Amnesia

Bárbara se despierta de repente. Tumbada, reconoce el pasillo de su casa: las paredes blancas, las lámparas de diseño noruego y el suelo de tablas de madera. No recuerda cómo ha llegado allí.

Mientras se incorpora despacio, se toca la cabeza inconscientemente, por si se ha caído. No nota ningún bulto ni hay rastros de sangre. Pero sigue sin recordar cómo ha llegado a dormir en el pasillo.

A duras penas, arrastra sigilosamente sus pies desnudos hacia el salón. A través de la puerta acristalada, ve cojines esparcidos por el suelo, las mantas que recubren los sofás se amontonan en el suelo. Y, sobre la mesa, dos copas de vino vacías y unos platos sucios.

«La cena con Ernesto». Pero no se acuerda de más. Se descubre una mancha blanquecina sobre el hombro de su camiseta negra. La huele y pone cara de asco. No sabe en qué momento de la noche se ha manchado. La cabeza le sigue dando vueltas. El dolor de piernas y brazos es inaguantable. Ni las lejanas noches de whisky y tequila le dejaban esa sensación de andar perdida.

Comienza a tener pequeñas ráfagas. Él, sobre su cuerpo, a horcajadas. Se ríe. Se ríen los dos a la vez. Ella le acaricia la rubia cabeza. Él le tira suavemente del pelo. A veces, parece que le quiere decir algo, pero las palabras no le salen.

Abre los ojos, aterrada. No sabe si sigue en el salón. Pasa decidida y busca su cuerpo entre los cojines y debajo de las mantas. Suspira. No está allí.

«En la habitación». Vuelve al interminable pasillo. Al final de este, una puerta de madera oscura está entreabierta. Piensa si es buena idea entrar, pero la duda le puede más. La primera tabla que pisa le recuerda que hay unas sueltas, no las ha arreglado y hacen mucho ruido. Sabe hasta con los ojos cerrados cuáles son. «Una, dos, tres… a la izquierda». Del baño sale un olor a vómito rancio. Lo reconoce, porque lo ha olido antes en su hombro. Decide seguir. «Un, dos, tres, cuatro, derecha». Ya va por la mitad. Sonríe; a pesar de estar tan cansada y dolorida, aún conserva un poco de frialdad para andar sin hacer ruido, de puntillas. Su madre le diría que era por las clases de ballet.

«Podría pedir ayuda a mamá». Ya estaría despierta. Una sola llamada bastaría. Vuelve al salón, pero, mientras se acerca al teléfono, piensa que su madre le va a decir que ya le había avisado, que no podía seguir así noche tras noche. Duda unos segundos en si coger el teléfono o no. Lo desconecta.
Vuelve al pasillo y juega a la pequeña rayuela que imagina que es el suelo. Sigue sin hacer ruido. Ya está delante de la puerta entornada. No oye nada. Le da miedo abrirla, sabe que a veces chirría. 

De repente, una mano le sujeta el brazo. No llega a chillar porque reconoce a Ernesto cuando se da la vuelta. Él la conduce hasta la habitación grande. Los dos, de puntillas y en silencio. «Y eso que Ernesto no fue a ballet».
Ernesto le quita la camiseta y le da una que saca del montón de ropa sucia que reposa en una silla. Bárbara sonríe, mientras los ojos se le cierran. Sigue sin recordar la noche, cómo ha llegado hasta el pasillo. 

«Ahora me toca a mí», susurra Ernesto. Bárbara ya no lo oye, bajo el edredón. Ernesto cierra la puerta.

Se asoma a la habitación del final del pasillo. Amanece y la luz se cuela ya entre los agujeros de las persianas. La pequeña cabeza rubia que anoche reposaba encima de Bárbara sobresale de la cuna. «Ay, vaya noches que nos das. Hoy es el turno de papá».

Mujer durmiendo, Lovis Corinth


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Beatriz Abeleira

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