Memorias de un hombre común (2)

Cuando nací oí como un eco lejano, en sordina, los gritos de mi madre. No se extrañen. Tengo memoria desde el momento en que abrí la puerta genital de mi madre y me asomé al mundo por primera vez con mi cara de sapo.memorias

Memorias de un hombre común

Manuel Valero

Capítulo 2

Es un secreto que ahora revelo desde que tomé la decisión de escribir mis memorias, las memorias que no escribió mi tío Paulino, porque en vísperas de su emprendimiento definitivo, se quedó sentado, con la página 330 del libro Los miserables reposando tiernamente sobre sus piernas, con una mano sobre la página y otra colgándole como un chorizo de cantimpalo. Así lo encontramos. Como tenía la cabeza tan inclinada sobre el pecho que parecía que se lo iba a horadar con la barbilla pensamos que se había quedado dormido con media botella de vino haciéndole la guardia. Pero no. Como ese día no apareció por casa de mi madre como todos en la casa nos extrañamos. Mi madre y yo fuimos a buscarlo y lo hayamos tal como os lo he descrito: dormido para siempre en este mundo y recién nacido para el otro. ”Víctor Hugo fue un gran hombre, ese sí que tiene unas buenas memorias” me dijo un día. “Por qué?” “Cuando se murió el barbachivo de Napoleón III se hizo senador y pidió la amnistía a los partidarios de la Comuna” ”¿Y eran buenos?” “Eran unos románticos, Bernabé, unos románticos”.

Pero vayamos por partes y retrocedamos. Sí, mi memoria, la personal, la que llevamos todos activa en la cabeza y en algún lugar de los intrincados valles del cerebro, alcanza hasta el día de mi nacimiento. Ha sido mi secreto hasta hoy en que lo confieso. Sólo se lo dije una vez a mi tío Paulino, pero lo que me contestó lo dejo para más adelante. Confieso que he vivido. Este sí que fue un buen título para unas memorias estupendas escritas por el universal Pablo Neruda. He leído por ahí que el ser humano alcanza con los recuerdos hasta los cinco o seis años.

De ahí debe venir el manido uso de razón al que accedíamos a los siete años. Por eso se hacía la Comunión. En mis tiempos todos los niños y niñas hacíamos la Comunión como estaba mandado por el General y la Iglesia cohorte cuando ya teníamos la capacidad de razonar. Mi tío Paulino que era ateo y anarquista no acudió a los oficios religiosos pero luego en el patio de mi casa, se agarró una botella de vino, luego otra y así. Pero no se crean, no montó el espectáculo. Se fue solo al corral, mientras mis amigos de barrio y mis familiares tomábamos chocolate en el patio bajo la generosa tibieza del sol abrileño. Yo lo eché en falta y como sabía dónde estaba-todo el mundo lo sabía pero lo dejaba-me acerqué a él. Estaba rígido como un perro de cemento y cuando me puse a su lado giró la cabeza hacia mí y me dijo: “¿Qué se siente cuando te has comido a Dios y lo tienes en las tripas?” Debo reconocer que me zarandeó porque no supe que contestarle, mejor dicho, tenía pavor a confesarle lo que realmente sentía: nada. Y continuó: “Dios no cabe en un cuerpo tan chico” “El cura dice que sí, que Dios no es grande ni chico”. “En quien sí creo es en su hijo”. “¡Tito, crees en Jesús!” “Sí porque fue un hombre con un par de cojones”. En ese momento me llamó mi madre: “Bernabé, ven acá pacá, con los niños y deja a tu tío con sus sopas” Mi alegría era la propia de un niño de siete años vestido de marinero, que era lo que a mí me gustaba.

Siempre soñé ser marino mercante pero mi madre no consintió jamás por si me comía un monstruo marino y mi padre me quitó la ensoñación con un pescozón y una sentencia que dirigió mis pasos profesionales en la vida, si a trabajar en una fundición se le puede llamar profesión.

Retomemos el hilo. Recuerdo la salida del cuerpo caliente de mi madre, cómo me cogieron por las piernas, cortaron la tripa y una vecina que hacía de partera me dio una somanta de palos en el culo que a punto estuve de girarme hacia a ella y ahogarla con el cordón. ¿Se imaginan el revuelo? Pero claro la memoria me daba la capacidad de recordar, no sé cómo, pero no me daba fuerza, al fin y al cabo era un ser inteligente, en dosis razonables, de unos minutos de vida. Pero recuerdo cómo me lavaron y me envolvieron en trapos de pobre pero limpios y me entregaron a mi madre de la que busqué el pecho como un latin lover en celo. ¡Qué bien me lo pasaba haciendo nada! Durmiendo, cagando, eructando, llorando, pedorreando y enganchado a la teta de mi madre. Con los años me hice una pregunta que aún no me he respondido ni me han respondido. Es esta: si, salvo en mi caso, no nos enteramos cuando nacemos, porque nadie siente ni padece cuando nace, ¿por qué sí morimos dándonos cuenta aunque sea un nanosegundo y en muchos casos padeciendo. Y otro sí. Cuando nacemos provocamos dolor en nuestra madre y una inmensa felicidad en nuestra misma madre y en nuestros familiares. O sea que el dolor físico y la alegría inmaterial van cosidos con el mismo umbilical en tan magnifico momento. Pero al morir sólo dejamos dolor, tristeza y ausencia. Ni una brizna de alegría. Sí, está el consuelo de la otra vida pero son palabras mayores que no amortiguan el golpe terrenal. De modo que si nacer y morir es indiferente como cantaba sabiamente el gran Serrat, ¿qué sentido tiene para los que nacen y mueren ante la indiferencia del mundo? En esta parte de la cuestión me agarro al clavo ardiendo de los nuestros. Los nuestros son nuestra familia, de la que venimos, y la familia que creamos, y nuestros amigos, y los compañeros de trabajo, y los amigos de nuestros amigos, y vecinos del barrio, y los conocidos. O sea, que no pasamos tan desapercibidos por el mundo. ¿O sí? Un día leí en un periódico de la provincia en el que me hubiera gustado trabajar si hubiera sido periodista en vez de fundidor, que habían encontrado a un pobre de necesidad tumbado en un banco más tieso que la mojama. Y que nunca se supo su nombre, su procedencia, su edad exacta. Nada. Pensé en los intocables.

No en los polis yanquies que defendían la ley seca como abstemios integristas (Hemingway o Faulkner les hubieran dado una patada en el culo) sino en la basura humana de la escala social de la India de la que me había hablado mi tío Paulino. Ese hombre sin nombre, que tal vez hubiera sido un hombre bravo inmerso en las masas de Bakunin, era un hombre nacido pero no nacido, ignorado, olvidado por completo, disuelto en el anonimato: nadie. Sus padres, si es que alguna vez los tuvo como Dios manda, sus hermanos, si los tuvo como la procreación manda, sus amigos si los tuvo como la empatía, el afecto y la sociabilidad mandan… estarían al otro lado del olvido con la puerta bien cerrada o muertos, porque el pobre fiambre del que nunca se supo la edad exacta, aparentaba a juzgar por los comentarios del periódico unos ochenta años.

Y así fue creciendo, andurreando, pedorreando, cayéndome de culo, llamando a mi madre para que me levantara y me diera de comer de su teta cósmica de grande y tirándole del rabo a la manada de gatos que convivían con nosotros y que estaban por todas partes de la casa y en el taller de tapicería que hizo mi padre para ganarse la vida. Un día me caí al pozo, pero el cubo estaba a poca distancia del brocal, Mi madre gritó tan fuerte que se hizo una bandada de pájaros que salió despavorida del olivo que teníamos en el corral. Mi padre dejó el culo de una silla que estaba claveteando con “esquay” barato y me vio sentado en el cubo y haciendo pedorretas. Tiró de mí con tanta fuerza que casi me manda al cielo con demasiada anticipación. Cuando vi a mi madre que lloraba, abrí mis bracitos con un sonido que juraría se hizo entendible para todo el mundo, vecinas que se aglomeraron, los gatos y el aprendiz que tenía mi padre, porque mi madre de pronto, con un gesto instintivo se sacó la teta que emergió de la blusa como una masa informe y yo me tiré al pezón como un condenado. “Adolfa, coño, que el chaval ya tiene casi tres años” “Y qué, es mi hijo y disfruta y yo también. Ven aquí, Bernabencín de mi vida”.

“Prrfff”. Ese fui yo. Mi padre, un buen hombre, se apartó la boina, se rascó la cabeza, miró el pozo y dijo. “Paberse quedao en el sitio”. Luego se fue al taller, disolvió al personal y siguió claveteando la silla toda la tarde, gruñendo cosas. Fue lo que dijo mi tío Paulino al enterarse, porque me acuerdo aunque no llegué a entenderlo, lo que más me llamó la atención. “Este niño va para filósofo”. “Pues que “filosé” en la fundi de don Ramón”, dijo mi padre. Creo que le hice otra pedorreta, pero de esto, no me acuerdo bien.

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2 COMENTARIOS

    • todos recordamos la ni
      nez al paso que nos acercamos a su antipoda, como ultimo refugio.yo,fijate, fui un nino feliz, ajeno al mundo.de adolescente me enamore por primera vez, bese y abrace por primera vez a una chica…y vivia el pitiflauta.esa contradiccion la supere con el tiempo.el debate el sobre su fantasma no me sugierte y npo soy facha.te lo juro.radtielo s ezeiompo.disculpa el teclado este estA LOCO

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