Alvedro, 1973

postales-desde-itacaA mí sí me gusta que la gente aplauda cuando aterriza el avión. Hoy hace 45 años que mis abuelos murieron en un horrible accidente de avión en Alvedro. Yo no los conocí. Nací cuatro años después. Pero siempre han estado muy presentes en mi vida.

Ahora hay Twitter y Facebook y las noticias se dan al minuto. Hace cuarenta y cinco años se tardaba un poco más. Mi padre, a miles de kilómetros y con un océano por en medio, se enteró de la tragedia en un aeropuerto venezolano, el mismo en el que había despedido a sus padres un día antes, tan contentos y felices porque por fin regresaban a Galicia para no salir jamás. Pero no llegaron a casa. Por pocos kilómetros. Por pocos minutos. Por, según la versión oficial, un error humano. No sé si vieron el mar antes de que el avión empezara a zarandearse, antes de caer sobre una casa en la que no había nadie ese día, antes de que las llamas devoraran los ochenta y cinco cuerpos. Antes de que la nube negra se aposentara ya por siempre en mi familia.

Ahora también hay Skype. Pero hace cuarenta y cinco años solo había teléfonos y conferencias trasatlánticas, así que mis abuelos no pudieron decirle a mi padre que el avión había llegado con retraso de Caracas y, por tanto, habían perdido la conexión a La Coruña. No pudieron decirle que irían al día siguiente en el vuelo 118.

Por eso, mi padre, cuando conocidos suyos del aeropuerto caraqueño le dieron la noticia del siniestro, quizás no se preocupó tanto, porque pensaba que el señor Manuel y la señora Elvira ya estaban desde el día anterior disfrutando de pimientos de Padrón y de empanadas.

Pero estaban en ese vuelo.

Mi madre guardó los recortes de periódico sobre el accidente. La pobre no sabía que se iba a inventar Internet y pensó que en un futuro tendríamos que saber lo que había pasado. Recuerdo abrir el álbum rojo de pequeña y releer todos esos papeles ya amarillentos. Mirando esos cuerpos negros, manchurrones de tinta negra en la prensa, pensaba en el horror que habían padecido. Ojalá muriesen por el choque, no por el fuego.

Y, conforme creces, empiezas a entender muchos momentos. Cuando tu padre pierde la mirada durante unos segundos en las cenas de Navidad, recordando a los que faltan. Cuando por primera vez fui a Coruña sola en avión y me despidieron en Barajas con una sonrisa forzada y la mirada descorazonadora. Cuando tu padre no quiere viajar los 13 de agosto. Cuando te dice que cambies el billete de ese día, aunque sea la mejor oferta del mundo. No preguntas, solo asientes. Y lo haces, no sabes por qué, pero lo haces. Cuando permites que una familia viaje separada de Madrid a Praga porque te puede más la voz de tu padre: «No cambies nunca los asientos en el avión, nunca». Y lo haces inconsciente y quieres explicarles a esos padres por qué, pero también sabes que no es el sitio oportuno ni el momento, así que prefieres aguantar las miradas de reproche, aunque sepas que ahora hay análisis de ADN y te podrán identificar en un pispás si ocurre algo. El deseo de tu padre pesa más.

Cuando las reuniones familiares se llenan durante unos instantes de condicionales: «¿Y si el avión de Caracas hubiera llegado a su hora?». «¿Y si se hubieran quedado unos días en Madrid aceptando la invitación de unos parientes?». «¿Y si no les hubiera cambiado los billetes para adelantarles el viaje?». Y aparece la culpa inconsciente, el reproche a uno mismo que no se dice, el pensamiento de haber podido cambiar la historia familiar… Desaparece al poco, claro, porque la familia borra la nube negra. Y porque no estaba en la mano de nadie.

Cuando llegas al pueblo de tu padre y la tía María, hermana de tu abuela, te dice cada año que te pareces a tu abuela, aunque sea solo por las cejas. Pero yo callaba y sonreía mientras me acariciaba la cabeza, porque ella recordaba a su hermana y yo no era quién para romperle su momento.

Cuando te das cuenta de que hay ciertas películas, como El coloso en llamas o Aterriza como puedas, que tu padre nunca ve, determinadas escenas en las que se levanta silenciosamente y se va a su habitación. Recuerdo esas dos, pero seguro que hay muchas más de las que no me percaté.

Cuando un familiar tiene la «manía» de no volar en vuelos retrasados. Si sale después de la hora, se marcha del aeropuerto. Ya viajará otro día.

Cuando un señor ya muy mayor cuenta que él perdió el vuelo 118 porque se fue de farra con otro pasajero la noche antes y se quedó dormido en el hotel por la resaca. Y lo cuenta décadas después, porque él puede, porque a él el alcohol, en ese caso, le salvó la vida. Literal.

Cuando estás en el pueblo y sobre todo la gente mayor calla durante unos instantes cuando dices que eres la nieta del señor Manuel y la señora Elvira. Porque sabes que ese silencio abarca toda la compasión.

Cuando tu padre regresa a su pueblo para recordar al señor Manuel sentado en un banco y a la señora Elvira con las vecinas, haciendo pan o «metiendo niños en el horno» y contarte la historia por enésima vez. Porque quiere mantener viva su presencia y lo lleva consiguiendo durante cuarenta y cinco años. Aunque a veces la nube negra se pose en su cabeza.

Esa nube negra que vieron los testigos del horrible accidente. Esa nube negra que se distingue en el No-Do y en la prensa de la época. Esa nube negra que cuenta las historias de los fallecidos: los que volvían a casa de visita sorpresa, los que iban a pasar las vacaciones, familias enteras en el avión… La nube negra de los que acudieron al posible rescate y lo que vieron fue el infierno, un infierno que cayó del cielo. Imágenes y olores que, dicen, jamás han podido olvidar.

La nube negra que han conseguido aclarar mi padre y mis tíos, gracias a sus recuerdos, a sus historias y anécdotas, a las risas de cuando nos juntamos y evocan la niñez, la adolescencia, la emigración, las vueltas por el mundo… La nube negra que a veces aparece sin avisar, cuando hay accidentes de avión o de tren, cuando hay desgracias y ves a los familiares sufrir, el horror, porque siempre es un horror, y egoístamente piensas en los que se quedan, en lo que van a sufrir ciertos momentos año tras año, porque lo sabes, porque lo has vivido en tu familia. Y no sabes cómo reconfortarlos, cómo acompañarlos en esos momentos, cómo decirles que la nube negra llegará en cumpleaños, navidades, nacimientos, fechas especiales y permanecerá sobre las cabezas, a veces unos instantes; otras, días; y las que menos, temporadas. Porque aprendes a vivir con ella y los que estamos a su lado solo intentamos estar ahí, y darles la mano, un abrazo o un beso para que sepan que estamos con ellos.

Hoy es 13 de agosto. No voy a viajar. Nadie de mi familia lo hará. Pero muchos de vosotros, sí, así que aplaudid al aterrizar el avión. No os preocupéis de que parezca ridículo. Aplaudid por mis abuelos y por todos los que no pudieron hacerlo en el vuelo 118 de Aviaco en #Alvedro en 1973.

Foto de Xoán Abeleira
Foto de Xoán Abeleira


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Beatriz Abeleira

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4 COMENTARIOS

  1. Muy bien narrado, gracias. Este 13 de agosto se cumplirán 50 años. Mi única tía falleció en ese accidente, tenía 22 años, yo no la conocí, pero como comentas sí logré conocerla a través de mi abuela y mi madre.

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