Alfileres. Parte I

postales-desde-itacaEl negro pelo de Xia brillaba bajo el sol toledano. Caminaban en fila de dos, ella junto a su inseparable Yuga, a la que había tardado poco en convencer para viajar a España y pasar una semana recorriendo el país. Habían aprovechado las vacaciones en la universidad, después de la época de exámenes. Pero el viaje no estaba siendo como ellas esperaban. Las férreas normas de la organización del viaje y la vigilancia excesiva del obstinado guía no dejaban hueco para lograr su propósito.

Mientras se encaminaban por la estrecha calle hacia una tienda de recuerdos, Xia recordaba una noche del verano anterior, cuando escuchó por primera vez la historia de aquella virgencita. Su padre había invitado a cenar a un bodeguero español, de La Mancha. Aunque las lluvias monzónicas amenazaban con llegar, hacía bueno para cenar en el porche. Sirvieron ricos manjares típicos de su país, de China, y el bodeguero llevó varias botellas de sus vinos manchegos para acompañar el banquete. Su padre dejó que ella tomara «solo un par de copas», en deferencia a su invitado y cliente. Alfredo hablaba de su tierra, de sus campos amarillos en verano y verdes en primavera; de su gente, a veces desconfiada pero noble… Y, mientras Xia paladeaba la primera copa, intentando descifrar en los aromas que emanaban de ella la cereza, el roble, el regaliz, escuchó por primera vez el nombre de Toledo. Lo que más le sorprendió fue la cara de emoción de Alfredo al hablar de su ciudad, de sus callejuelas laberínticas, de las piedras que guardan secretos ancestrales, de las guerras que ha sufrido, de los conventos que pueblan el casco, de las murallas defensivas… Xia no sabía si era por el vino o por el enternecimiento de Alfredo al hablar de Toledo, que se enamoró de la ciudad sin conocerla. Se prometió a sí misma que alguna vez iría y pasearía por esas calles estrechas, por las cuestas que «jamás bajaban», que contemplaría el río desde el Tránsito, que comería mazapán mientras esperaba a entrar el cuadro de El Greco.
—Hay muchas leyendas. —La voz de Alfredo era grave, pero afectuosa—. De las que más me gustan, quizás porque me la contó mi abuela cuando era niño, es la de la Virgen de Alfileritos.
Tomó un sorbo de su copa, casi vacía ya. Xia, diligente, se la llenó:
—Por favor, Alfredo, cuéntala. ¡Me encantan las leyendas! —Xia dejó suavemente la botella de vino sobre la mesa. Una gota resbalaba por el cuello de la botella, que Xia recogió con el dedo índice de manera disimulada.
Alfredo carraspeó un poco y comenzó a hablar:
—En realidad, hay varias versiones. Yo me quedo con la que contó mi abuela. Una bordadora se pinchó con un alfiler mientras trabajaba, lo que le produjo una infección. Como no podía trabajar con esa herida en la mano, la joven iba a rezar a una virgencita, que estaba en una calle estrecha de las de Toledo, dentro de una hornacina, a la que le pedía que le curase y que fuera todo bien. Y como ofrenda le echó el alfiler con el que se había hecho la herida. Mientras lo hacía no se dio cuenta de que un caballero la observaba. Ella iba todos los días a rezar y a hacer su ofrenda, y el caballero un día decidió acercarse a ella y comenzaron el galanteo. —Volvió a beber de la copa para hacer un descanso—. Y, bueno, ya se sabe cómo acaban estas historias: se enamoraron, se casaron y, al ser la historia conocida en la ciudad, las muchachas casaderas comenzaron a llevar como ofrenda los alfileres a la virgencita para encontrar novio.
Xia lo escuchaba embelesada.
—Bueno, mi abuela la contaba mucho más romántica y con más detalle —zanjó Alfredo.
Después de cenar, el padre de Xia y Alfredo se quedaron hablando de negocios. Xia subió a su habitación y encendió el ordenador. En el buscador escribió «Toledo» y vio las imágenes de la ciudad imperial. Todo lo que había contado Alfredo aparecía: las calles estrechas, el río, el mazapán… Buscando con más detalle apareció la Virgen de Alfileritos, en su hornacina, con sus alfileres. Xia abrió el cajón de su escritorio y sacó una caja pequeña hecha de bambú. En su interior, una foto en blanco y negro de una joven mujer china, peinándose y riéndose. Su abuela. Rebuscó entre unas entradas viejas de un concierto y dibujos varios que había pintado años atrás. En el fondo, entre dos papeles amarillentos, desgastados de tinta y que Xia no sabía ya por qué los guardaba, se encontraba el alfiler que le había regalado su abuela cuando era pequeña. «Toma, Xia, ya no me lo pongo porque no me sujeta bien el pelo». Y ella lo había guardado en su caja de los secretos, esperando encontrar alguna utilidad a ese alfiler de pelo que ya no sujetaba. Aquella noche decidió qué hacer con él. «Abuela, lo echaré en Alfileritos».

Por eso, a Xia el viaje ahora ya no le parecía un buen plan. No podían separarse del grupo, debían ir juntos. Todo estaba controlado. Los monumentos que se visitaban, las comidas, los hoteles, las tiendas donde debían comprar. No les dejaban ni una hora libre para pasear. Yuga y ella habían memorizado el plano de la ciudad durante las tardes en la residencia mientras preparaban el viaje. Y ahora aquel estúpido guía les daba voces repitiendo las normas ante una tienda con una impresionante armadura, que vigilaba la entrada al comercio.
—Pasamos de cinco en cinco. El resto esperará en la calle, sin moverse de sitio. Si alguien intenta irse o entrar en otra tienda, será expulsado del viaje y devuelto inmediatamente al país. Se puede comprar lo que cada uno quiera en esta tienda. Armaduras, espadas, figuras de adorno…; todo lo que no podamos llevar en avión se enviará a las casas. —Miró hacia el pequeño grupo que formaban Yuga, Xia y un joven con el que apenas habían hablado durante el viaje, llamado Ming—. ¿Me habéis entendido todos?
Un grupo de treinta y cinco cabezas asintieron en silencio.
—Dentro de la tienda estaremos unos diez minutos cada grupo. Si alguno necesita más tiempo, deberá salir, haré el recuento y podrá volver a entrar en el siguiente grupo. Repito: os quedáis fuera en la calle, sin moveros, no podéis pasar a otras tiendas, no podéis ir a ningún bar a beber algo o al baño. Nada. Todos aquí, esperando vuestro turno. ¿Lo tenéis claro?
Las cabezas volvieron a asentir y se colocaron en pequeños grupos de cinco. Xia, Yuga y Ming estaban en el último. Este quedaba situado justo delante del escaparate de una tienda de ropa.
—¡Me encanta esa camiseta, Xia! ¡Sería guay llevarla cuando volvamos a la universidad! —Yuga contemplaba las letras brillantes de una camiseta donde ponía: «Girl power»—. ¿Crees que allí encontraré alguna parecida?
—Puede que en el Mercado de la Seda —contestó Ming. Se dio la vuelta y contempló a Xia. Ella miraba hacia una calle escondida, que asomaba en un lateral. Después miraba la puerta del comercio de la armadura. Pasaba sus ojos de un lado a otro, de forma insistente, nerviosa.
—¿Te pasa algo, Xia? —preguntó Ming—. Pareces intranquila…
—¿Crees que tardará diez minutos justos en salir? —le preguntó Xia, visiblemente inquieta.
—Supongo. No los va a dejar solos en la tienda, porque tiene que supervisar las compras que se hacen y apuntarlas. Todo depende de lo generosos que sean los del grupo. ¿Por qué? —Ming le miraba a los ojos.
Xia apretaba muy fuerte la mano derecha. Guardaba algo en ella que Ming no conseguía ver.
—Por nada, solo por hablar —Y sonrió de manera tímida a Ming.
Los diez minutos pasaron y el primer grupo salió de la tienda. Casi todos llevaban bolsas. El guía sonreía satisfecho. Escudriñó al grupo que estaba en la calle y se notaba que estaba haciendo el recuento mental. A los que ya habían salido los colocó a la derecha, que se quedaron quietos donde les dijo, sujetando las bolas serigrafiadas con el perfil de la catedral.
—El grupo siguiente. Adelante. —Se dio la vuelta antes de entrar y se dirigió a los que quedaban fuera—: Esperad aquí.
La espera se hacía interminable. Yuga hacía fotos a los escaparates de ropa y comentaba lo mucho que le gustaba la tienda que había al lado.
—¡Qué pena que no podamos entrar! —se quejó Yuga.
Xia miraba el reloj rosa que llevaba en la muñeca. Habían transcurrido nueve minutos desde que había entrado el segundo grupo. En su cabeza, el trazado desde donde estaba hasta Alfileritos ya lo había recorrido dos veces. Se acordaba muy bien del plano de la ciudad. «En diez minutos tengo tiempo de sobra para ir y volver».

(continuará)


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

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