El cantil del diablo (8)

Un relato de Manuel Valero.- Pino tomó la decisión definitiva. Le dijo a Diana que se preparara porque a partir de ese momento, el asunto de la isla quedaría resuelto… o no. Por un momento el farero calculó  el riesgo. En caso de ser descubiertos sería terrible porque posiblemente pagarían con su vida. Pero Pino no se arredró, ya había decidido qué era lo que pasaba en aquel lugar remoto.

Antes de que amaneciera, viró la ruta con la intención de circunvalar la isla y atracar en alguna cala o ensenada que estuviera lo suficientemente a resguardo. Y así fue, a pocos metros de la costa isleña descubrieron una profunda cala con una pequeña lengua de arena, rodeada de una profusa vegetación. A un lado, había unas rocas medio sumergidas en el mar que sirvieron a Pino de parapeto, pues dejaron el barco allí. Los dos saltaron al agua que los cubrió hasta el pecho y avanzaron con sigilo hacia la playa.

En el momento en que pisaron la arena una punzada de sol se alzó sobre al horizonte y comenzó a amanecer. Pino tomó la mano de Diana y corrieron hacia la selva para ocultarse. El farero exploró y descubrió una senda tan delgada como un hilo pero suficientemente transitable. La tomaron y siguieron andando y cuando apenas habían hecho doscientos metros oyeron un chasquido, se detuvieron y miraron hacia atrás. Vieron un hombre descomunal de dos metros de estatura, fornido como un tonel que ocultaba la cara con una horrible máscara. De inmediato, Pino y Diana se vieron rodeados por otros hombres.    

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