Robert Whitaker: Anatomía de una epidemia

El señor Whitaker es un destacado investigador del lado incómodo de la sanidad norteamericana. Estados Unidos es, por su naturaleza de país capitalista a machamartillo, un laboratorio ideal para que la industria farmacéutica haga lo que le venga en gana.

La cosa no tendría mayor importancia para nosotros, paciente hispanos, sino fuera porque en una rama de la medicina los Estados Unidos marcan el paso, dictan las costumbres y aun las normas a seguir y, en definitiva, nos dicen a los europeos lo que tenemos que hacer cuando hay que elegir un medicamento. Esta rama es la de los psiquíatras, prebostes de un reino que equidista de la fantasía, la charlatanería y los intereses creados, que diría don Jacinto Benavente o uno de esos. El interés de los loqueros es el de todos: el dinero, la pasta gansa, el parné. Y, según demuestra este excelente estudio, las cantidades de pasta gansa que mueve el negocio de la enfermedad mental son estratosféricas, cercanas alzarse como uno de los engaños mejor perpetrados de la Historia de la Humanidad. Con el cuento de que iban a curar a millones de infelices de su infelicidad, su ansiedad y su locura, los laboratorios más importantes de este planeta se encargaron de sufragar muy estudiadas campañas para vender la moto al personal, para mostrar al mundo occidental que este se hallaba repleto de enfermos que ni sabían que lo eran. Se inventaron enfermedades que no existían más que en la imaginación de quienes vieron sus cuentas bancarias hincharse como globos bien soplados. Así, la depresión, que se había dejado estar porque en la época pre farmacológica se consideraba una dolencia que evolucionaba por sí sola hasta la curación, se explicó al gran público como algo que había que tratar, cómo no, con pastillas que, según este libro, no solo no curaban al «enfermo», sino que además lo volvían dependiente de por vida a un medicamento a la par que lo inutilizaban para la existencia. Lo que afirma Robert Buitaker es que el lobby farmacéutico, aliado con la mafia psiquiátrica, encontró la manera de hacerse ricos, más ricos aún, engañando, mintiendo, tergiversando y, de paso y eso es lo grave, arruinando la vida de millones de personas que, de no haber caído en las garras del sistema psiquiátrico, podrían haber llevado existencias productivas.  No en vano, son los Estados Unidos quienes deciden qué sustancias son legales y cuáles no. Sin entrar en el espinoso y fangoso mundo de las drogas ilegales, nos centramos en repasar este inquietante informe acerca de cómo el lobby farmacéutico, con la complicidad de la sanidad pública y el gremio de los psiquiatras, ha convencido a toda una sociedad (la occidental) de una enorme farsa: que las enfermedades mentales tienen una causa orgánica −y por lo tanto detectable− que ha de ser tratada con los remedios que vende sin cortarse un pelo el emporio farmacéutico. De manera que, para concluir, el señor Buitaker nos habla del inmenso negocio que ha supuesto en las últimas décadas la supuesta utilidad de los fármacos que se dispensan en las farmacias de, entre otros países, Estados Unidos y, por qué no decirlo, España.

Atentos, pues, a las pastillas de colores, que descacharran cerebros.

El lobo solitario

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2 COMENTARIOS

  1. Bueno, Robert Whitaker es periodista, no psiquiatra ni farmacólogo, por tanto, no está habilitado para opinar sobre fármacos y menos aún de psiquiatría…..

    • Por esa torcida lógica, para opinar sobre el asesinato habría que ser asesino, para opinar sobre la pena de muerte, verdugo, y para opinar sobre el aborto, un feto.

      De hecho, el señor Whitaker no expresa opiniones, más
      bien constata hechos reflejados en informes de los propios psiquiátricos y que dicen lo siguiente: el número de enfermos mentales en EStados Unidos desde la parición de los fármacos milagrosos SE HA TRIPLICADO.

      Eso no es una opinión, no es un juicio de valor, sino LA CONSTATACIÓN DE UN HECHO expresado en valores aritméticos. A saber, que los medicamentos que dan a los enfermos mentales no los curan sino que los enloquecen. Tenga usted un buen día, señor Charles.

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