El año que no fue – Capítulo 7

El verano llegaba a su fin y Max se estaba preparando para bajar al pueblo a participar de las fiestas. Miraba el armario sin decidirse por alguna camisa que realzara el rubio cabello. Contempló el torso desnudo en el espejo. A sus cuarenta y cinco años se conservaba estupendamente. Su trabajo le costaba. Era muy disciplinado. Siempre lo había sido y esa disciplina lo había llevado hasta allí, a ese pequeño pueblo escondido entre el monte y el mar en el norte de España.

                Abrió la otra puerta del armario y sacó su uniforme. Lo estiró encima de la cama. Después, se vistió con él. Con sumo cuidado, se cerró la chaqueta, se ajustó el cinturón. Sacó la MauserHSc del fondo del cajón de los zapatos. Todo bien colocado, centrado. Perfecto. Para pasar revista. Cerró los ojos y se transportó a aquellos años donde su voz era el mando único. Se puso las manos en la cintura, recto, con la cabeza bien alta, y recordó el terror en las miradas de los prisioneros, los llantos silenciosos de las mujeres ultrajadas y la admiración de sus soldados. El uniforme y el arma eran su único equipaje,la vida anterior de la que jamás quería desprenderse.

                Se sirvió una copa de aguardiente. Le gustaba ese licor que había probado en el bar de aquel pueblo. Le rascaba la garganta. Se sentó en el sillón frente a la chimenea. Recordó las semanas en Col du Diable, con el sol abrasador de día y las noches gélidas. Logró atravesarlo, aunque le habían dicho que era una locura llegar a Francia por ese camino, que moriría en el intento. Para él, no había nada imposible. «Disciplina», reiteró. Paladeó de nuevo el aguardiente casero.

                Pero el maldito Junot no había cumplido con su parte y tuvieron que alargar la estancia. Iba a estar solo un mes en ese pueblucho francés. Junot había falsificado y engañado al pueblo con la llegada del nuevo sacerdote. Unas semanas antes el obispo le había dicho en una cena que hasta octubre no mandarían a nadie. Los contactos para llevarlo a España no daban señales de vida. Cuando llegó el joven Adrien a Porte Sommet, se extrañó de que ya hubiera alguien destinado un mes antes. Y, como joven precavido, quiso preguntar al obispo. Pero, gracias a los flirteos de Junot con la señora Moulian, pudieron interceptar las cartas y falsificaron las respuestas. Todo iba bien hasta que… hasta que la pelirroja polaca lo reconoció.

                Echó un trago más. De todos los pueblos de Francia llegó al que estaba una de las que había sido su prisionera. Él no la reconoció. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo que él recordaba era un saco de huesos con el pelo rapado y los ojos tristes, no la joven risueña que encandilaba a todo el pueblo. Fue la señora Moulian quien le avisó sin saberlo. En una de sus tertulias después de misa, comentó que la joven había estado prisionera en Belzec durante la guerra. Y él, que añoraba torturar y sembrar el terror, decidió observarla más de cerca. Esa coincidencia, haber compartido campo, cada uno en un lado de la valla, despertó su instinto cazador. Se confió en su genial disfraz: veinticinco kilos de más y un acento francés alsaciano perfecto. Lo único que no podía disimular era el color de los ojos, pero no era nada anormal. Se inventó una historia sobre un abuelo francés, que era del que había heredado esa anomalía. Se encargó de repetirlo tantas veces a voces en el bar de Climent, que parecía ya natural, y no le daban más importancia. Y era difícil que le reconociera porque él nunca bajaba a los barracones donde estaban los niños. A las que mandaba llamar para uso personal las enviaba justo después al tren. Solo una vez, recordó, había perdido los papeles con una de ellas, que se negó a ir y clavó unas tijeras a la oficial. Como esa actitud no la podía permitir en su campo, fue al barracón y se llevó a rastras a la mujer que había atacado a la oficial. Tenían que saber quién estaba al mando. Pero la muy zorra le escupió en cuanto pudo levantarse. Tenía valor. Mientras se limpiaba el escupitajo con la mano, se excitó mucho al pensar en cómo iba a resolver esa insumisión. La disciplina era su premisa. Allí mismo sacó su Mauser y le disparó en la cabeza. Mientras recordaba la escena, acarició la culata.

                Se sirvió otro vaso de aguardiente. «Si Junot hubiese cumplido con su palabra…», reflexionó. Pero el médico era un botarate y ya no pudo realizar el traslado a Pirineos hasta marzo. Con la nieve era imposible salir de la comarca.

                Empezó a sospechar del padre Adrien y de Gretta cuando los veía juntos en el bosque. Llegaban hasta el claro y allí pasaban las horas. Él se escondía e intentaba acercarse para escucharlos, pero era imposible. Al principio, pensó en una historia de sexo. Total, eran un hombre y una mujer. Él seguía ejercitándose en la montaña, porque el paso de Pirineos también era complicado y no quería perder agilidad. Cuando subía a las rocas, en una gruta escondida, guardaba los jerséis de relleno que Junot le había dado para parecer gordo y la sotana, y practicaba un par de horas. Era imposible que alguien lo viera. Hasta allí no subía nadie, algunas veces la vieja de la cabaña, donde Junot le había escondido el atrezo cuando consiguió llegar, caminaba hasta el claro, pero no avanzaba más. Después, volvía, se vestía de nuevo y bajaba entre la maleza para salir poco antes de la cabaña. La vieja le veía pasar todos los días. Estaba loca. Le decía que ella no tenía miedo al diablo. Un día llegó a escupirle. Pero él no iba a permitir esas faltas de respeto, no. Se encargó de amenazarla y callarla. Robó las gallinas de uno del pueblo y las dejó degolladas y abiertas en canal en su puerta. La vieja entendió el mensaje, al menos hasta el último día.

                Pero aquel fatídico sábado él había tenido que acudir de urgencia a dar una extremaunción y, como no quería saltarse el entrenamiento, se acercó al bosque cuando estaba oscureciendo. Y vio allí sola a Gretta, entre los arbustos antes del claro. Estaría esperando a Adrien. Pero este no vendría hasta más tarde, porque le había colocado la misa de la tarde, el rosario y las confesiones. Debería haber ignorado su instinto, pero el placer de verdugo le pudo más. Se acercó hasta ella.

                —Buenas tardes, Gretta.

                La joven se sobresaltó al escucharlo. Se intentó levantar, pero él la retuvo en el suelo.

                —Suélteme o grito.

                El padre Auguste miró alrededor.

                —¿Quién te oirá?

                Ella empezó a gritar. Él le tapó la boca.

                —¡Cállate! ¿Sabes quién soy?

                Ella abrió los ojos consumida por el terror.

                —¿Sabes que conocí a tu mamá, querida? Era igual de maleducada que tú. Una insolente.

                Disfrutó al ver las lágrimas de Gretta. Se excitó de la misma manera que con su madre. Sabían hacer disfrutar a un hombre como él con sus gritos y su miedo.Gretta aprovechó que notaba cómo se relajaba la mano y le mordió. Él entonces la golpeó.

                —No llores. Ten valor. El valor y la disciplina forjan a las grandes personas.

                Ella seguía llorando y empezó a gritar de nuevo. Él entonces la golpeó repetidas veces. La cogió de la cabeza y se la estampó. El crujido del cráneo contra el suelo lo sacó de su éxtasis. Estaba muerta. Oyó a un animal moverse entre los arbustos. La cargó como un saco y la subió hasta la gruta. Después, se cambió de ropa y escaló. «Disciplina siempre».

                Esa misma noche el padre Adrien entró hecho una furia en la casa de la iglesia. No encontraba a Gretta por ningún lado. «Si le ha pasado algo, le juro que…», le gritó mientras el padre Auguste degustaba un faisán que le había traído el doctor Junot. Adrien salió a buscarla durante toda la noche. Al día siguiente, estaba puntual en el confesionario como todos los domingos. Nervioso, el joven miraba si Gretta llegaba. No tendría que haberlo hecho, pero ese día decidió confesarse antes de dar la misa.

                —Ave María Purísima.

                —Sin pecado concebida.

                —Padre, he pecado.

                El padre Adrien reconoció la voz de inmediato. Se quedó en silencio para que continuara.

                —¿Ha encontrado a Gretta ya, padre?

                El joven sacerdote le miraba a través dela pequeña celosía de madera. En la penumbra del confesionario, el ojo azul brillaba.

                —¿Sabe dónde está, Auguste?

                —Puede.

                —Tiene que decírmelo.

                —A lo mejor no está como usted espera.

                El padre Adrien quedó callado unos instantes.

                —Si aparece… muerta…

                —No aparecerá. Ya me absuelvo yo. —Se levantó y fue directo al altar a comenzar la misa.

                Disfrutó viéndolo tan nervioso, pero, cuando llegó a la casa, después de la misa, no se esperaba esa reacción. El padre Adrien iba hacia la habitación de Auguste cuando este abrió la puerta de la entrada de la casa. Subía los escalones de dos en dos. Se lanzó tras él y, a punto de llegar al piso superior, consiguió sujetar por las piernas al joven sacerdote y hacer que cayera. Forcejearon, pero Adrien no sabía luchar. Auguste comenzó a darle puñetazos por los dos lados de la cara, hasta que, como el día anterior con Gretta, cogió la cabeza y la estampó contra el suelo. El crujido que tanto le gustaba estalló. Y sin sangre, como había aprendido durante la guerra. Llamaban a la puerta. Se asomó tras las cortinas y vio a la joven maestra. La vio ir hacia el establo y volver. Bajó con prisa. antes de abrir, se arregló el pelo.La maestra lepreguntó por el padre Adrien. No sabía qué inventar, así que un lío de faldas le pareció una buena idea. Total, eran un hombre y una mujer desaparecidos a la vez.  Ya se encargaría él, en el bar de Climent, de adornar la historia. Cuando se tropezó con la maestra mientras trasladaba el cuerpo del joven sacerdote en la carreta aquella madrugada, se excitó de nuevo; por eso, paró. Ella, asustada por su secreto descubierto, y él, disfrutando de su divinidad criminal con un cadáver detrás. Le costó más subir con el cuerpo inerte del padre Adrien. Lo arrastró entre las rocas, tiró de los pies en algunos tramos y llegó con la cara completamente desfigurada. Las alimañas tendrían un festín. El rastro de sangre se enterraría en la nieve que comenzaba a caer.

                El sol se estaba poniendo. La fiesta empezaría al cabo de poco y Max decidió que era hora de vestirse. En ese pueblo del norte, no eran muy habladores, pero les gustaba comer y beber como a él. Solo daría una vuelta y después volvería a casa. Tenía que cumplir las normas. «Disciplina, siempre». Cuando Junot le dejó en aquel pueblo en la frontera francesa, le dio los papeles con su nueva identidad.

                —Sigue al pastor. Señaló a un anciano que llevaba una bolsa cruzada y lo esperaba en el inicio de un pequeño camino que conducía a la montaña. No hables con él. Tampoco le tienes que dar dinero. Va mucho en el sobre que te he dado en la plaza, junto a tu nueva identidad. Cuando atraveséis la montaña, te dejará en una cabaña y pasará a recogerte otra persona. En todos los sitios donde tengas que dormir o esperar, habrá comida y ropa para que te cambies. No hables con nadie. Si os encontráis a algún guardia, cuéntale la historia del alemán Friedrichmann. Aprendiste algo de español con el libro que te di, ¿no? Eso te servirá por si te paran.

                Ya no era el padre Auguste, sacerdote francés alsaciano. Era Maxwell Friedrichmann, un ingeniero alemán, hijo de judíos que había perdido todo en la guerra, y un industrial lo había contratado para un proyecto. El industrial era un teniente alemán nazi que, bajo un nombre falso también, había conseguido afincarse hacía unos años en el sur del país. Todos los papeles estaban en regla. Antes de marcharse, habían pasado por la casa de la iglesia y habían escondido todo lo que le relacionaba con el padre Auguste en un baúl, que Junot se encargaría de hacer desaparecer al día siguiente cuando volviese de llevarle a la libertad.

                —Te irán llevando en coches, caballos o a pie. Puede que algún trayecto lo hagas en tren, aunque es peligroso. Llegarás al oeste y allí te alojarán hasta que puedan meterte en el barco a Buenos Aires o Venezuela. Lo más probable es que viajes al Nuevo Continente en agosto. Hasta que llegue el momento, procura pasar desapercibido. Te darán una casa alejada. Recibirás más instrucciones cuando lleguessiguió explicándole Junot.

                Se fumaron un cigarro antes de despedirse.

                —Es curioso —dijo Junot mientras exhalaba el humo—, el camino que vas a hacer es la Ruta de la Rata. Escapáis como ellas. Este paso de Pirineos lo utilizaron en la guerra vuestros… —rectificó al momento— nuestros enemigos. Ahora nos toca hacerla a nosotros.

                —¿Cuándo te irás? —le preguntó Max.

                Junot lo miró sorprendido.

                —Nunca. Yo no tengo sangre detrás de mí. No tengo que huir de juicios de pantomima ni de sentencias de muerte. —Apagó el cigarrillo con el pie—. Solo escogí el bando perdedor. Y eso con el tiempo la gente de mi zona lo olvidará. Yo me encargaré de ello.

                Max bajaba por el monte camino al pueblo. Desde su casa solo tenía que coger el camino del faro y allí seguir el sendero que conducía al pueblo. Miró el mar solitario. El Alcántara había zarpado hacia Buenos Aires dos días antes sin Maxwell Friedrichmann como pasajero. «Todo final supone un principio», susurró al viento.

                En Porte Sommet, ese agosto estaba siendo especialmente caluroso. La señora Rideau había invitado, como cada domingo desde hacía unos meses, a Philippe a comer. La pareja jugaba a las cartas con ella en la sobremesa y después se iban a dar un paseo hasta el bosque.

                —Me ha dicho la señora Rideau que la señora Moulian alquila la casa de su hermana —dijo Philippe—. He pensado que podíamos irnos allí.

                —¿Sin anillo? —le contestó divertida Audrey. La señora Rideau le había dicho que no saldría de su casa para irse a otra sin anillo y boda.

                Philippe cambió de mano el bastón. Le aliviaba bastante el dolor. La siguiente operación la tendría en primavera y el cirujano era optimista con la recuperación.

                —Con anillo. Y boda. Con tu madre, tu hermano, mis padres, ¡qué remedio!, y la señora Rideau en la mesa nupcial.

                Los dos rieron. Chiffet bajaba por el sendero acompañado de otros gendarmes que peinaban la zona desde abril para encontrar los cuerpos de Gretta y Adrien. Un equipo de escalada les ayudaba, pero no encontraban nada.

                Chiffet los paró. Se limpió el sudor que le resbalaba por la frente.

                —Audrey, Philippe. Los tenemos.

                Audrey ahogó un grito. Se tapó la boca con la mano.

                —Estaban en una pequeña gruta, muy escondida. Desde fuera no se ve la abertura. Tienes que acercarte mucho para ver la entrada o conocerla muy bien. No me explico cómo consiguió subirlos hasta allí. Los dos cráneos están partidos de la misma forma. —Señaló atrás a los gendarmes que llevaban bolsas—. Nos quitarán el caso los de la Judicial, claro. Pero os mantendré informados de lo que me entere —les guiñó un ojo cómplice.

                Volvieron a casa abatidos. Audrey siempre mantenía la esperanza de que Gretta hubiese escapado por miedo y que, pasado un tiempo, se pondría en contacto con ella para decirle que estaba viva, escondida pero viva. Cuando llegaron a casa de la señora Rideau, se fue directa a la habitación. Salió con los zapatos de color verde agua puestos. Sacó del escritorio un papel y una pluma. Se sentó a la mesa del salón.

                —¿Qué vas a hacer? —le preguntó Philippe.

                —Todo final supone un principio. Vamos a salvar a más Grettas.

                Comenzó a escribir:

   Porte Sommet, 29 de agosto de 1950

   Confirmamos que el coronel Bamberger está vivo. Desde agosto del año pasado hasta marzo del actual, estuvo viviendo bajo la identidad falsa del sacerdote Auguste…

Beatriz Abeleira
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