Memorias de un hombre común (18)

Jamás ví a mi padre tan apesadumbrado excepto el día que mataron a Carrero Blanco, que era un mandamás del régimen. Yo en mi común y anónima juventud no estaba ducho en el organigrama del régimen y  aún no había hecho el servicio militar como tengo escrito por aquí que me fui en enero de 1974 y regresé otro en los asuntos de la política.memorias

Memorias de un hombre común

Manuel Valero

Capítulo 18

De hecho pensaba que no había presidente de gobierno porque Franco no lo necesitaba. Ese día, el día que mataron a Carrero Blanco, mi padre lanzó todo tipo de improperios contra los malos monstruos enemigos de la España gloriosa y estuvo todo el día metido en su taller. Por los golpes que daba parecía que en cada martillazo desahogaba su cólera. Años antes había habido una manifestación en la plaza del Ayuntamiento a favor de la unidad de la patria que unos vascos malos querían destrozar con el ensoñamiento de una patria verde y comunista. Fue casi todo el pueblo. Y yo también, claro, gracias a la licencia que me dieron para acudir en la fundición como hicieron en otros centros de trabajo. A mí sinceramente me daba igual. Había nacido en el corazón del régimen, había crecido en el corazón del régimen, había trabajado y estudiado en el corazón del régimen pero el único corazón que me interesaba era el mío y el de las chicas sobre las revoloteaba como un moscardón hambriento. Pero allí estaba. El gobernador civil tronó desde el balcón del ayuntamiento y apenas levantó la voz amplificada por un altavoz que sonaba a metálico se dispararon miles de brazos como flechas al grito de Viva Franco, Viva España. Yo estaba con un amiguete de correrías y por nuestra actitud recabamos la atención de dos tipos de paisano que resultaron ser policías. Mientras la gente se arrebataba de adhesión al caudillo con una entrega casi mística, nosotros mirábamos a las chicas y hacíamos comentarios sobre sus deleitosas curvas. Al final se cantó el himno nacional y nosotros a lo nuestro. Se acercó uno de los policías de paisano. Vosotros, qué pasa, venga ese brazo arriba. Lo íbamos a hacer pero en ese momento acabó el himno así que apenas estuvimos unos segundos en pose tan patriota. Luego bajamos la calle riéndonos y haciendo comentarios soeces de asuntos que no vienen al caso porque ya se imaginan de qué hablábamos. El caso es que ahora que recuerdo todo aquello debo reconocer que durante los años que viví coetáneo de Franco fui feliz. No pido disculpas por ello. No era una felicidad de correligionario ni de abanderado sino la de un muchacho sano que vivía sus mejores años adolescentes sin más preocupación que las de la edad y si de en la pubertad visité la OJE era porque no había otra cosa y consideraba aquello como algo natural de un régimen que también consideraba natural sobre todo porque salió victorioso de una guerra y como en toda guerra, por lo que veía en las películas y en mis tebeos y en los libros que leía, siempre la ganan los buenos. Eso creía.

No, digo, nunca vi a mi padre tan apesadumbrado que ese día, más fúnebre y mustio que cuando mataron a Carrero Blanco. No había cólera en él ese día. Fue el día que se murió Franco. Estábamos en la casa de mañana temprano sentados a la mesa. Yo daba cuenta de un tazón de café con leche con “rebanás”, lo mismo que mi padre. Mi madre ya había desayunado y encendido la estufa. Aunque la enfermedad del caudillo fue larga y su vida alargada espureamente como supimos después, mi padre creía que Franco era de una de esas naturalezas capaz de recobrar la salud sacudiéndose los tubos y las vías y los respiraderos de un golpe como hace un cautivo de fuerza sobrenatural con las cuerdas que lo atan. Pero no. Así que mi padre puso la radio con un acto de rutina y… Se quedó mudo, se sentó y se sostuvo la cabeza como si hubiera caído sobre él un pena insostenible. Mi madre se trenzó la manos e inició un rezo improvisado con el que trataba de aliviar un terror recóndito. Ay Bernabé, que va a ver guerra otra vez, Señor divino que no sea así, Virgencita del Amor Hermoso que no pase ná. Mi padre seguía con su reconcentrado silencio. No va a pasar na que Franco lo tiene to bien atao y si pasa cojo la escopeta y a defender la Patria. (He preferido transcribir sin alterar la jerga de un hombre como mi padre, poco letrado en le bien hablar).  En ese momento también él tembló en un sollozo de hombre cuando dijo…defender la Patria. Yo miraba a uno y a otro pero consideraba que la muerte es un hecho tan natural como otro cualquiera y francamente no era capaz de imaginar a un país de nuevo a hostias y tiros los unos contra los otros. Me voy a la fundición. No, no vayas, dijo mi madre. Que se vaya, que aquí no ha pasao na, me cagüen…

Y me fui. Ese día apenas hicimos nada. Todo el mundo hablando de lo mismo y yo en mis distracciones adolescentes de amigos, chicas, bailes y esas cosas. Al llegar a casa oí una voz extraña, nítida, hueca, como si fuera real pero no natural. Era una televisión. Esa misma mañana la compró mi padre en la tienda de Lucilo, dio dos o tres mil pesetas de adelanto y lo demás en plazos de doscientas o trescientas pesetas, no recuerdo bien. Estuvimos viendo la historia de este país por la tele. La televisión ya era un elemento social en las casas pero en la mía entró el día que se murió Franco. Va a haber guerra. Que no, Adolfa. Me voy. ¿Dónde vas? A trabajar, ¿donde voy a ir? Pero esa tarde no abrieron la fundición y los bares también cerraron. Mi amigo y yo nos fuimos a un bar que se llamaba La Gruta que era frecuentado por jóvenes y había una máquina de discos. Pero nada. Cerrojazo. Nos despedimos mi amigo y yo. Las calles estaban vacías. Y mi madre seguía con lo suyo. Va a haber guerra, Bernabé. Que no, Alfonsa. Y si la hay que la haiga. Me acordé de mi tío Paulino. ¿Qué diría? La flauta ya no suena, pensé y sonreí pero me cuidé de que no me viera mi padre. Mi madre seguía con sus suspiros tan profundos que a cada toma de aire se le elevaban los senos hasta taparle la cara. Como saben no hubo guerra y lo que vino fue un tiempo nuevo.

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