De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (34)

La ciudad de Zaragoza obedecía a una estructura que venía definida por su propio origen, aquel pasado romano que la llevó a ser conocida como Caesaraugusta y que tenía sus vías principales establecidas en torno a una cruz tal como fue definida por el cardus y el decumanus de aquel tiempo.

Monumento a Maimónides en la ciudad de Córdoba

Sin embargo, el entramado rectilíneo de entonces sería modificado con el paso de los siglos y, más aún y tras diversos avatares históricos, ante la ausencia de unas reglas urbanísticas básicas en su etapa islámica, cuando ya fue conocida como Medina al-Baida Saraqusta o Sarakosta. Así aquella ciudad, rodeada por un muro de rejola y tapial que había ido sustituyendo al de adobes de tierra de la época musulmana, a la que habían llegado los jóvenes padres con su vástago, estaría vertebrada por un sinuoso dibujo de calles sin una distribución uniforme. Además, en lo que constituiría su barrio judío que también se encontraba rodeado por un muro de piedra a pesar de formar parte del recinto amurallado, esa irregularidad no desentonaba del resto, viéndose agravado el problema aún más ante el modesto tamaño y adosamiento de muchas de las viviendas existentes.

En una de aquellas casas, construida entre medianeras como era habitual en la parte de la ciudad que había pertenecido al recinto romano, apenas se podían observar tres estancias de cierta importancia como elementos distribuidores de la morada del oportuno galeno, a pesar de que las residencias de aquella ciudad habitualmente gozasen de un sótano o cillero donde almacenaban sus productos e incluso también era usado como bodega, una planta baja donde su zaguán destacase como el elemento principal a partir del cual podrían dirigirse a un corral o a un huerto, la cuadra y la más que necesaria letrina. Por encima de dicho piso solía emerger un primer nivel en el que destacaba por el tamaño su cocina, que se vería acompañada por las dependencias destinadas a dormitorios e incluso granero. Sin embargo, la modestia de la morada de Juan “El judío” toda aquella generalidad se reducía a la mínima expresión y no le había alcanzado para poseer tantas habitaciones y el terrado y el rafe no destacaban en demasía. No obstante, ¡en buena hora se había cruzado en las vidas de aquellos jóvenes padres y, más aún, de su vástago! A aquellas dependencias se sumaba el acceso a otra estancia que estaba encubierta y alejada de cualquier mirada inquisitiva, siendo el lugar donde se albergaban algunos de los mayores secretos de aquel samaritano. En ese preciso momento, mientras Cinta e Ismael se había dispuesto a acondicionar el camastro que serviría de lecho reparador para el muchacho, Alazar “El judío”, iniciando la bajada por una corta y discreta escalera, se encaminó al arcano habitáculo, que hacía las funciones de cillero, donde guardaba sus enseres de medicina, aquellos que ya sólo utilizaba en muy contadas ocasiones, las mismas en las cuales alguien necesitado le solicitaba su auxilio o bien algún favor que realizaría a alguno de sus cada vez más escasos amigos, aunque en dicho lugar también almacenase otras posesiones de cierto valor para cuando los tiempos no fueran tan proclives. En ese mismo cuarto, donde albergaba una pequeña mesa para hacer los remedios que necesitase y hacer acopio de otros objetos que allí se ubicaban, fue entonces cuando se dispuso a preparar con algunas hierbas un brebaje con el que pretendía recomponer el achacoso estado de aquel muchacho. Poco después y siempre antes de cualquier atención médica que llevaba a cabo, procedía a seguir las enseñanzas del reconocido médico y rabino, entre otras actividades, Moshé Ben Maimón (Maimónides), tal y como él las expresó en sus escritos:

“Tu eterna providencia me ha escogido para vigilar por la vida y la salud de tus criaturas. Que el amor por mi arte me guíe en todo tiempo. Que ni la avaricia, ni la mezquindad, ni la sed de gloria ni la alta reputación, halaguen mi mente, porque los enemigos de la verdad y la misericordia podrían fácilmente engañarme y hacerme olvidar mis elevadas miras de hacer bien por tus hijos. Que jamás vea yo en el paciente otra cosa que un compañero en el dolor. Concédeme siempre fuerza, tiempo y ocasión para corregir lo adquirido, para hacerlo siempre mejor porque la sabiduría es infinita y el espíritu del hombre puede siempre acrecentarla infinitamente con nuevos esfuerzos…”

De regreso de su lugar secreto, desandando aquel corto trayecto, aquel físico (metge en Aragón) intitulado –que a pesar de llevar tan ilustre apellido no había llegado a alcanzar la relevancia que otros vecinos judíos gozaron en la ciudad zaragozana llegando a ser inmortalizados sus nombres en vías principales de aquella judería, como fueron los casos de Abnarrabí, Nemey Gotina o Salamon Bernabey–, tras salir como si fuera de la nada, se acercó a donde estaba el enfermo y dirigiéndose a él le inquirió:

-¿Cómo te encuentras, mozalbete? ¿Puedes ahora ponerte en pie? Necesitaría comprobar alguna cosa antes de emitir un mejor diagnóstico.

-Sí, algo mejor, señor, aunque con un poco de malestar, pero haré lo que me pide.

-¿Qué es lo que le ocurre a mi hijo, Juan? –inquirió Ismael.

-Un momento –precisó Juan tras palpar al mozo–. No me equivoqué en lo que antes te había indicado. El desfallecimiento tendrá un rápido remedio cuando se restablezcan sus maltrechas fuerzas. Además de una pequeña sangría que realizaré al pequeño, con el preparado que más tarde se va a tomar, su estómago también se recompondrá y no necesitará mucho más para que alcance un total restablecimiento.

-Gracias, señor Alazar. ¡Dios le bendiga! –expresó con gozo la joven madre. En ese momento, su tensión cedió y las lágrimas comenzaron a humedecer los pómulos de su rostro, al mismo tiempo que la rigidez que había soportado se adueñó de ella, provocándole la pérdida del conocimiento.

-¡Cinta! ¿Qué te sucede? –reclamó alarmado Ismael.

-¡Señora, señora! –inclinándose y acercándose hacia ella, el barbero trató de recuperarla de su desmadejamiento, que en unos instantes mostró un atisbo de restablecerse. Sería en ese momento, cuando “El judío” se dirigiese a la joven, con voz suave –¿Cómo se encuentra, señora? De vuestro hijo no tenéis nada de qué preocuparos, pues es muy usual con la edad que tiene el muchacho. Además, por lo que me contó Ismael, ninguno de vosotros habéis comido ni bien ni de forma regular en las últimas horas habiendo realizado un gran esfuerzo hasta llegar a esta ciudad. Todas esas circunstancias han ayudado a provocar que el cuerpo del muchacho que aún le queda mucho por vivir se haya descompuesto e igualmente ha causado la propia preocupación que la ha llevado a desvanecerse. Nada más que eso explica todo lo que aconteció. Agradezco sus palabras, pero saldrá de esta en muy pocos días, señora. ¡No se preocupe usted, mujer! Ahora también usted misma debe descansar pues la situación la ha agotado en exceso.

-Gracias Juan. Acabamos de llegar a esta ciudad y no sabíamos qué hacer ni a quien recurrir. Te has convertido en nuestra tabla de salvación y no sé cómo podremos recompensarte.

-No hay mucho que me tengas que agradecer, aunque quizás necesite durante al menos unos días unas manos fuertes como las tuyas para reparar una maltrecha puerta que tengo en la parte de atrás de la casa. Apenas he tenido tiempo en estas últimas jornadas pues no conseguí la ayuda que necesitaba y, en este momento, habéis aparecido vosotros como llovidos del cielo.

-Tenéis mi ayuda para todo lo que necesitéis. Es lo mínimo que puedo hacer por la atención recibida.

-No tenía duda al respecto, muchacho. Supongo que tampoco vosotros habéis comido nada en todo el día, ¿no es así?

-Ya mañana tendré que buscar algo con lo que compensar vuestra acogida, pues ahora de noche desconozco donde podría ir.

-No te preocupes, Ismael. Tengo alguna vitualla con la que saciar vuestros vacíos estómagos y así no tener una mala noche. ¡Sólo me quedaría que tuviese que curar a los tres si no hay necesidad de ello! Señora, en cuanto se vea en condiciones para levantarse y si hace el favor de acompañarme, le diré dónde están los alimentos para que preparemos un pequeño refrigerio –respondiendo con mirada cómplice.

-Lo que necesite, señor Alazar –respondió Cinta.

Los alimentos recibidos e ingeridos aquella noche por parte de los huéspedes de Juan Alazar sabrían a gloria. Sus cuerpos castigados por la travesía desde la villa de Híjar se recompusieron y ya sólo les quedaba reponer sus fuerzas con un sueño reparador. La noche había comenzado a arropar el entramado urbano de Zaragoza. Solamente un samaritano converso conocía la existencia de la llegada de los nuevos visitantes. El anfitrión facilitó una zona de descanso para los recién llegados, principalmente para el jovencito convaleciente y su joven madre, que estuvieron ocupando el mejor lecho del que disponía. La oferta fue declinada por Ismael, que se acondicionó a un lugar menos acomodado, pues era el único que había sobrevivido a aquellas dolencias por su ya curtida constitución y experiencia en su infancia desarraigada. Un camastro auxiliar que a veces había sido utilizado por el barbero sería el lugar de reposo de este.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Muy interesante. Es cierto que en Aragón medieval fue muy habitual que se practicase la medicina sin estudios, solamente con remedios…..

  2. Muchas gracias Charles por tus elogios y tu fiel seguimiento.
    Aquí como no se habla de temas espinosos que levanten ampollas ni se consiente la mala educación, parece que siempre quedamos los mismos.
    Sin embargo, muchas veces «menos es más».
    Hasta el próximo

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