De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (51)

Transcurrían los días, y también los meses, se sucedían las estaciones, las faenas en el campo, y se empezaban a notar las diferencias en el crecimiento de ambos muchachos. Había transcurrido un año desde que ambos se conocieron y la edad de ambos, aunque fuese similar mostraba un desarrollo físico diferente entre ambos que empezaba a marcar su distanciamiento.

Así, la mayor madurez y redondez del cuerpo de aquella muchacha contrastaba con la fibrosa y desgarbada hechura de aquel jovencito. Parecían dos polos opuestos no sólo en lo físico. Ella era además de hermosa, rubia de ojos azules, también pizpireta y dueña de sí misma. Al contrario que él, moreno de ojos marrones, aunque de gesto adusto y aparentemente inseguro. Sin embargo, su relación no dejaba lugar a dudas, pues cada vez estaban más unidos y no sólo en espíritu sino en cuerpo. Habían dado un paso más allá de aquel beso primigenio. Sus apetitos los habían llevado a entrelazarse, a espaldas de las imposiciones que los padres les habían dictado. <¡No puedes dar a entender que eres una muchacha ligera de cascos y no merecedora de la confianza de un varón, hija mía!> le indicaba su padre, Antonio. <¡Recuerda por qué estamos aquí y lo comedidos que debemos ser para proteger nuestras propias vidas!>, siempre había indicado el maduro impresor a su vástago. Sin embargo, la expresión de sus sentimientos había ido mucho más allá y las prohibiciones de los padres fueron transgredidas y parecía que no habría vuelta atrás para ellos, pues sus progenitores desconocían hasta dónde había llegado la profundidad de su relación.

Trotula de Salerno (1110-1197), primera mujer relevante en el mundo de la Obstetricia y Ginecología en la Edad Media. (FUENTE: https://www.fundacionindex.com/gomeres/?p=584)

Aquellos jóvenes cuerpos cada vez gozaban más uno del otro. Buscaban cualquier resquicio para distanciarse de los ojos inquisitivos y así dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Nada les podía apartar de expresar lo que sentían, ya fuese tanto en el palpitar de su corazón como en la lubricación de sus sexos. Eran dos jóvenes sanos, conformaban dos piezas que encajaban a la perfección tanto en lo corporal como en lo emocional, aunque sabían que no todo el mundo opinaba lo mismo al respecto y que, debido a su emocionalidad, cada vez bajaban más la guardia y apenas estaban pendientes de quienes podrían estar al acecho y vigilar sus respectivos comportamientos. Y no sólo ocurría con sus progenitores, pues más de un hijarano se percataba y, aunque no estuvieran juntos, sabía que algo pasaba entre ellos. Los rumores se fueron alimentando, pues ambos estaban en boca de todos. Pero aún nadie les había pillado in fraganti.

Difícil sería continuar aquella relación ante el hostigamiento al que serían sometidos por sus respectivos progenitores, pero la efervescencia de su juventud los llevaba a no poder contener sus impulsos, a pesar de los riesgos que sus escarceos entrañaban.

Mientras Susana trataba de contener con cierta zalamería la creciente ira del anciano Antonio, su padre, al ver cómo la actitud de su hija podría desbaratar los planes de futuro que tenía para ella; el joven hijo del maduro impresor respondía con cierto desaire y altanería a la rígida actitud de su padre, que trataba de maniatar cualquier comportamiento con el que el joven pusiese al descubierto el pasado proscrito que trataban de ocultar. El tira y afloja entre ambas generaciones se había puesto de manifiesto en grado sumo y no pareciera que nunca llegara a su fin.

Aquellos últimos doce meses en los que se vieron en más de una ocasión pasear a las afueras de Híjar a Susana y su joven enamorado darían como resultado la sorpresa que ninguno se podría esperar y algo a lo que no estaban preparados para afrontar: la joven se había quedado encinta, o al menos eso creí ella que era su estado.

La crítica situación sólo ofrecía una alternativa a aquellos jóvenes antes de que aquella muchacha mostrase con generosidad su estado de buena esperanza: había que propiciar la desaparición de cualquier rastro de ese futuro nacimiento y que nadie apenas tuviese conocimiento de que aquello se había producido. Pero ¿cuál era la solución? ¿Quién o quiénes serían los que ayudasen a aquellos muchachos que estaban asustados desde el primer momento en que Susana diese muestras de que estaba preñada?

-¿Cómo estás segura de que vas a tener un crío si apenas pudimos gozar de ello? –preguntó el muchacho entre turbado y sorprendido. Era una situación que le superaba dada su inmadurez.

-Sí estoy seguro, pues siempre que en el mercado he visto a alguna mujer embarazada hablando con alguien más de cómo lo había indagado, estaba pendiente y escuchaba todo lo que decían al respecto. Así escuché una vez que se puso un diente de ajo debajo de la almohada al acostarse y, después al levantarse, notó un cierto sabor de ese mismo ajo en su boca. Así averigüé que yo también lo estaba. –le explicó la muchacha– ¿Quién si no me embarazó? ¿Acaso crees que me lo inventé? Demasiado sabes los riesgos que hemos corrido al estar juntos desobedeciendo a nuestros respectivos padres, y ahora con esto ¿no creerás que estoy bromeando? ¿Qué solución me propones pues si llego a mi casa en estas condiciones o mi padre me muele a palos o lo harán contigo? ¡Tú me dirás que vamos a hacer ahora! – continuó la joven, recriminando al muchacho que cuestionase su propia paternidad.

-Perdóname, no era mi intención. Si no recuerdo mal a las afueras del pueblo hay una anciana que unos dicen que era viuda y otros que había sido herbolera o algo así. ¿Sabes de quién te hablo verdad?

-Sí, por supuesto que lo sé. ¿Quién crees que me explicó bien lo del ajo y me sacó de dudas? La llaman “La Bizca” y su nombre es Aurora. Creo que tendrá unos sesenta años más o menos y vino de cerca de Zaragoza, pues cuando era muy joven tuvo muy mala vida al ir con su madre, quien se ganaba la vida como partera. Al ser mujer y exigir los Reyes unos requisitos a esas señoras que atendían en partos y dolencias diversas de las embarazadas y también sabían de hierbas, se vio obligada a ocultarse, llegándose a casar con uno que era muy borracho y que la pegaba mucho, de ahí que un día en una de las calenturas del esposo fuese a darse con el pico de una mesa, quedándose de esa guisa en ese ojo desde aquel momento. Eso es lo que te puedo decir, aunque nunca hablé con ella hasta hace unos días, pues mi padre siempre me dijo que no me acercara a su casa pues era una especie de bruja. Aunque, como siempre, yo nunca le había creído.

-No pienso que tu padre tenga nada de razón, aunque tampoco conozco a esa señora para asegurarlo. Lo que sí sé es que si no hacemos las cosas rápido a ti se te notará y sí estaremos en un serio problema: tú porque no podrás dar marcha atrás, quedando marcada al estar embarazada sin estar casada, y yo, junto con mi padre, seríamos echados a patadas de este lugar. –aquellas palabras del joven tuvieron el asentimiento de la muchacha por respuesta.

Ambos convinieron entonces que irían a visitar a aquella vieja un par de días después, tras haber salido de su trabajo y sin que nadie se percatase que se reunirían allí. Llegarían por separado, transgrediendo también las normas pues ningún varón debía permanecer presente en aquellos asuntos de mujeres, y teniendo a “La Bizca” frente a ellos decidirían cuál sería realmente su futuro, depositándolo en las manos de alguien a quien se la había marcado de por vida por haber ayudado a dar a luz en más de una ocasión. Sin embargo, aquella mujer desde que quedase viuda no había vuelto a ejercer en aquellos menesteres, aunque de ello aún no eran conocedores los esperanzados jóvenes.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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