Una voluntad de hierro

El rayo indomable es el relato de la vida del inventor piedrabuenero, Mónico Sánchez en todas sus facetas, no solo la científica. El libro, en clave de novela, consta de cuatro partes, cada una de ellas iniciada desde el último viaje que hizo a Estados Unidos en 1946. En MICR  les ofrecemos parte del segundo capítulo cuando Mónico a bordo del barco Magallanes comienza a recordar su vida y se traslada a su infancia en Piedrabuena.

Hemos preferido continuar con la tercera persona del primer capitulo, la perspectiva omnisciente, para darle a la narración un carácter más objetivo que la subjetividad del monólogo de la primera persona.

El rayo indomable (fragmento del capítulo 2)

Los muchachos se bañaban en la tabla chica en cueros vivos entre chapoteos y risas. Buscaban ranas, cangrejos y peces diminutos que se les escurrían de las manos. Vivian la despreocupada felicidad de la pubertad entre bayuncos y juncales inventando cualquier travesura que olvidaban de inmediato con un baño alocado y hablaban de cosas de muchachos.

Sentados en la rivera sobre la que se remansaban los nenúfares, Mónico lanzó un matojo de hierba a las aguas someras del río.

-Me voy a ir del pueblo.

No miró a su amigo porque no era una ocurrencia de chiquillo que luego su madre le arrancaría de la cabeza, sino que lo dijo con la mirada perdida en la lámina de agua que con la incipiente declinación de la tarde adquiría un tono ceniciento. Damián emuló a su amigo en el displicente gesto de tirar cosas al agua. Rebuscó unos chinatos y los tiró sobre los nenúfares.

-¿Y adonde te vas a ir?

– A Fuente El Fresno.

-Me voy contigo.

El silencio apacible dejó oír el croar de las ranas como si aquel coro de batracios aprobara su deseo de largarse. Los dos amigos intercalaban silencios entre  lanzamientos de guijarros al rio y la conversación escueta de las preguntas sin rodeos.

No se miraban, seguían con sus ensoñaciones bajo una paz crepuscular y húmeda.

-¿Y cuándo te vas?

– El año que viene. Mi madre ya está hablando con un pariente de mi padre.

-¿Tu madre quiere que te vayas?

-Mi madre quiere que estudie.

-Anda vámonos –dijo Damián.

Los dos amigos regresaron al pueblo. Cuando llegaron se despidieron en la esquina.  Ya lo esperaba su madre en la puerta de la casa, desde la que salía la luz mortecina de un candil. Lo llamó en cuanto lo vio aparecer. No había imperativo en su voz sino la preocupación de que el menor de sus hijos por el que sentía debilidad se torciera de su porvenir.

A un palmo del verano de 1894 partió hacia su destino. Los rascacielos del otro lado del Atlántico aún quedaban demasiado lejos para ser vistos desde el altillo de sus catorce años.

Amanecía cuando se reunió con Damián a la salida del pueblo. Los muchachos se quitaron  los zapatos apenas pusieron pie en el camino, para llegar a Fuente El Fresno con el calzado entero. Caminaba con resolución.  No sabía definirlo pero la palpitación era tan intensa que cualquier obstáculo que apareciera en su camino menguaba como la nata de la leche recién hervida. El día blanquecino se coloreó con un amarillo de siega. Escuchaban el crotar de las cigüeñas, el vuelo de la abubilla y los pájaros del cielo que los dos conocían como la palma de la mano. El hatillo lo llevaban bien amarrado al hombro. Pararon en la orilla de un arroyo y se lavaron los pies endurecidos por la caminata. Mónico trazó en la tierra una línea recta con una vara

-Para ir de aquí allí, hay que pasar por aquí.

-Nos ha jodío –la exclamación de Damián reconoció la lógica evidencia.

-Menos que seas un mago y hagas plás –dio una palmada- y desaparezcas de aquí y aparezcas allí sin pasar por aquí-  Damián lo escuchaba atónito- Pero también puede ser que se pase por aquí y aparezcas allí pasando por aquí  pero tan deprisa que parezca que no has pasao pero has pasao.

Damián no sabía discernir si era en realidad el muchacho inteligente que todos admiraban o sencillamente, que los sesos de su amigo se habían cocido con el calor de la mañana.

Una ráfaga de viento removió la copa de los árboles y llegó hasta ellos con motas de cereal y briznas del campo. Los dos muchachos retomaron el camino. Al anochecer se tumbaron bajo unas encinas mirando el cielo estrellado, hablando de cosas de críos hasta que se durmieron. Al día siguiente llegaron a Fuente El Fresno. Mónico se dirigió a la tienda de sus parientes y Damián a husmear por ahí a ver si alguien necesitaba un peón de albañil o un aprendiz de lo que fuera; pero antes de separarse hicieron la firme promesa de verse todos los días para contarse las cosas.

Todos se habían ido y él se quedó solo con un montón de sueños que lo  asediaban cada vez que apagaba la vela. La luz mortecina que se colaba por la ventana pintaba una cruz sobre los objetos de la tienda. Buscó un pedazo de pan que le había sobrado de la comida, se tumbó debajo del mostrador y miró la miscelánea de las cosas que vendía su pariente iluminada por la pálida luz de la luna llena: sacos de legumbres, ristras de pimientos, latas, alpargatas, telas de pobre, aperos, cuerdas. Le había llamado la atención la palabra Ultramarinos y se lo había dicho a su amigo Damián. “Son cosas que vienen del mar” “En el mar hay peces como en rio Bullaque pero mucho más grandes”. Cada vez que leía Ultramarinos le provocaba un leve estremecimiento  de lejanía. Sin embargo esa conjunción de letras tenía un significado, una hermenéutica premonitoria, era como una llamada en sordina que no lograba entender. No le dio más importancia. De tanto ir y venir, de aquí allá con los recados que le mandaba el pariente de su padre  se acostumbró al rótulo que con trazo infantil estaba escrito sobre la pared terrosa de la tienda. Iba de la tienda a las casas con el encargo de frutas y legumbres con tal optimismo que enseguida se le antojó su primer desafío. Se lo planeó en secreto y siempre lo rumiaba en soledad, cada vez que contaba la calderilla que iba acumulando en un bote: tendría su propia tienda y él estaría al frente, pendiente del abastecimiento, el arqueo y la contabilidad. Era más el deseo de autosuficiencia, la necesidad imperiosa de progresar que otra cosa. Era una llamada  a la grandeza lo que le urgía. Como siempre, Damián reía las ensoñaciones de su amigo y consideraba que tener una tienda propia era cosa de ricos. Y rico nacía uno. Contó de nuevo las monedas. Cansado y resuelto se acomodó debajo del mostrador a la espera de un nuevo día que le trajera más monedas con que anclar  los cimientos primigenios de su determinación.

Al día siguiente antes de que llegara su tío a la tienda, ya estaba listo para el trasiego y la orden de recados que tuviera que hacer porque pronto sería él quien ordenara desde el puente de mando de su propio establecimiento.

Un día arrambló un pedazo de carne de membrillo. Cuando fue a llevarle a una viuda un saco de garbanzos y unas cebollas lo liberó de la estraza que lo envolvía decidido a hincarle el diente. Pero vio a una niña de diez años, con el pelo sucio y dos trenzas que parecían retorcidas por el hambre y le dio un buen pedazo. La niña temerosa al principio lo recibió más con curiosidad que con hambre, y le sonrió. “Tengo más en la tienda”. “Pero la tienda no es tuya”. “Y qué, pero el membrillo sí”, dijo, y se fue silbando.

Damián quería ser albañil pero no había tantas casas que hacer en Fuente El Fresno y llevaba varios días de azotacalles. Mónico le sugirió que fuera a la farmacia por si necesitaban un mancebo o a la tienda de tejidos. Damián con su afán de darle al palustre se negó. “Pues al zapatero, o al sastre”. “No quiero, quiero ser albañil” fue su respuesta. A los pocos días Damián le llegó con la buena nueva. Había encontrado ocupación en una cuadrilla de peones camineros.

Una tarde fue al mesón del pueblo a llevar legumbres, chorizos y huesos de jamón y se encontró en la puerta a Damián. Dentro estaban los hombres alrededor de una botella de vino. Como hacía varios días que no se veían se hicieron confidencias y se pusieron al día de sus barruntes.  No se anduvo con rodeos.

-El mes que viene me voy a San Clemente. Mi tío conoce a un señor que tiene una buena tienda y me ha dicho que me vaya con él pero no para hacer recaos

-¿Entonces pa qué?

-De dependiente.

Damián enmudeció y se puso taciturno. Vivía en un casucho que servía de refugio a los camineros. Miró dentro del mesón y los hombres seguían a lo suyo trasegando vino.

-¡Me voy!-les gritó.

-Adiós chaval. Vete antes de que se haga de noche y te coman las alimañas –dijo uno y los demás rieron.

Los dos amigos caminaron por el pueblo más apesadumbrados que de costumbre. Mónico porque quería que su amigo se fuera con él a San Clemente, pero Damián ya había decidido volver a Piedrabuena. Pasaron por la barbería y un horno de pan que mandaba dulces efluvios a la calle. Como era verano salieron del pueblo hasta el arroyo Cambrón y se sentaron junto a una tablilla de piedras que retenía el agua.

-Me gusta más el Bullaque –dijo Damián.

-¿Cuándo te vuelves al pueblo?

-Mañana con la amanecía. Me voy a quedar aquí a dormir.

-Me quedo contigo.

-Bueno, pero tu pariente te castigará si no vas.

-Duermo en la tienda y ellos no están. Lo mismo me da dormir aquí que debajo del mostrador. Mañana estaré a mi hora.

Al amanecer los muchachos se quitaron los restos del sueño en el agua del arroyo.

-¿Nos volveremos a ver?- dijo Damián

-No lo sé. Yo no pienso volver.

-¿Qué dices? Estás loco.

(Feliz año a los lectores de MICR)

El rayo indomable

Autores, Manuel Valero y Eduardo Estébanez

Edita: Ediciones Puertollano

Tapa dura, 362 páginas, incluido el apéndice de documentos y fotos

Precio: 25 euros

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