El último eremita

Manuel Valero.“Si no te ha sorprendido nada extraño durante el día, es que no ha habido día”  (John Archibald) Veinte años hacía, tal vez más, que la memoria no es exacta cuanto más tiempo abarca, que no subía a la chimenea cuadrá de Puertollano. Fue una excursión emocionante.

Más que un pequeño viaje al cerro de Santa Ana de poco menos de un kilómetro desde donde partimos, me lo tomé como ese otro viaje para el que aún no se ha inventado maquina alguna: el tiempo. A ello contribuyó la marcha lenta por la ladera con parada de vez en cuando. Era entonces inevitable recordar la infancia feliz cuando subías la calle San Gregorio arriba a insolente marcha infantil, casi corriendo, y a la vez hablando o entregados a la irreproducible jerga de muchachos, masticando un mendrugo de pan con aceite y azúcar. O mortadela, si había copiosidad hogareña.  Y una vez en la cumbre ir saltando como cabras montesas de un lugar a otro bautizados con nombres propios que habían llegado hasta nuestra edad como dogmas de fe: la boca del lobo que daba acceso al puente natural, el escurridero del diablo, un talud pétreo por donde nos deslizábamos, la cueva del Guerrero… El uso continuo y juguetón de aquel plano inclinado lo había pulido tanto que no hacía falta que estuviera húmedo para bajar con el culo prieto y con el grito infantil de algún asalto.

Subimos despacio pero no huevones, y a medida que nos acercábamos a la cumbre los lugares aparecían con una indiferencia envidiable al paso del tiempo. Allí estaban esos puntos de encuentro que se llenaban de gente los días del chorizo o del hornazo. El aljibe natural como un pozo somero metros abajo de la chimenea, los precipicios a los que fingíamos caer porque algunos tenían una cornisa que facilitaba la broma, pues cuando subía con nosotros un neófito pensaba que la caída era real por un efecto óptico y cuando corría al borde del abismo lo que se encontraba era al desprendido, muerto, pero de risa.

Hacía veinte años, quizá más, desde la última vez que subí con Eduardo Egido. Una vez allí nos sentamos a contemplar el impresionante paisaje, el aspecto urbano de la ciudad, los hitos del desarrollo comercial y las hileras de tejas de las calles que trepaban hacia el cerro y que se evocaban, pese a las nuevas construcciones, la imagen infantil que aún conservábamos.

Y fue inevitable de todos modos. Subir a la chimenea cuadrá era descender por la pendiente de los años hacia la patria feliz de la infancia donde todo parece recién puesto y no hay nada que perturbe, ni el sufrimiento ni la muerte, la vital inocencia con que vivíamos cada minuto de los días.

Después de veinte años en lo alto del cerro, donde aún se yergue, abandonada y arrumbada en un rincón de siglo, me esperaba una sorpresa. No fue un descubrimiento excepcional porque los medios ya se han hecho eco del misterio. Para mí fue un hallazgo literario, como una escritura casi sagrada. Allí en el interior de la torre de comunicación óptica, sobre una de sus paredes había un texto escrito con paciencia y monacal sabiduría que alguien había dejado impreso para la conciencia de los visitantes. Transcribo algunos párrafos:

Por donde pasa un siervo de Dios prospera la salud, el amor, la sabiduría y la santidad… Por el contrario quien no sirve a Dios, no prospera aunque lo parezca y por donde pasa va cometiendo atropellos contra la vida y las demás cosas antes mencionadas.

Debo reconocer que me impactó. No se trataba de una pintada flash, reivindicativa o declaradamente antisistema. Antes al contrario, era un texto, correctamente armado, legible, que alertaba tanto de la falta de civismo como de espiritualidad. Fue extraño: las ruinas son siempre papel donde escribir todo un prontuario alegórico del sexo en su forma elemental con la brocha gorda de lo soez, o el dibujo esquemático de las partes pudendas.

Y proseguía:

Va dejando un rastro sucio de basura y ceniza, veneno, animales y plantas muertos, cuando no personas enfermas, heridas o muertas.

Me detuve en la lectura. La pared es alta. ¿Cómo demonios lo escribió? ¿Utilizó un andamiaje ingenioso como Miguel Ángel para pintar la Capilla Sixtina? ¿Se valió de una escalera? ¿Utilizó cuerdas? Y la pintura. ¿Cuántos botes utilizó ya que las letras todas versales están alineadas y fijadas en pintura blanca?¿Lo haría con cal?

Había pues dos misterios que creo aun no hemos desentrañado los puertollaneros: la técnica para escribir en la pared desde lo alto y el mensaje, claramente crítico con la conducta humana, un anatema contra el descreído y un toque de atención. A todos. Ciudadanos…e industria supuse, dados los últimos casos de contaminación registrados en la ciudad.

El texto concluía:

Ya envenenando el aire, la tierra y el agua… Extiende el pecado y por donde pasa Satanás a destruir el mundo.

No me cupo mayor sorpresa la excursión hacia la atalaya de nuestros sueños infantiles. Este digital ya dio cuenta de la sordidez de la chimenea cuadrá, pero para mí fue el descubrimiento de ese texto anónimo, admonitorio, lo que supuso una sorpresa mayor que cuando supimos que la chimenea era una torre de trasmisión óptica que mediante una especie de corona, como la cuchilla de la guillotina que asciende o desciende entre un bastidor con franjas de varillas y una bola lateral para indicar la disponibilidad de la torre, transmitía mensajes cifrados con números y letras, según la posición del artilugio, de torre en torre, como las hogueras de El señor de los anillos, de Madrid a Cádiz en tres horas.

A veces no tienes que viajar al fin del mundo para que el día te depare una sorpresa mayúscula. Al regreso pensaba en el autor. ¿Viviría aún? ¿Qué le llevó a escribir en una pared de la chimenea cuadrá lo que escribió? ¿Y por qué lo hizo con tanta minuciosidad?

Hay preguntas sin respuesta que solo la imaginación puede resolver. Así que se me vino una figura a la memoria, inspirada en la figura legendaria pero real del sabio Guerrero: Fue el último eremita.

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4 COMENTARIOS

  1. Me informa Santos de que conoce al eremita y sus actos de su solitaria santida: pinto la cruz de la pared norte, se ayudó con una brocha atada a un palo, limpio de piedras los aledaños de la plaza de toros. Lo dicho: un eremita. El último.

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