Loosers

Uno de los rasgos del carácter español, a mi entender, es esa tendencia al derrotismo que se refleja en buena parte de la narrativa literaria desde hace siglos.

No me atrevería a decir a partir de qué momento o por qué circunstancia se instaló entre nosotros la idea del “que inventen ellos” que enunció Unamuno; el caso es que parece inspirarnos más confianza lo que se hace fuera de nuestras fronteras que lo que se hace aquí, para terminar cayendo en cierto complejo de inferioridad colectiva, que sería necesario admitir y asumir como punto de partida para revertir esta situación. Esta especie de moral de derrota anticipada, tras un paréntesis de unas pocas décadas – cuando por fin llegamos a formar parte del añorado y selecto club de países europeos, organizar unos Juegos Olímpicos, crear una red nacional aeroportuaria y otra ferroviaria de alta velocidad, llenar las costas de puertos deportivos y urbanizaciones, y mover dinero como nunca antes se movió en nuestro país – volvió a principios de este siglo, y aún sigue instalada entre nosotros. Por eso, nuestros éxitos internacionales solo son espejismos ocasionales (a menudo más individuales que representativos) que no alteran la cuestión de fondo. 

Si fuéramos orientales, entenderíamos más fácilmente los valores que la derrota aporta a la dimensión humana, como la humildad, la empatía, el afán de mejorar, de buscar nuevas oportunidades… Pero como somos españoles, lo que nos pide el alma es resignación cristiana, y reirnos una vez más de nuestras dolencias. Aunque sea recurriendo a tópicos, creo que es importante reconocer nuestra idiosincrasia colectiva, nuestras virtudes, nuestros defectos, para reconocer qué manifestaciones nos hacen diferentes de otras culturas. Porque no todas las culturas occidentales son como la nuestra, y porque en tiempos de incertidumbre, uno tiende a pensar que si el modelo propio fracasa, sea momento de cambiar por otro modelo más pujante. En este momento, ese modelo de éxito es el modelo norteamericano “WASP” (blanco, anglosajón, protestante).

En dicha cultura, el fruto supremo del esfuerzo y la razón de ser del individuo es lograr éxito social, el cual va ligado también al mayor incremento posible del poder adquisitivo y al poder de influencia sobre los demás. En una sociedad de pensamiento religioso tan arraigado, que cree que el bien siempre ha de triunfar sobre el mal, la victoria y la derrota en cualquier faceta tiene un componente moral. En consecuencia, el vencedor está en condiciones de ejercer cierto desprecio por el “looser”, el perdedor, el adversario. Éste es el fundamento del supremacismo “WASP”, racista y elitista. Llevada esta situación al ejercicio del poder, el oponente se convierte en enemigo, en cuya lucha por vencerle vale todo (crispación, insidias, mentiras, malas formas, juego sucio), pues nada legitima más el despotismo que la victoria. En cuanto se arroga en representante del bien, encuentra legitimidad en todos sus actos, aunque sean en favor de intereses clientelares a costa del beneficio público, ya sean económicos o medioambientales. Y cuanto mayor es el nivel en el escalafón, mayor grado de impunidad se adquiere. Finalmente, cuanto más alta es la subida, y más se manifiesta este modo de ser, más dura ha de resultar la caída. La soberbia no le permite concebir que él mismo se haya podido convertir en un “looser”: alguien que se haya sentado alguna vez en la Casa Blanca, puede tener la tentación de creer que, si una vez pudo tener un poder omnimodo, controlando desde el Tribunal Supremo hasta los medios de comunicación, nadie mejor que él ha de seguir ejerciendo el poder de algún modo. No sé de quién se estarán acordando ustedes, yo me estoy acordando de José María Aznar.

Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde

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