss! – respondió aquel rudo guerrero que parecía venir de muy lejos pues sus ropas eran demasiado toscas y sucias para ser de un comerciante y grandemente de abrigo para ser un lugareño del levante.

El grupo de los conversos se alejaron a paso firme reponiéndose del pequeño susto con el soldado. El destino aún estaba por descubrir. Sancho no sabía si dirigirse al entorno del doctor y poeta Lluis Alcanyís para buscar refugio. Tenía sus dudas al respecto, por su proximidad al monarca Fernando el Católico. No quería que fuesen apresados, pues el estado embarazoso de la joven Isabel, requería de un médico que la observase por su desmejorada salud tras los agitados días pasados. Tuvieron suerte al encontrar al médico, mas no venía solo.

A lo lejos, oyóse una voz que exclamaba: ¡Otra ronda para el bravo soldado Alfonso García!

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El regreso a la población de Ixar le trajo al maduro impresor numerosos recuerdos. Apenas recordaba nada de allí, aunque todo le resultaba muy familiar. Cuando llegaron a la zona que fuera barrio judío se toparon con una iglesia que se conocía como de San Antón. Ya entonces Ismael, que así se llamaba en realidad – y no el postizo de Juan –, estaba viendo que las circunstancias habían cambiado. Las calles por las que había dado sus primeros pasos le eran totalmente ajenas, a pesar de haber transitado por ellas décadas atrás. Rememoraba entonces lo que sus padres le habían contado en los diversos viajes que se vieron obligados a realizar. Algunas partes de su pasado parecían haber quedado enterradas cuando él adoptó la condición de padre. Los judíos ya no eran bien vistos – aunque él tampoco lo fuese – e incluso sería un motivo de que corriese peligro su propia vida, la de un cristiano que nació a manos de una partera judía cuyo nombre fue María.

FIN

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