El grito de las náyades -Parte II

postales-desde-itacaSintió los gritos y los llantos más cerca, apenas a unos metros de ella, pero no veía a nadie. Se extrañó al ver dónde estaba. El bosque aparecía ahora a su izquierda y el campanario de la iglesia del pueblo, que era lo único que se divisaba desde donde estaba ella, muy muy lejos. Miró hacia delante y solo se veía nieve: no había árboles ni las primeras casas a la entrada del pueblo. «Joder, me he equivocado de dirección al salir al camino. Estoy en mitad del lago», exclamó Anna, horrorizada. Intentó dar la vuelta para encaminarse hacia el pueblo. Ahora ya sabía dónde estaba, pero sus piernas no la obedecían. Oía las voces muy nítidas ya. «Ven… ven… Sálvanos, deshaz nuestros nudos». Los gritos sonaban estridentes y los llantos, tan agudos y penetrantes que le empezaron a zumbar los oídos. Ya no notaba los pies dentro de sus botas. La nieve le llegaba a la altura de las rodillas cuando apenas un par de minutos antes solo le cubría el empeine. «¿Qué está pasando?». De repente sus piernas empezaron a moverse al notar que no había superficie en la que mantenerse. Se iban empapando. Tardó en reaccionar y, cuando se dio cuenta de que el lago la estaba tragando, ya tenía la mitad del cuerpo hundido. Empezó a tener calor. «No, no es posible». Recordó que los montañeros contaban que cuando uno se congela hay un momento en el que solo pasa calor. Notó cómo algo, de repente, le sujetaba las piernas. La nieve seguía cayendo y cubría el poco espacio que su pequeño cuerpo había hecho en el hielo. El agua helada paralizaba sus piernas. Anna agitaba los brazos impulsivamente hacia arriba para no deslizarse más dentro de la redonda abertura. Los pies no le respondían y miró hacia abajo por si se había quedado enganchada a algo. Cuando vio lo que ocurría, se quedó petrificada. Decenas de brazos femeninos aparecían alrededor de ella, tirando de sus hombros, de su pelo, de sus piernas, de su cintura. La zarandeaban unas hacia otras. Lloraban y chillaban. El suelo de hielo se resquebrajaba cada vez más rápido a su alrededor y, de él, salían manos verduzcas, putrefactas, que intentaban agarrarse a su cabeza. Anna luchaba contra aquel amasijo espeluznante hediondo. Con tanto vaivén, se hundió. «Ven con nosotras, sálvanos». Ya bajo el agua, contempló horrorizada una escena que parecía sacada de un cuadro de El Bosco. Varios cuerpos flotaban a su alrededor en una danza macabra marcada por el ritmo del agua, con los ojos abiertos, vacíos, y terrorífica expresión de la cara, dos de ellos cubiertos por sendos abrigos con la bandera noruega. Las voces que oía ahora, bajo el agua, eran solo llantos afligidos y amargados. Unos cuerpos extraños, podridos, con bocas sin dientes, cubiertos de verdín, la arrastraban hacia el fondo cenagoso del lago, sujetos por extrañas y sinuosas ramas de troncos retorcidos y algas zigzagueantes. Anna intentó desesperadamente subir a la superficie. Logró zafarse una vez y sacar la cabeza por el ahora minúsculo agujero que quedaba en la placa de hielo. Pero notó un tirón de nuevo del que ya no pudo escapar. Oyó un grito ronco a lo lejos y desapareció lentamente mientras veía cómo el hielo se cerraba de forma rápida y extraña sobre su cabeza. Pensó en Julia, en los veranos que ya no pasarían juntas, en los éxitos que tendría y no podrían celebrar, en los fracasos que se le avecinaban y no podría consolar, mientras líquenes y peces muertos se le arremolinaban en la cara. Laura la cuidaría bien. Decidió cerrar los ojos para no ver más horror y, entonces, se acordó de la historia de Celso. «Sálvanos, sálvanos». Ahora ya no la arrastraban, sino que ella iba hacia el fondo, directa a los troncos y las algas. Gastando las últimas energías que le quedaban, antes de dejarse llevar por el balanceo del agua, consiguió desatar las ramas que, entrelazadas, sujetaban a los cuerpos. Arrancó algas de las gargantas y retiró los gruesos tallos que maniataban las piernas. Liberó los repulsivos cuerpos de los líquenes que los oprimían y, poco a poco, ante la mirada ya perdida de Anna, comenzaron a flotar a su alrededor para arroparla en el último estertor.

No pudo saber que Celso había sido testigo a lo lejos de su horror, impotente por no poder ayudarla. El último grito que oyó Anna fue el de él, muerto de miedo por lo que estaba viendo.

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Laura agarró de la mano a Julia, mientras procuraba que el vestido primaveral que llevaba no subiera demasiado con el viento.
—¿Estás segura de que quieres asistir, Julia? —le preguntó a la niña.
—Sí. —Se puso de nuevo los cascos, que no había soltado desde el invierno, cuando Anna había desaparecido.
Celso fue detenido por el secuestro y desaparición de su madre y de las dos turistas noruegas, aunque él seguía diciendo que las náyades se las habían llevado al fondo del lago. El juicio se celebraba hoy, sin cuerpos y con indicios. El abogado no se lo había pintado muy bien. Ellas habían contado a la policía que les llevó troncos y comida esa noche, de madrugada. Llamó a la puerta, entró, les encendió la chimenea y les dijo cómo mantener el fuego unos días, ya que la tormenta de nieve no iba a parar. Cuando ellas le preguntaron por Anna, solo las miró, no habló y se fue. Era la última persona que la tenía que haber visto porque sabía que les faltaba leña. Aunque la buscaron durante semanas por el bosque y los alrededores, no encontraron una pista sobre ella. El temporal dificultaba las batidas y, cuando comenzó la primavera, la nieve derretida no descubrió nada. La investigación se centró entonces en el viejo cabrero, por ser el último que había tenido contacto con las tres víctimas, aunque se le intentó relacionar también con otras desapariciones anteriores, ocurridas desde hacía décadas. Celso se negó a hablar. Tenía la mirada ausente y solo murmuraba: «Fueron las náyades. Yo vi cómo se la llevaban y la arrastraron hasta el fondo. No van a parar hasta que las liberen».
Sonó el teléfono de Laura. Se separó un poco de Julia. Su rostro estaba muy serio, tanto, que hizo que Julia se quitase los cascos, extrañada de ver esa mirada en la cara de quien la había acogido esas últimas semanas.
—¿Es ella? ¿Seguro? —preguntó Laura con voz temerosa.
Colgó y abrazó a Julia.
—Está en el lago, mi amor. La tiró al lago. —Laura apretó más fuerte a Julia.

nayades 2Celso salió absuelto. Con el descubrimiento de los cuerpos en mitad del lago y los testimonios de especialistas, se demostró que, con el manto de nieve que cubría el lago, la temperatura del agua en el momento de las desapariciones, todas en invierno, y los testimonios que corroboraban que Celso jamás se metería en el lago porque no sabía nadar, no era posible que el cabrero hubiese podido agujerearlo, tirar los cuerpos ni tenderlos de forma simétrica sobre los troncos en la mitad del lago, unos abrazados a otros, como aparecía en las fotos que habían tomado al descubrir una docena de cuerpos, entre ellos, el de Anna y las dos noruegas, en un dragado extraordinario que se había ordenado por el tono verduzco que había adquirido el agua al descongelarse el lago. Tampoco se explicaban cómo los cuerpos no habían salido a flote. «Parecían estar dormidas, descansando en un plácido sueño», dijo uno de los buzos.

Al oír el veredicto, mientras salía de la sala, Celso se acercó a Laura y Julia y les susurró: «Las náyades ya son libres. Descansan gracias a tu madre».
Laura le puso los cascos a Julia y salieron del juzgado. Julia le agarró de la mano mientras iban hacia el coche y le dijo:
—Nos salvó. Tuvimos fuego y comida esos días gracias a ella. —Acercó su cabeza al hombro de Laura—. Seguro que ahora será una buena náyade. Ella velará ahora para que nadie sufra en el lago.

En ese momento, a cientos de kilómetros de donde estaban Julia y Laura, unas pequeñas ondas se agitaron en mitad del lejano lago pirenaico, inmerso en el valle que empezaba a recobrar los colores de la primavera. Era la sonrisa de agua de Anna.

 

Foto: Ophelia drowning, Paul Albert Steck.


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Beatriz Abeleira

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