El cantil del Diablo (3)

Un relato de Manuel Valero.- Fue apenas un pestañeo, el ínfimo fragmento de un segundo pero el tiempo suficiente como para que Pino Suances se percatara de la desolación de la mirada de aquella extraña muchacha que había aparecido varada contra las rocas, con el rostro grisáceo del frío, vestida de aquella manera, con un vestido blanco que parecía de novia.

De repente el farero sintió como si un látigo lo restallara desde las tripas y presintió que la tranquilidad que había gozado desde que tomó la determinación de vivir en el faro a cambio de su mantenimiento y un modesto sueldo se le iba entre las manos como la arena de la playa. La chica estaba desnuda bajo la manta, bebió la sopa con apetito atrasado y le dirigió el cuenco al farero para que le echara más caldo. Parecía una sacerdotisa. ¿Una sacerdotisa? De nuevo el farero solitario se estremeció. ¿Por qué? No supo dar la razón pero se estremeció. Pensaba demasiado rápido, especulaba sin parar, miraba a la chica para deducir cosas y ya no tuvo duda de que nada sería igual. Ahora se preguntaba perplejo por el extraño hallazgo de la muchacha y por cuanto pudiera despertarle la curiosidad, que era todo. ¿Quién era? Por qué estaba allí? ¿Cómo se llamaba? ¿Tendría familia? Parecía joven, saludable y era de una belleza casi sobrenatural que Pino Suances descubrió de un solo golpe cuando la chica se apartó el cabello después de beber un segundo tazón de sopa y dejó libre el perfecto ovalo de su rostro, las cejas delineadas, los ojos grandes y marrones como pellizcos de miel, la nariz exacta en su linealidad y perfección y sus labios grandes y carnosos. Junto a la comisura, en la mejilla derecha tenía un diminuto lunar y el cabello, ya seco, adquirió un tono cobrizo que Pino Suances achacó al resplandor amarillo de la lumbre. Se había hecho de noche. El farero le recogió el tazón de las manos. La muchacha negó con la cabeza a la petición de Pino de un nuevo trago de caldo. 

-No tengo ropa de mujer pero puedes ponerte algo para dormir. Yo dormiré en otra habitación, arriba, justo sobre este techo. Mañana iré al pueblo y te traeré algo de ropa.

La chica asintió con la cabeza, se había sentado en la cama y recogido las piernas bajo la manta. Una imperceptible sonrisa se le hizo en la cara y el gesto se hizo amable de gratitud.

-Me gustaría que… que me contaras… Bueno… como has llegado aquí… Qué… que te ha pasado?….¿Cómo te llamas?- Le pregunto ya de una vez.
-Diana- dijo la chica y se removió para acomodarse mejor sobre el lecho
-Ellos me tiraron del barco…

El farero que estaba sentado en una silla junto a la cama, tratando de descifrar aquel acontecimiento inexplicable se levantó de repente con un gesto de perplejidad que lo hizo tartamudear cuando le pidió a la muchacha más detalles de lo que le había ocurrido.

-¿Que ellos te tiraron del barco? ¿Qué barco? ¿Quiénes son ellos? ¿Cómo conseguiste llegar hasta aquí?

La muchacha miraba el desencajado rostro del farero que la había rescatado y un poco más tranquila después de dar cuenta de dos buenos tazones de caldo, respiró aliviada y le contó a Pino Suances una historia aún más increíble que su propia aparición. Según le dijo, la tripulación del Remo Roto el barco de tres palos que bogaba a las órdenes del capitán Montalbán iba recogiendo a chicas sanas y atractivas que vivieran en los arroyos, en las esquinas de las ciudades, en las inclusas o en los conventos.

Las que malvivían a salto de mata eran secuestradas directamente, emborrachadas y narcotizadas con cloroformo para que no dieran jaleo, aunque a nadie le hubiera importado. De las que recogían de las inclusas y los conventos pagaban un precio y se las llevaban con la escusa de que en América les esperaba un mundo mejor y un buen destino.

-A mi me recogieron del Convento de las Hermanas de Cristo –sollozó perdiendo repentinamente el tono sereno en que le estaba relatando la historia al farero.

-¿Y qué pasó?

-Enseguida supe la verdad. Nos llevaban a una isla que aun no aparece en los mapas y allí nos sometían a todo tipo de vejación antes de sacrificarnos a la diosa Salona. Eso decían las otras chicas que lo habían oído de habladurías que estaba en la boca de todos … Todo se sabe… Lo de América y lo de trabajar en una casa noble o de dependienta en una tienda digna era mentira… ¿sabe usted?

-Tutéame, Diana, somos casi de la misma edad… Oh no, no te lo he preguntado… pero se te ve tan joven…

-Tengo veintidós años

-Vaya, casi acierto, yo tengo tres más que tú

La lumbre que tiraba en el hogar teñia la estancia de un anaranjado cálido que invitaba a disfrutar de una extraña dulzura. Pino Suances no quiso abusar de la confianza de su invitada y le pidió que durmiera ero Diana acabó de contarle la historia:

-A la noche con la primera luna llena lanzaban a una muchacha elegida al azar al mar para que los vientos fueran propicios y la deidad de esos endemoniados trajera los mejores vientos para una feliz y rápida derrota.

Temerosa de que me tocara a mi, me fui haciendo con pedazos de corcho que cosí en los bajos de la falda cuando me vistieron con ese vestido cinco días antes de la luna llena como señal de que yo era la próxima victima. Sé nadar, no creas, pero hay que descansar, ¿no?

-¿Pero cómo sabías hacia donde dirigirte? 

-Íbamos hacia el oeste, nadé hacia el este, en sentido contrario al rumbo del barco 

-Hablas de trozos de corcho en tu vestido…. en la falda… ¿Ellos no te ciñeron ada pesado para favorecer tu hundimiento?

-No. Tan seguro estaban de que nos ahogaríamos, tarde o temprano. Una mujer vestida en el mar… sola… ¿qué la puede salvar? Yo nadé, y descansaba, la falda flotaba con los corchos y me servía de balsa. Al final perdí el conocimiento después de 34 horas en el mar… Pero lo logre…

-¡Santo Dios!-exclamó Pino Suances.

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