Humedades

No sabe desde cuándo lleva allí. Puede que días, tal vez semanas o meses. Nunca se fija en ese rincón. Nunca mira las paredes de la habitación. A lo mejor está ahí desde hace años, pero sus ojos de forma inconsciente se saltan siempre esa pared.

Nota que respira, los pequeños grumos bombean a determinadas horas, quieren despegarse del yeso que los retiene en la ya grisácea pared. Por eso no los mira ni los toca. Se cansarán alguna vez y dejarán de respirar.

Las paredes silenciosas son las que guardan la violencia más extrema, la que se calla, la que flota cuando miran cualquier programa absurdo de televisión o leen las noticias más dispares sin hablar el uno con el otro. Las paredes silenciosas se tragan los reproches de las miradas, el hastío de la rutina, la dejadez de sus vidas. A veces, uno intenta abrir la boca para romper el silencio que quedará aposentado durante días, semanas o meses, en el viejo gotelé. Pero las palabras no salen. Llegan hasta la boca para regresar de nuevo a la faringe, la laringe y esconderse en los pulmones, se convierten entonces en secretos que jamás se contarán o en confidencias que expiran a medianoche. Y allí se enquistan en el callado corazón, que bombea agónico, igual de lento que la pared que ahora contempla.

Ha decidido quitarla. Con mucho temor, raspa despacio, con sumo cuidado. Solo quiere eliminar lo que la pared quiere escupir, lo que no soporta ya el yeso que contiene sueños incumplidos y pasiones contenidas. A medida que esa parte de la pared va quedando lisa, piensa que no quedará igual. Rectifica: «No quedará como antes».

Rasca más rápido. Conforme lo hace, va viendo cómo la callada habitación se inunda de los sueños aparcados, del frenesí de los comienzos, de los anhelos escondidos. Ya no puede parar. Sigue raspando frenéticamente. Ya está lisa.

La puerta de la casa se abre.

—Ya he llegado.

—Estoy aquí.

Sabe que está ya en la puerta de la habitación. Ahora puede oler su perfume porque la pared no lo atrapa. Siente que un brazo le rodea la cintura.

—Pintaremos en primavera.

—Sí.

—O lo dejamos así.

—Sí.

Los dos contemplan la habitación. Ahora es más grande, más blanca, huele a futuro incierto, a emoción imprecisa. A ellos dos. Juntos. Ahora ellos son más pequeños. Han soltado los secretos y reproches, las desidias y los artificios, las palabras siguen su camino, las risas y los besos rebotan en las paredes para acabar en los labios.

Por fin, la pared respira. Ellos también.


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Beatriz Abeleira

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