William S. Burroughs, Yonqui

Emilio Morote Esquivel.- El señor Burroughs fue un drogadicto con suerte. Tanta suerte tuvo que murió a la casi provecta edad de setenta y cinco años, lo cual no es común entre sus congéneres consumidores de heroína. El caballo, o sea la heroína, no suele tomar prisioneros, o al menos no los toma para dejarlos marchar, por alto que sea el rescate.

Pocos tienen la fortuna de ser ricos para amortizar la preceptiva alcabala que el sistema de sanidad (privada, hablamos de un escritor del otro lado del Charco) exige a aquellos que quieren escapar de las nada recomendables barbecheras de la heroína, de la cocaína y de su último pariente: la base de coca. Si, como es el caso del escritor Burroughs, añadimos que al hecho de tener pasta (su familia, claro, que él nunca se molestó en eso de trabajar sujeto a un horario) se suma el menos edificante de inyectarse droga por la vena, la conclusión es evidente: existen y han existido (y existirán) pocos ancianos heroinómanos, por la suficiente razón de que el caballo mata (y la cocaína y sus derivados como la base ni les digo). A coces, a mordiscos en las partes pudendas del consumidor o por apalizamiento —público o privado, que de todo hay— matan esas sustancias que están, hoy, más alcance que nunca entre la hirsuta juventud del solar patrio: España.

En esta, por lo demás, edificante novela, el señor Burroughs se aplica el cuento. El cuento lo enseñó, quizá en su misma época, el novelista William Somershet Maughan, quien dijo lo siguiente: “Al novelista, le sirve todo lo que le sucede”. Quiere decirse, a lo mejor, que si uno redacta por afición (y no por dinero) historias inventadas o semiinventadas, le puede valer como fuente de sus mentiras escritas el recuerdo de peripecias pasadas y más o menos remotas. Así, imaginamos, al señor Burroughs —que seguramente tuvo que conocer la inefable prosa de Maughan— le valió, para escribir este clásico de la literatura subterránea y aun sospechosa de choriceo, la memoria que tenía de sus décadas (sí, décadas) de vocacional toxicomanía, como se dice ahora en las tertulias televisivas.

Parafraseando a un no menos insigne literato (de quien olvidamos el nombre, ustedes disculpen) que habló del invento de la axila como palabreja posterior al término “sobaco”, nos atrevemos a afirmar, en una digresión léxica que calificamos como de poca altura, que la toxicomanía se inventó después de la drogadicción, que el toxicómano es un drogadicto, que la heroína era denominada “droga dura” antes de que se impusiera el pensamiento único del aquí todo vale y que apechugue el Estado con los drogotas. O sea, que apechugue el trabajador que, con sus impuestos, mantiene los “tratamientos” (carísimos en algunos casos) que se administran a los que —por desconocimiento casi siempre, por mal entendido hedonismo muchas veces y por apasionamiento en otras— se apuntan al rollo de ponerse hasta las trancas de sustancias ilegales, sean drogas duras o blandas, que también las hubo.

Ahora, todo es droga, todo está prohibido y —paradoja de estos tiempos inciertos— todos los drogadictos hacen lo que les da la gana o se pasan todo lo que pueden o te arrean semejante hostia para quitarte el dinero que te dejan con fiebre, y luego las reclamaciones al maestro armero. Pasarse de la raya (noten la ironía y aun el retruécano) es privilegio de los niños de papá, que pueden —dinero de papá mediante— hacer lo que les dé la gana porque el sistema judicial (el norteamericano, claro, y no otro) favorece a los millonarios. Ya lo dijo uno que acabó de mala manera: “la justicia es para los ricos; y la cárcel, para los pobres”.

No queremos ocultar al lector de estas confusas líneas el hecho de que, como él mismo cuenta, Burroughs estuvo metido en el trullo. Pero conviene recordar que este escritor estuvo envuelto en un lío del copón que incluye un asesinato con arma de fuego. Sucedió en Méjico, nación hermana en la que al autor del homicidio de marras le valieron, como siempre, los milloncejos de sus ancestros para librarse tras una corta estancia en las cárceles del gobierno mejicano.

Una vez sentado el hecho de que tanto tienes tanto vales, pasemos al turrón, como dicen los quinquis, y comentemos, pues así debe ser, que Yonqui, la novela es un retrato de lo marginal contado por quien perteneció a la marginalidad con reservas. Esto es, que existieron y existen (sin ir más lejos, en esta ciudad donde redacto estas confusas líneas) niñatos que se pegan la vida padre haciendo daño a la sociedad porque saben que, si los pillan, ya están ahí los billetes de la familia para comprar sus derechos fundamentales: el derecho a la libre circulación, el más solicitado por quienes, por carecer de pasta o de contactos, han de cumplir la ley, esto es: han de permanecer en el talego mientras que sus compañeros de fechorías, afortunados por pertenecer a las clases alta y media alta, son puestos en libertad, como en esta novela se cuenta, para seguir atracando, golpeando y robando a tutiplén con la anuencia, como siempre, de una comunidad farisea y fiel seguidora de ese viejo lema que recordamos de nuevo para terminar: la justicia es para los ricos; y la cárcel, para los pobres. Que pasen ustedes un buen día y cuidado con lo que les ofrecen en la calle, no vaya a ser que tengamos un yonqui en la familia. Uno más.

Emilio Morote Esquivel.

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5 COMENTARIOS

  1. No he entendido el propósito de estas confusas líneas cargadas de una pedantería insufrible.
    Eso sí, un artículo muy equilibrado: 50% de odio a los ricos y 50% de odio a los drogadictos.
    Recalcar que la drogadicción es una enfermedad. Que la mayoría de yonkis son enfermos, no niños de papá como defiende el autor de este texto.
    Nada comenta el autor de la importancia en la literatura americana de Burroughs ni de este libro. De la figura del yonki que creó en los años 80 y que se extendió hasta en España, de la generación Beat, nada…

  2. Una obra que no se limita a demonizar la droga; también deja traslucir los motivos de fascinación que pueden conducir a una persona a abandonarse a ella. Recomendable…….

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