La curva

No ha sonado la alarma del móvil. O quizás lo ha hecho, pero Verónica no la ha oído. «Llego tarde, llego tarde». Coge una manzana del frutero y sale pitando de casa.

Fuera, es de noche aún. La bolsa de lona con la ropa de trabajo se balancea al compás de sus pasos. «Que me espere, que me espere». No le ha dado tiempo a peinarse. «Ahora en el autobús me apaño». El pueblo está en silencio. Algunas luces se vislumbran a través de las ventanas. Verónica piensa en los que estarán levantándose y preparando ricos desayunos calientes, no su mísera manzana, que, una vez acabada, tira en mitad de la calle. Aprieta el paso hacia el final del pueblo. Las calles siguen oscuras. El ayuntamiento ha decidido ahorrar en alumbrado público. 

A lo lejos, Verónica ve las luces naranjas del autobús estacionado. Echa a correr de manera torpe porque la bolsa de lona le golpea en los muslos. Se para. Se la coloca sobre la espalda. Y contempla estupefacta cómo se marcha el autobús.

—¡Sebas, Sebas! —grita mientras corre hacia el final de la calle. Pero el autobús gira y desaparece de su vista.

Tira la bolsa al suelo y le da una patada. «Joder, ahora me toca ir andando». En el cruce por donde hace un momento se ha marchado el autobús, decide ir a la izquierda. Una carretera comarcal sale de allí, sin apenas arcén, pero Verónica sabe que hay poco tráfico y es menos peligroso caminar por ella. Además, tardará menos en llegar al bar de Xanín, donde trabaja. 

El camino se lo sabe de memoria. Más de una vez ha perdido el autobús de Sebas y ha tenido que ir a trabajar andando. Sortea los baches de la vieja carretera. Podría esquivarlos con los ojos cerrados. Lleva catorce años haciéndolo. «Tendría que comprarme una moto». Empieza a hacer cálculos de cuánto le costaría. Las cuentas no le salen porque Xanín le paga una mierda. «Bueno, menos paga a Ahmed». Ahmed es el cocinero del bar. Se encarga de los cocidos y de los guisos. Lo hace con tanta dedicación que va a encender la chimenea y las brasas antes de que amanezca. «Cocinar es amar, hay que hacerlo lentamente». A Xanín no le importan las pocas excentricidades de su cocinero porque, desde que este trabaja allí, el bar se le llena. Hay camioneros que desvían su ruta para comer allí. Las familias se reúnen los fines de semana y celebran sus fiestas atraídas por las buenas manos de Ahmed. Solo una vez Xanín se enfadó con Ahmed porque no ahorraba en gastos. Compró cientos de botes de legumbres en conserva para que no tardase tantas horas en hacerlas. A la mañana siguiente, cuando Xanín llegó al bar, descubrió desparramados y rotos todos los botes en la parte trasera que hacía de aparcamiento. Enfadado, pasó a la cocina a reñirle por lo que había hecho. No hizo más que entrar en la cocina y ver a Ahmed con el cuchillo jamonero en la mano, y decidió callarse. Cogió su furgoneta y fue a comprar las legumbres naturales. Desde ese día, los asuntos de cocina eran solo de Ahmed y Xanín se limitaba a comprar lo que él decía.

Verónica notó la fina lluvia que empezaba a caer. Aún le quedaban unos diez minutos de camino. La idea de comprarse la moto había pasado ya a dejar el pueblo y marcharse a la ciudad. Total, para trabajar de camarera con turnos interminables siempre habría oferta. Y el dinero seguiría siendo un problema. Estaba cerca del páramo. Una vez pasado, ya estaría en el bar. Dentro de nada amanecería y comenzaría la nueva jornada festiva, solo para algunos: no para los camioneros que paraban a desayunar el café especial de Xanín, sí para los cazadores que exageraban sus batallitas, también para las familias que llegarían al mediodía después de visitar los cementerios. Se presentaba un día excesivamente largo y cansado. Y suspiró.

A pocos kilómetros de allí, Ernesto viajaba en su flamante nuevo coche. Había cogido la comarcal 666 porque el GPS, que tan diligentemente obedecía, le había indicado que era el mejor camino para evitar los atascos. Con un poco de suerte, llegaría temprano a la ciudad y podría prepararse la reunión del día siguiente. Si lo hacía bien y al cliente le gustaba, ese negocio iba a salir redondo. Elisa y él habían planeado que el año siguiente era el indicado para ser padres. Ernesto organizaba todo en su vida, sorteaba los imprevistos y terminaba todos sus proyectos, aunque consistieran en ir a por el pan y volver en diez minutos. Su vida regulada podría resultar aburrida para los demás, pero a él le complacía. Reajustó el GPS y encendió la radio. La débil lluvia no le molestaba para conducir. La voz del locutor lo sacó de sus pensamientos: «Y un día más aquí estamos para escuchar vuestras experiencias con lo sobrenatural…». Ernesto decidió dejarlo. Él era un escéptico y no creía en esos temas, se burlaba de los que sí lo hacían. Le hacía gracia que siempre los testimonios carecían de testigos y buscaba cualquier explicación científica a los sucesos paranormales.

Verónica sigue por el arcén. De vez en cuando, mira para atrás por si viene algún coche y puede acercarla. Ya tiene el pelo mojado y se ha olvidado meter en la bolsa el chubasquero. «Me cambiaré allí». Pero recuerda que los baños están cerrados hasta que no venga la señora de la limpieza, que es la única que tiene las llaves. En la cocina no podrá hacerlo, porque Ahmed estará allí ya y no se lo va a permitir. Y contempla la posibilidad de hacer algún malabarismo y cambiarse tras la barra, pero vienen a su mente los ojos vidriosos de Xanín por su café especial y desecha la idea con asco. Al llegar a la curva del páramo, ve unos sotos bastante altos y decide cambiarse allí. No es la primera vez que lo hace. Se esconde y abre la bolsa de lona. Los pantalones de un blanco inmaculado se desdoblan. Los estira un poco con la mano y se los pone bajo la falda. Una vez puestos, se quita la falda y la guarda. Encima de la camiseta se coloca la chaquetilla blanca, con los botones del mismo color. Y cierra el ritual con el largo delantal, también blanco níveo, que va desde el pecho hasta casi los pies. Mientras recoge oye cómo se acerca un coche. «A ver si me lleva y me quito la caminata». Con las prisas, sale por entre las zarzas. El pelo mojado se le pone en la cara. En la curva las luces del coche la ciegan durante un momento. Mueve los brazos para darle el alto, no ve al conductor por los destellos de las luces. Verónica nota que aminora, pero de repente el ruido del acelerador y las ruedas salpicándola la dejan en la cuneta. Su largo mandil blanco ahora está manchado de barro por el bajo. «Cabronazo. Así se te pinche una rueda». Tampoco es la primera vez que le ocurre. «Será de ciudad, que son los que no paran». Se sacude un poco y retoma el camino. Ahmed la mirará con mala cara por las manchas. Los cazadores empezarán a darle por saco con bromas soeces. Y las familias la sacarán de quicio con los niños correteando y gritando. «Me espera un día cojonudo». Decide que en cuanto llegue tomará un café especial de Xanín.

Ernesto no da crédito. No se lo puede contar a Elisa, porque se reiría de él. Pero él sabe perfectamente lo que ha visto. Amanece ya. Cambia de emisora y pone una de música folclórica. «Joder, joder, joder». Al día siguiente, la reunión es un fiasco. No consigue convencer al cliente del producto estrella. Tampoco es que su apariencia ayude: ha dormido fatal y eso que el colchón era mullido, como a él le gustan. El despertador del móvil no ha sonado, aunque él está seguro de que antes de acostarse lo puso bien. No ha podido afeitarse ni ducharse porque llegaba tarde a la reunión. La cafetera del bar del hotel estaba rota y solo ha podido tomar un vaso de leche fría, porque el microondas no funcionaba. Por el atajo que su GPS le ha indicado para llegar antes a la oficina del cliente se ha encontrado un atasco de quince minutos porque coincidía con la entrada en los colegios. Y, en la presentación, las palabras salían trastabilladas y su voz temblaba.
Un desastre. Toca volver. Esta vez decide ir por la autovía. Llega a casa. Elisa, nada más verlo, ni le pregunta cómo ha ido, cosa que Ernesto agradece. 

Los meses han pasado y Ernesto no levanta cabeza. Se ha quedado sin trabajo porque ha metido la pata en varios proyectos. Elisa recogió ayer las últimas maletas. «No sé qué te pasa, pero no puedo verte así. Me voy». Pasa las noches en el sofá hasta que el sueño le vence. Dura poco, las pesadillas comienzan de nuevo. Se despierta sudando. En la tele, el programa del presentador con la voz inquietante. «Queremos escuchar vuestros testimonios…». Ernesto coge el teléfono y marca el número que aparece en pantalla. Una voz dicharachera le contesta. Ernesto duda un momento si hablar con ella o no. La mujer de blanco con el pelo empapado en la cara y aleteando los brazos le aterra. Por una vez, se deja llevar por sus emociones: 

—Vi a la chica de la curva en la comarcal 666. Y ahora mi vida es un infierno. Os voy a contar la historia. Hace meses, iba yo solo conduciendo de noche…


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

Relacionados

7 COMENTARIOS

  1. No sé: te sigo en este medio y me gusta lo que dices y cómo lo dices; casi que estoy enamoriscao de tus palabras.
    Pero, aunque concediéndote licencias en algunos casos, lo más paranormal de esta historia es que Verónica vista un mandil para ir por la carretera y no un chubasquero.
    El Ernesto es de poco fiar por sus flacas convicciones.
    Reescribe, por favor, porfa, porfa, la historia, que había empezado muy bien.
    Un cariñoso y nada lascivo abrazo.

      • Gracias a ti por pensar que soy capaz de darte ideas.
        Eres la autora y decides qué escribir, y demuestras que te gusta lo que haces, pues lo publicas.
        Esta vez, como digo, he tenido el irrefrenable impulso de contarte que esperaba algo más (y no me arrepiento, porque, como tú, he sido capaz de darle a «enviar»), pero no sé si podría contribuir (cambios podemos proponer todos los seres humanos, y más de uno), pues yo solo actúo de modo subjetivo: me gusta o no me gusta.
        Pero tú continúa, por favor, pues aunque alguna vez no seamos capaces de aprehender lo que quieres decir, otras te aseguro que he releído dos y tres veces alguna de tus postales.
        Antes abundantón t ahora me paso de extensión.
        De verdad, gracias a ti por la idea y otro cariñoso abrazo.

        • Pues le daré una vuelta para hacer una versión con toque gótico. Pero dame tiempo, 😉
          ¡Gracias! 🙂

        • Y gracias, de verdad, por comentar, porque escribir es un trabajo de equipo y, si los lectores no dicen nada, los que «juntamos letras» no aprendemos ni vemos los errores.

ESCRIBE UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img