De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (14)

Un incómodo silencio se hizo de pronto entre aquellos dos antiguos judíos que se habían tornado en conversos por diversos condicionamientos. Uno por su mala cabeza y encontrarse atrapado en un callejón sin salida, sin tener crédito de sus compañeros de fe ni amigos que avalaran las deudas contraídas desde la muerte de su valedor; otro por los miedos que le suscitaron la reciente llegada a su ciudad del tribunal del Santo Oficio.

Fotografía de Fregenal de la Sierra (Badajoz), destacando su castillo templario (Fuente: Ayuntamiento de Fregenal de la Sierra)

Todo ello quedaba incluso personalizado en la figura de un religioso, que bien conocía aquel arzobispado sevillano. Era el mismísimo demonio para él. El inquisidor no era otro que el doctor en decretos don Francisco Sánchez de la Fuente. No suscitaba demasiados buenos recuerdos para Juan de la Sierra su aparición en Ciudad Real, aunque tampoco gozaba de las simpatías del otro compañero de aquel terrible tribunal, el licenciado en Santa Teología don Pedro Díaz de la Costana, inquisidor ordinario.

Aquellos temores impulsarían a llevar unos nuevos derroteros en torno a los cuales giraría el diálogo de Juan y el párroco. A pesar de la conversión de ambos, sabían el peligro que corrían por un futuro decreto de expulsión que provocaría la fuga de muchos de sus compañeros de religión, otros convertidos e incluso los que desgraciadamente debía perecer al no darles tiempo a elegir ni uno ni otro rumbo.

-Dime entonces, Juan. ¿En qué puedo ayudarte si ambos estamos sometidos a la misma amenaza?

-Verá, pater, un hábito siempre da más respeto a la hora de servir de carta de presentación a las palabras que uno pueda expresar. Las garantías de ser creíble entre los que son de mi sangre, y que me consideran ya un gentil, son más bien escasas, aunque la línea que une a una madre con un hijo, aquel cordón umbilical que se cortó físicamente al nacer es difícil que se rompa en realidad a pesar de las pruebas a las que se vea sometida su confianza. No puedo pensar en quién más podría ayudarme en tan difícil tesitura pues de mis familiares la única en la que ahora podría confiar es mi propia esposa, además de estar bajo mi responsabilidad el cuidado de mis dos jóvenes hijas.

-Veo que te encuentras en un callejón sin salida. No te queda otro remedio que convencer a tu querida madre de cualquier manera. Tampoco pienses en lo que le pueda lastimar, que siempre le dolerá mucho más cualquiera de sus hijos. Bien lo sé pues algunas de las chismosas vecinas de esta villa no han parado de ponerme al tanto de los pormenores de las hermanas María, Leonor y Elvira y todos aquellos que venían en su compañía. Además, tu madre no puede permitirse perder a nadie más de su familia. Ya ocurrió con Alfonso, tu padre, y no creo que quisiera que tú desaparecieras de su vida. ¿No lo crees así, Juan?- respondió el cura.

-No estoy tan seguro, pues sé que le reclamo demasiado a quien durante meses me llevó en su vientre. No le puedo exigir que renuncie a todo aquello que es parte de su ser: sus creencias, su fe. Pero no puedo hacer otra cosa, aunque creo que he sido muy brusco al pedírselo y tras ultimar algunos detalles para mi regreso, volveré a hablarle con ella para encontrar una solución más favorable. Espero que me escuche esta vez, pues mi vuelta ya no puede demorarse mucho tiempo más.

-Buena suerte, muchacho, y que Dios te proteja.

Tras estrechar la mano a modo de despedida, los pasos de Juan le llevaron a abandonar aquella sacristía, contemplando nuevamente las imperturbables imágenes de La Piedad o la Virgen con el Niño que habían sido testigos de su sorpresiva visita, y saliendo de aquel templo cristiano con la mirada puesta en la posada donde debía transcurrir la noche puesto que allí le estaban esperando su esposa y sus hijas. Tendría entonces que pensar muchas cosas al respecto pues su cabeza no paraba de darle vueltas a aquella difícil situación, aunque sabía que no le quedaba otro remedio que actuar con celeridad. Además, tampoco los familiares que en aquella villa frexnense se encontraban no estaban exentos de ser presa fácil de las garras de la Inquisición, por lo que sería cuestión de tiempo que también fueran perseguidos e incluso apresados por aquellos fanáticos religiosos.

Apenas unas calles más abajo, tras haber abandonado la conocida como calle de la Cinoja o Senoga, término con el que claramente se guardaba memoria de la existencia de una Sinagoga en sus proximidades en tiempos pasados, y pocos minutos después, Juan alcanzaba el portón de entrada de aquel mesón y se encaminó a la dependencia donde sus damas le esperaban deseosas de cualquier noticia favorable. El encuentro con ellas estaría lleno de amor y ternura. Beatriz, María y Leonor constituían el motor de su vida, aunque hubiese otra Leonor que ocupaba ahora la mayor parte de sus pensamientos, aquella que le había insuflado el ser y que era el principal motivo de preocupación en estos momentos.

-Amado mío, ¿cómo te encuentras? ¿Cómo fue todo con mi suegra, tu madre, doña Leonor? –inquirió preocupada su esposa.

-No demasiado bien, pues, y es sobre todo culpa mía, la situación se me fue un poco de las manos y quizás he provocado a mi madre un dolor asaz irreparable… aunque debo lograr convencerla para que nos acompañe de vuelta a Ciudad Real. Eso bien sabes que no es negociable, pues no tengo más remedio que llevarlo a cabo. La maldita Inquisición está al acecho y no dejará pasar más tiempo y menos aún que les falle en esta ocasión. Esto es solamente una prórroga del margen de tiempo que lograremos disponer sin que el cerco del Santo Oficio se estreche sobre nosotros o que vayamos directamente a la hoguera. ¡Bien sabes Beatriz que nosotros mismos asumimos la conversión y nos presentamos ante aquel maldito tribunal en el funesto día primero de octubre del año 83 yo primero, para confesarte tú misma al día siguiente y, aun así, muchos piensan que nuestra conversión no era auténtica e incluso entre nuestros antiguos compañeros de fe hay muchos que tratan de perjudicarnos! Pero ahora mi madre es lo que más importa en este momento, ya que tampoco aquí ni está ella segura, además de que ya nada aquí la retiene pues aquí nació mi difunto padre, ni todos aquellos que la acompañan o decidieron alejarse de Ciudad Real cuando aquellos fanáticos religiosos posaron su mirada inquisitiva sobre nuestra comunidad. Así que ya mañana o quizás pasado mañana trataré de acercarme a donde está viviendo y le pediré las cosas con más tacto, aunque entonces quizá no pueda evitar la reacción de mi tía María, qué sé que estaba con ella preparando el Shabat y quien tanto peso ha soportado sobre sus hombros a pesar de no gozar de los parabienes de todos los miembros que debían aún más que respetarla. ¡Ambas también corren peligro tanto aquí como en cualquier otra parte pues ya fueron quemadas en efigie en Ciudad Real tras haber huido y no asumir los riesgos de testificar ante los inquisidores como bien sabes! No sé, no sé, amada mía, ¿cuál llegará a ser su destino final? Descansemos ahora un poco, pues nuestro viaje ha sido largo desde aquellas tierras y aún no nos hemos repuesto de tan larga travesía. Sólo tienes que ver a las niñas como cayeron agotadas y el profundo sueño en el que se sumieron ningún ruido de esta noche sería capaz de despertarlas. –respondió Juan de la Sierra embotado ante la difícil encrucijada en la que se hallaba.

-Te doy toda la razón, querido. Leonor es una mujer que ha amado, ama y amará a sus hijos por encima de todo. Nunca renunciará a ese vínculo, aunque cuando nos vimos obligados a una conversión que no se la esperaba le provocamos un serio disgusto que con su huida no tuvimos tiempo de reparar. En cuanto a tu tía, esa ya será otra cuestión que debes tratar con más tacto que ternura, pues ha sido siempre una mujer con muchísima personalidad de ahí que a muchos de los hombres que ocupan cargos relevantes dentro de los judeoconversos de nuestra ciudad no les haya despertado muchas simpatías ese papel tan preeminente que ejerce, aunque otros como tu padre o el mismísimo Sancho de Ciudad sí se lo habían reconocido. Sé que ambas corren mucho peligro, estén donde estén, nosotros bien lo sabemos. Entiendo que ahora lo que necesitarías sería sosegarte para restablecer tus fuerzas y descargar la mente de los asuntos que tanto te inquietan, pero ahora mismo no, amor mío, pues se me está ocurriendo una idea mucho mejor –Beatriz, cariñosa, dulce, sensual, atrajo para sí al hombre de su vida. Estaba tranquila, pues las niñas se habían quedado rendidas desde el momento en el que llegaron a la posada y dormían plácidamente en una habitación contigua. Acercó sorpresivamente en ese instante sus labios a los de su esposo. Encajaron a la perfección como las piezas de un mismo artilugio, aquel que pondría en marcha el mayor de los placeres. Su contacto provocó que la temperatura del cuerpo de ambos comenzara a subir hasta despertar sus más bajos instintos. A pesar de que la cabeza de Juan no se hallaba en ese instante para muchas veleidades, su mujer lo conocía muy bien, demasiado bien. No podía dejar pasar una oportunidad así, pues tampoco sabría cuando tendría otra igual o si quizá fuese la última. Aquel hombre respondió como un cordero que iba directo al matadero ante la estratagema de una aún hermosa mujer, a pesar de que sus anchas caderas fuesen la muestra palpable de sus dos sufridos alumbramientos. Entonces la atrajo para sí y la estrechó entre sus brazos. Los ósculos fueron correspondidos en uno y otro sentido durante repetidas ocasiones. Las ropas de ambos poco a poco se fueron desprendiendo de aquellos maduros, aunque jóvenes, cuerpos dejándolos al descubierto. Ambos quedaron entonces desnudos, frente a frente, como aquella noche de bodas en la que se entregaron por vez primera. El camastro sobre el que darían rienda suelta a su pasión no era demasiado cómodo, aunque poco les importaba a los amantes en aquellos momentos. Ambos se hicieron uno y lo demás fue sólo cuestión de tiempo. La noche transcurrió entre aquellas sábanas y aquella hembra había logrado su principal propósito: su esposo, aunque sólo fuera por aquella noche de mutuo solaz, había logrado olvidarse del resquemor que el tenso diálogo mantenido con su madre le había llevado de vuelta al mesón con tan bajo estado de ánimo. Mañana sería otro día para resolver las cuestiones pendientes.

Mientras los nuevos huéspedes de Fregenal recuperaban sus fuerzas en aquella posada, en la iglesia de Santa Catalina, la otrora sinagoga, el antiguo zapatero judío que se había tornado en sacerdote cristiano, no paraba de darle vueltas a aquella situación que se le había presentado: el hijo de un gran amigo había recurrido a él para pedir su ayuda y no había sido capaz de prestar nada más que los oídos para escuchar la confesión de quien se hallaba en una encrucijada. Juan, el mercader, el hijo del trapero Alfonso González del Frexinal, su gran valedor, aquel que durante años le sirvió no sólo como consuelo sino como benefactor ante las deudas que contraía por su mala cabeza y su gran dependencia de la bebida. <¡Tengo que hacer algo para devolver parte de aquellos favores a esta familia! ¡Se lo debo a Alfonso, aunque me cueste esta nueva vida de sacerdote!>, pensó para sí.

Aquellos remordimientos por los que atravesaba el sacerdote le llevaron a perder la noción del tiempo y a no percatarse de que las sombras de la noche se habían adueñado de Fregenal. Además, el viento había empezado a soplar con fuerza, serpenteando por las calles y callejuelas de aquella villa, lo que llegaría a desembocar en un brusco cambio de las condiciones climáticas que se vieron cristalizadas en el comienzo de las primeras gotas de lluvia. <¡Vaya noche de perros que hace! ¡Mejor esta noche os hago compañía!>, expresó en el interior de aquel templo el otrora judío posando su mirada en las diversas figuras de los Santos y las Vírgenes de pinturas y esculturas que allí se acogían. Salir y volver a su modesta habitación, en aquellos tiempos que corrían, cuando ya se rumoreaba que en poco tiempo se daría escarmiento a todos aquellos que suscitasen dudas respecto a su conversión por parte del Santo Oficio, le condujeran a plantearse que la mejor decisión sería la de actuar con cautelas y, tras echar un ligero vistazo al desapacible tiempo que se adueñaba del exterior, atrancaría la puerta de la iglesia por dentro, con el fin de refugiarse aquella noche en la sacristía, lejos de las miradas de cualquier transeúnte o de cualquier posible ataque sorpresa. En esa inquietante hora nocturna ya no era necesario buscar ningún tipo de aventuras nimias lejos de la seguridad de aquellas cuatro paredes.

En una villa surgida de las cenizas de la fenicia Acinus, Acinipso, romanizándose el castro celta como Fraxinus y llegando a alcanzar el nombre de Nertobriga Concordia Iulia, que sería más tarde la ya Fregenal hispano–musulmana reconquistada por Fernando III el Santo con lo que se habría de convertirse en parte de los dominios del reino de Sevilla, sería donada más adelante a la Orden de Santiago y a la del Temple, aunque ya en aquellos momentos de aquel destemplado día nuevamente habría tornado a ser dependiente de Sevilla. En aquella población, donde se alzaba majestuoso el castillo templario que había sido construido sobre el solar de la alcazaba musulmana, y al que había quedado adosada la iglesia de Santa María, existía un auténtico caos jurisdiccional como consecuencia de su situación estratégica y de sus avatares históricos, llegando a pertenecer en aquel tiempo al Obispado de Badajoz en el plano espiritual, a la encomienda de la Orden de San Juan de Jerusalén y, en cuanto a lo terrenal, ya desde comienzos del siglo XIV regresaría al Concejo de Sevilla. Ajenos a toda esta amalgama de potestades, mientras el reposo nocturno restablecía las fuerzas y otorgaba un merecido descanso a sus moradores, las duras nocturnas horas irían transcurriendo hasta que el alba comenzase a vislumbrarse mostrando la cara de un nuevo día y los primeros campesinos, además de todos aquellos que tuvieran cualquier tipo de ocupación, pusieran rumbo a las tareas agrícolas y otros menesteres más mañaneros.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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