El cantil del Diablo (1)

Un relato de Manuel Valero.–  Pino Suances vivía en un faro. Tan al borde de la tierra y tan al inicio del mar que parecía que fuera a desprenderse de la costa y plantarse en medio del océano cuando arreciaba la galerna.

Sin embargo cuando el mar se pasmaba de nuevo en la inquieta calma de las olas someras, el faro siempre resplandecía de nuevo tras el desgarro de la bruma con la tibieza húmeda del sol durante el día. Durante la noche era un ojo amable que servía a los barcos del horizonte como guía orientador.

Pino Suances se fue a vivir al faro con la sola condición de mantenerlo vivo durante el día, y despierto por la noche con su amarillo ojo cansino y reiterativo girando los grados de la circunstancia como un destello gigante al borde de un paraje llamado Cantil del Diablo. Eso le pusieron los romanos, o al menos, eso recogían las crónicas recopiladas de la historia de la comarca. Llevaba seis años en plácida soledad, revisando los cacharros, los cables, las bujías, limpiando el habitáculo que le servía de vivienda y baldeando la escalera de peldaños de cemento recubiertos de robusta madera. Habitualmente bajaba al pueblo a por víveres, aunque él tenía a mano una suculenta despensa con jamón y otros embutidos artesanales. Incluso había construido un horno de leña para el pan fuera del faro a pocos metros de la puerta principal.

Tomó esa decisión durante una procesión borrascosa que lo mantuvo sin pan durante una semana, recluido en el «ojo bonito» como llamaba él al faro que le servía de morada y le daba todo cuanto quería: el mar, la soledad, el aire de salitre, los prados aéreos y costeros y los caminos que serpenteaban por el paraje y lo marcaban tenuemente como correajes. Nunca había visto alterada la rutina desde el primer día que puso el pie en el Faro del Cantil del Infierno. Nunca. Hasta aquella tarde que se sentó en una roca que parecía su trono de tanto uso, encendió la pipa y sorbió un buen trago de brandy. Vio algo abajo, en las rocas que emergían sedosas tras el bruñido perpetuo del mar. Entrecerró los ojos para ver mejor y se dispuso a bajar. A medida que descendió por un abrupto camino a cuyos lados había extendido por tramos una soga atada a estacas de madera como pasamanos, se hizo más patente que lo que había allí abajo, recostado contra una pared de roca, era el cuerpo de una mujer vestida con un vestido blanco, como de novia, con el rostro trazado por restos de algas y mechones de cabello que le cruzaban el rostro y se lo tapaban.

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1 COMENTARIO

  1. Bien es cierto que los faros han estado siempre asociados con lo misterioso y lo trágico por encontrarse en lugares aislados y escarpados y por ser testigos con frecuencia de cruentos naufragios. 
    En torno a ellos se han tejido multitud de leyendas, que se funden con la realidad. Muy interesante. Estaremos atentos…..

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