El cantil del diablo (5)

Un relato de Manuel Valero.- Lo decidieron a la semana de convivir en el faro del Cantil del Diablo. Fue una decisión fulminante, porque después del prodigioso hallazgo de Diana, a Pino Suances toda la calma que había vivido en aquel lugar, a solas con su misma soledad, mirando el mar en todos sus estados de humor, limpiando el ojo de aquel cíclope para que desagarrara la niebla y se hiciera visible en la borrasca, mirando los atardeceres limpios sentado en su peña con un trago de brandy para espantar los fantasmas, todo aquello le pareció insustancial.

Todo cuanto ayer era calma y el dulce sosiego de los derrotados cambió bruscamente de color y ahora se le antojaba al farero una estúpida pérdida de tiempo. Era como si hubiera cogido un puñado de años y los hubiera arrojado al mar. La fortaleza que sentía aislado de la vorágine mundana le pareció un traje pesado y feo, pasado de moda. 

Pino le dijo que tenía una embarcación pequeña pero suficiente, de doce metros de eslora y cinco de calado, un palo y una vela, que manejaba con la destreza de un prestidigitador. 

-Iremos a aquella isla, le dijo.

Y Diana le sonrió un instante antes de regresar a su estado de temor crónico. 

-No, es mejor quedarnos aquí. 

Ella no tenía familia. La habían capturado en una fonda donde trabajaba hasta la extenuación por un sustento de miseria. No tenía pasado, ni personas que la recordaran ni a las que recordar. De alguna manera se sentía como una recién nacida después de su fuga del barco, su lucha denodada contra el mar y su deriva hacia el Cantil del Diablo donde la encontró Pino Suances, más muerta que viva. 

Pero al farero lo sacudió un ansia indomable de iniciar algo sin precedentes. La idea de aparejar la barca, poner rumbo al oeste hacia aquella isla ignota, invisible en los mapas y descubrir aquel misterio alucinante no lo dejó dormir. Aún paso una semana más. Diana ya tenía el aspecto de la belleza saludable. Había descansado, dormido, comido y bebido hasta que su cuerpo regresó a su lozanía natural. Era realmente hermosa. No quiero ir a ningún lugar, quiero quedarme aquí, contigo, puedo hacer las tareas que me mandes, no quiero ir a ningún lugar”.

-¿Pero y esas desdichadas? Tenemos que descubrir dónde está isla y salvar a esas desgraciadas de su horrible destino…

Diana lo miró, le sonrió y con ese gesto sutil que le abrillantó los ojos le dijo a Pino que estaba de acuerdo. El farero bajó hasta el pequeño malecón donde estaba amarrada la embarcación para revisarlo todo.

-Mañana al amanecer partiremos –le dijo.

Diana se levantó de la silla, se le acercó y le acarició la cara. Pino Suances la besó y ella gimió. El faro sudó de amor y esa noche lució como jamás lo había hecho, como si todas las luciérnagas del mundo se hubieran concentrado en aquel ojo, iluminadas por el amor intenso al que se entregaron los jóvenes.

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