Las verdaderas dos Españas

Todo comenzó hace tres siglos cuando Felipe V de Anjou ocupó el trono español después de una larga Guerra de Sucesión tras la muerte sin descendencia de Carlos II. Las intrigas venían de antes.

Luis XIV, abuelo del nuevo monarca, llevaba tiempo alimentando una intensa campaña de propaganda en las cancillerías europeas al objeto de recabar apoyos a la candidatura borbónica. En su relación de argucias para ganar aliados, el rey francés no escatimó esfuerzos para desacreditar a la dinastía de los Austrias.

El reinado de Luis XIV vivió en una bancarrota endémica. La misma que sus sucesores serían incapaces de superar y acabaría siendo unos de los detonantes de la Revolución Francesa. Pero los pavos reales piensan que lo importante es dotarse de unas espléndidas plumas con las que asombrar a los demás y a su propio espejo, sin importar quién las pague o simplemente si llegarán a pagarse alguna vez.

Salvador de Madariaga describió de forma sintética y acerada sutileza el desembarco Borbón en la corte española con certeras palabras que trataré de parafrasear y ampliar con libertina licencia:

Y llegaron las pelucas y los rostros empolvados.

Le faltó alguna referencia a la afición por aspirar rapé, aunque la principal revolución de entonces viniera de mano de las cortesanas y una modalidad sexual que en honor a su origen pasaría a la historia con el nombre de “francés”.

Siempre se habla de las reformas borbónicas. Jamás de la sorpresa del adolescente Felipe V y su camarilla de ilustrados al llegar a España y encontrarse una Hacienda saneada, mérito de un equipo de economistas de gran talla capaces de solventar problemas que, aún hoy, serían un desafío. Entre ellos destacó el joven conde de Oropesa, de quien nadie se acuerda; cometió el error de apoyar la causa austracista.

La guardia pretoriana del nuevo rey se encargó de ejecutar las instrucciones de Luis XIV al pie de la letra: Desacreditar a los Austrias, lo que implicaba hacer desaparecer cualquier señal de eficiencia de los mismos. La dinastía recién llegada debía legitimarse. Qué mejor forma que despreciando los logros de sus antecesores. Tarea nada fácil. La anterior dinastía había construido el imperio más envidiado y codiciado por el resto de las potencias. Ahora la sala de mandos estaba en Versalles, y el poder, cuando se ejerce con determinación, es capaz de conseguir cualquier cosa.

Nunca los llamados ilustrados franceses soñaron con la posibilidad de atacar a la Monarquía Hispánica desde dentro, controlando sus instituciones, haciendo y deshaciendo a su antojo según deseos del inquilino en bancarrota de Versalles. No desaprovecharon la oportunidad.

Las nuevas reglas fueron claras, y quienes aspirasen a hacer carrera en la nueva etapa deberían asumir el relato oscurantista de la ilustración gala, la auténtica guardia de corps borbónica, encargada de implantar su relato de la historia y conseguir lo que hoy llamaríamos la hegemonía cultural mediante la implantación de la corrección política dictada por la nueva casa real y sus plumillas bien pagados. Y ¿la verdad? Hablamos de poder ¿Desde cuándo al poder le ha importado la verdad?

Así comenzó la enorme influencia francesa en España.

La adhesión a la corrección política borbónica fue imprescindible para el reconocimiento social de las altas esferas. Francia, enemiga tradicional de España, conseguía a través de la influencia de su “paquete cultural” determinar una visión de la historia acorde a los intereses de su rey. Recordemos que la política exterior hispana llegó a dictarse desde Versalles, y la extensa red diplomática y de informadores trenzada durante siglos, desde las conquistas de la corona de Aragón, fueron seriamente afectadas, cuando no desmanteladas. Es fácil imaginar el daño causado a la imagen del Imperio Español y el desconcierto de unas élites que terminaron por aceptar lo que la nueva situación les demandaba.

El pueblo español observaba el proceso con perplejidad, desconfianza y sarcasmo. A quienes se dejaron llevar por aquella contaminación el pueblo liso y llano los llamó afrancesados. Calificativo siempre despectivo, nunca de admiración. Mientras para las élites acomodaticias el afrancesamiento era una necesidad de supervivencia, para el pueblo, un afrancesado era un cursi chaquetero y, sobre todo, un vendido.

Ese fue el momento histórico donde el pueblo comenzó a perder el respeto por sus élites y se creó una brecha que no dejaría de ahondarse.

La historia de España que hemos heredado la escribieron los franceses, ingleses y alemanes, o españoles plagados de adherencias de la impronta afrancesada; algo parecido a lo que podrían escribir en un futuro los niños adoctrinados en colegios catalanes o vascos.

Esta historia ha tratado de invertir la explicación de los hechos, tachando al pueblo de inculto y oscurantista y a los afrancesados de antorchas de luz y progreso.

La ruptura entre el pueblo y su dirigencia se hizo patente en la invasión napoleónica. Para justificar a los partidarios de esta última, los mitos y el desprecio contra el común de la gente se volvieron aún más virulentos.

Los afrancesados y sus descendientes ideológicos dieron a luz un relato mítico donde el pueblo llano estaba manipulado por curas incultos y fanáticos. Suele olvidarse que en la jerarquía eclesiástica había una importante facción de afrancesados que recibió con alborozo a Napoleón. Confiaban que su fama de militar hábil conseguiría domeñar a un pueblo creyente, sí, pero poco meapilas. Personas difíciles de embridar que no se casaban con nadie, como luego comprobaría el propio ejército francés.

El afrancesamiento eclesiástico sólo decayó cuando el ejército napoleónico comenzó a saquear las iglesias a su paso y sus ilustrísimas advirtieron que de no cambiar su postura podían acabar colgados, como las autoridades remolonas en sumarse a las declaraciones de guerra contra el francés que corrían como la pólvora.

El alto mando militar no movía pieza. Ese pueblo tachado por los ilustrados de analfabeto y manipulado por las sotanas en vez de quedarse en casa a quejarse buscó fórmulas creativas para enfrentarse a un enemigo enormemente poderoso, y surgió esa genialidad operativa llamada guerrilla.

La guerrilla no nació en las academias militares. Fue fruto de la sabiduría y perspicacia aplicadas a la acción directa de un pueblo con gran capacidad resolutiva; es decir, acostumbrado a solucionar por sí mismo los inconvenientes cotidianos.

Al pueblo no le quedó otro remedió, pero tampoco dudó -de ahí su gran mérito y valor- en recoger la bandera de la soberanía y dignidad nacional que sus élites dirigentes estaban dejando pisotear como si fuera patrimonio exclusivo de ellas. Élites incapaces de encontrar un mejor futuro para España que convertirla en una provincia francesa.

Las dos Españas machadianas, tan recurrentes, son un mito alimentado de tópicos negrolegendarios.

Sí, existió y existe una desafección entre la gente corriente y unas élites sociales que dejaron de ser respetadas hace demasiado tiempo. Quizá el mito democrático haya servido para suavizar el desencuentro al creer el pueblo que el voto transformaría en virtuosos a seres humanos pertenecientes a los tradicionales grupos de interés de las élites de siempre, se autoproclamen de izquierdas, derechas o cualquier otro mito ideológico.

Desafortunadamente, la realidad histórica fue sustituida por una serie de acontecimientos míticos.

El afrancesamiento por supervivencia, del principio, se volvió acomodaticio e indolente, renunciando al papel que toda dirigencia debe asumir en una sociedad. La indolencia devino en colaboracionismo y éste en traición más o menos enmascarada.

Los afrancesados de entonces son los europeístas de hoy. Ambos carentes de un mínimo espíritu crítico que racionalice su adhesión inquebrantable.

Los primeros, felices en su día de hacer de España una provincia francesa; los segundos, de disolverla en el magma corrupto de la UE. Ambos, renunciando a ejercer la responsabilidad de toda élite: Iluminar el camino del resto en interés de la Nación y del Estado al que pertenecen. Unos y otros, despectivos con la historia y logros de sus antepasados y comprometidos con la minusvaloración del idioma español, fomentando, por abajo, la cooficialidad de las lenguas regionales, mientras, por arriba, mediante la seducción ciudadana, dosificación mediática y legislación educativa, imponen de facto el proceso de una futura cooficialidad del inglés con el objetivo de hacer irrelevante el papel mundial del español, única lengua occidental con relevancia y potencial geopolítico, además del propio inglés. Por esto, precisamente por esto, frenan su empuje en vez de desarrollarlo, como harían unas verdaderas élites servidoras del bien común, de su gente.

El carácter depredador de lo propio, de lo que es de todos, se ha vuelto a manifestar el pasado 21 de Mayo, durante las sesiones de inicio de la XIII legislatura.

Que la presidente del Congreso, la Sra. Batet, diera como bueno el juramento de los miembros de ERC y JxCat: “por lealtad al mandato del I de Octubre y al pueblo de Cataluña”, define a las claras el grado de corrupción institucional vigente.

Corrupción sin ambages, fruto de la descomposición de unas antiélites cuyo actuar abona, una y otra vez, la licuación de España.

Su corrupción es tal, que no se inmutan ante sus mentiras descaradas, capaces de recurrir a cualquier fraude para consumar su traición, si fuera necesario.

Los mariscales franceses informaban a Napoleón sobre su error con los españoles. El sire pensó que desactivando a los reyes y al primer nivel de la organización del Estado, España dejaría de existir.

No contaron nunca con que, durante siglos, se había tejido una red de instituciones intermedias y de carácter local con una fuerte autonomía operativa. Esa tupida telaraña, para sorpresa de algunos, se había desarrollado durante el denostado Antiguo Régimen. Al estar habituada a resolver problemas poseía una iniciativa natural para enfrentarlos; a su vez, compartía un poderoso sentido de pertenencia a la nación histórica –la nación política nacería con la Constitución de Cádiz-.

Bastó con que los alcaldes de una pequeña aldea madrileña, Móstoles, declararan la guerra a Napoleón, para que el resto de las organizaciones locales del país se sumara a la sublevación.

Leer los bandos que empapelaron España llamando al levantamiento contra el francés nos da una idea de esa pertenencia consciente. Como ejemplo, el de las juntas de Vizcaya, donde no se limitaron a llamar a los vizcaínos, se dirigieron a los castellanos, catalanes, gallegos, asturianos, andaluces, etc., para que actuaran como españoles que eran todos y expulsaran al invasor.

Y se levantaron; y lo hicieron en contra de las autoridades de rango superior; y a falta de ejército regular, por el sometimiento de sus jefes al mando francés, surgieron los guerrilleros.

La Nación histórica, trenzada durante siglos, tomó las riendas de una forma

creativa y práctica a la vez, sin necesidad de complicados manuales de procedimiento. Pasaron a la acción; así de simple.

No me cabe la menor duda de que eso volverá a suceder.

Los tiempos son otros, y diferentes habrán de ser las soluciones creativas. Pero el pueblo pondrá en su lugar a estas élites traidoras, corrompidas y corruptas, que mediante sus imposibles promesas tratan de atraer adeptos, corrompiendo su voluntad o aprovechándose de su buena fe.

Efectivamente, hay dos Españas: la de las élites corruptas y corruptoras y la del pueblo.

Como suele decir Mª Elvira Roca Barea, propuesta para el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, cuando observamos la pirámide de población ordenada por niveles jerárquicos, si nos quedamos con el tronco superior es fácil echarse a llorar. Ahora bien, de ahí para abajo, en general, España es una maravilla. El peligro, añado yo, está en que ese tronco trata con denuedo de corromper al resto con la finalidad de que nos enfrentemos en su nombre; hasta ahí llega su corrupción.

Entre nosotros no hay enemigos. No los debe haber. El enemigo común lo tenemos sobre nuestras cabezas, intoxicándonos por tierra, mar y aire.

No son la crema de nada. Son mugre parasitaria, mentirosa y sin escrúpulos.

Hay que poner en marcha soluciones creativas, adecuadas a nuestro tiempo.

Sin tapujos
Marcelino Lastra Muñiz

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6 COMENTARIOS

  1. Muy buen artículo Marcelino.

    La Nación española nace con la invasión francesa, y oficializa en la Constitución de 1812.

    Te doy la razón totalmente, nuestras élites son muy malas, y es representativa de una minoría que es como ellas.

    La mayoría se resigna.

    Estamos en una PARTITO-CRACIA y es tal la perversión que provoca en la Democracia, que al final la decisión de gobernar con estabilidad no depende como en otros países de una segunda vuelta, sino de acuerdos a puerta cerrada entre ellos.

    El consenso, el acuerdo, y el diálogo son eufemismos de lo que en realidad es el rodillo, el negocio, y la imposición.

    Este sistema está apoyado totalmente en una cultura de la MENTIRA.

  2. En realidad, el oxígeno de las ‘dos Españas’ no son las diferencias ideológicas ni la existencia de conflictos entre las partes. El oxígeno de las ‘dos Españas’ es la voluntad de resolver dichas diferencias mediante la victoria total, anulante, aplastante, sobre el contrario.

  3. Interesante teoría Don Marcelino, incluso es posible que hasta cierta. Digna de que se hicieran estudios profundos al respecto.

    Simplemente apuntar algunos aspectos:

    1/ En Francia tuvieron a los Borbones, luego su revolución y guillotinas, la República y Napoleón.. etc.. el hilo conductor fue, siempre, esa necesidad de darnos por saco a los españoles y a España. Lo mas lamentable ha sido el grado de colaboracionismo que desde aquí se ha tenido con los franceses.

    Hasta tal punto que una monarquía absoluta y católica (la nuestra) estuvo completamente amancebada con una post República revolucionaria que había guillotinado a sus reyes y había hecho masacres/genocidios como la de la Vendeé. Eso ocurrió a finales del XVIII y principios del XIX.

    De hecho y hasta tal punto que en la batalla de Gibraltar contra los británicos íbamos de la mano de los franceses.

    Ni le comento todo lo que pasó en América cediendo territorios a los Borbones franceses durante el XVIII, cómo con la Luisiana ..

    Ya en el XIX es necesario volver a insistir en cómo desde una Republica (Francia) se colabora con una monarquía absoluta (entonces no tan absoluta ya que regía la Pepa) para que involucionase, 100.000 hijos de San Luís mediante.

    Es decir, en Francia tenían muy claro (independientemente de quien mandase) cuales eran sus intereses, y sus élites se aprestaban a ello, mientras que en España parece lo opuesto.

    2/ Con todo se podría haber aprovechado algo de ese afrancesamiento, tomar lo mejor en vez de lo peor. Pero fue al revés. En Francia no hay un problema vasco y tampoco uno catalán, ni problemas con lenguas de 2ªB.. aquí si. Lo mejor de Felipe V fue su decreto de nueva planta, y que se comenzaban a eliminar nuestras fronteras interiores.

    3/ Habría que incluso ir mas atrás de los Borbones.. y llegaríamos a las revueltas castellanas contra Carlos I.. para empezar a hacerse una idea de donde viene ese desapego del pueblo contra las élites. O mas bien de las élites locales contra las importadas.

    Sería necesario analizar por qué, quienes y cómo, hundieron desde dentro la Escuela de Salamanca.. que habría podido dotar entonces de un cuerpo intelectual, mucho mas potente que el ilustrado francés, a nuestra conquista.. y que habría servido de la nación tuviera esa brújula y mapas .. que usados por una élite nos habrían dado la fuerza necesaria para no depender de poderes foráneos. Entonces fue el Vaticano.

    Por desgracia sin el Vaticano debilitando nuestro catolicismo primigenio, cómo termitas, no habríamos sido tan enclenques para aceptar sin mas a esos Borbones tan vendidos.

    Un cordial saludo

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