De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (53)

Una de aquellas cárceles secretas de la Inquisición en Toledo se convertiría en la morada de Leonor González desde entonces. Esa mujer ya presentaba los cabellos demasiado plateados y había perdido parte de la fuerza vital que poseyera hasta ese momento, convirtiéndose en una dama enjuta cuya carne, o más bien pellejo, apenas serviría para recubrir la frágil estructura ósea que la sostenía.

Toledo (FUENTE: Pedro Nobilibus, 1585)

En aquella iglesia de San Justo pasaría los últimos momentos de su existencia. No sabría ni cómo ni cuándo le llegaría el momento de ser ejecutada, y alcanzaría el instante en el que el paso de los días fue perdiendo interés para ella y tampoco se molestaría en preguntar a su odioso carcelero ni en qué época del año estaban ni si era de noche o de día. Era desconocedora de ello por completo al no poseer ningún ventanuco que le mostrase la luz o la oscuridad externas. Su vida ya se resumía a la escasa comida que le suministraban o las salidas de aquel habitáculo para ser interrogada por los Hombres de la Cruz. Sin embargo, aquella anciana ya estaba demasiado cansada y no creía ni albergaba ninguna esperanza en cambiar su situación si se desdecía de sus creencias judías, lo que nunca haría pues una y otra vez persistiría en ser “pura judía”, con lo que la reacción de sus interrogadores tampoco variaría: la enviaban de nuevo a su celda y se reiteraban en limitarle las comidas, espaciándoselas o incluso, argumentando que ya no poseía ningún tipo de bien (pues habían sido o gastados para costear su estancia o hurtados por los viles carceleros que la custodiaban) para adquirir alimento alguno, debía conformarse con la caridad y buena voluntad de aquellos inclementes prohombres de fe. Antes del trágico final el conjunto de la comunidad judía que aún residía en territorio peninsular vería como los monarcas Isabel y Fernando que habían logrado tomar finalmente los últimos vestigios del emirato nazarí, tenían desde ese momento como meta principal alcanzar la unidad religiosa en todos sus reinos, para lo cual firmarían un decreto de expulsión de los judíos que daría inicio en las postrimerías del mes de marzo de 1492. La suerte de los fieles a la ley mosaica estaba echada desde aquel preciso instante, aunque de aquello Leonor poco podría enterarse al ser conocidos como hechos probatorios de su proceso todo aquello que la acusaba de no haber sido buena cristiana.

Lejos de allí, ajenos a una situación que les afectaría mucho más de lo que quisieran, estaban Juan de la Sierra y el resto de su familia enfrascados en los negocios que el mercadeo de paños conllevaba. Aunque con el fin de garantizar el monopolio ferial de Medina del Campo, a los mercaderes castellanos se les había prohibido comerciar con Portugal, en aquellos momentos el monarca portugués había solicitado a los Reyes Católicos que ciertas ciudades llevasen a cabo el tejido de una cierta cantidad de paños con el fin de que dichos tejidos fuesen destinados al rescate de Guinea. Los monarcas otorgarían una licencia a diversas ciudades de Castilla como fueron Palencia, Cuenca, Ciudad Real y la villa de Dueñas para que realizasen estos tejidos, siendo aquellas prendas elaboradas con unas calidades, medidas y colores determinados tal y como serían indicados por unos pañeros enviados por el monarca portugués, así como autorizando la posterior salida de sus reinos. De todas estas cuestiones, el mercader Juan de la Sierra y sus hermanos estaban al corriente, pues ansiaban desde hacía mucho tiempo encontrar nuevamente la vía de entrada de Portugal para futuros negocios y así aumentar la prosperidad de los suyos. Sin embargo, aún les quedaban algunos asuntos por perfilar y no parecían haber obtenido los permisos suficientes para entablar negocios con los lusos, a lo que se sumaba lo reciente que estaban sus pleitos de dos años atrás con las justicias de Ciudad Real en las que no había salido muy bien parado, siendo objeto de sanciones por varias cuestiones relacionadas con el tejido y la tintura de los paños que había fabricado, pues supuestamente no parecieran haberse ajustado a las ordenanzas en vigor. A ello se sumaba que Juan seguía tratando de averiguar, cada vez que algún mercader venía o había visitado Toledo, cuál sería la situación que atravesaría su madre, su estado de salud, del que apenas sabía nada en los últimos meses. ¡Qué ciego parecía estar para no saber la suerte que corría y estaba a punto de correr su anciana progenitora! Era un año convulso en el que los judíos y los judeoconversos estaban yendo de allí para acá, los que podían, pues lo que no debían plegarse a las condiciones que el Edicto de Expulsión había establecido si aún querían mantenerse en el lugar donde residían. Por otro lado, mucho se hablaba de aquel viaje que algunos querían emprender a las Indias y que supondría la llegada de nuevos bienes e ingresos para aquellos reinos. Pareciera que aquel proyecto que Colón había propuesto en 1486 a los Reyes Católicos con el fin de que el océano Atlántico fuese la nueva vía de entrada a las Indias Orientales estaba a punto de llevarse a cabo, pues por aquel entonces los ojos de los monarcas estaban puestos en otras cuestiones más urgentes, desde su punto de vista. Pero había llegado aquel año de 1492 en el que se había tomado la mismísima Granada y aquel territorio peninsular parecía conformar una unidad que le otorgaría la estabilidad suficiente para que los Reyes se embarcasen en nuevas empresas. La nueva petición, a pesar de las reticencias iniciales de los monarcas, parecieron encontrar un hilo de esperanza. Se alcanzaría entonces aquel 17 de abril de 1492 en el que las Capitulaciones de Santa Fe serían firmadas y pactadas entre Cristóbal Colón, representado por fray Juan Pérez, fraile franciscano del Monasterio de La rábida que había sido contador de la reina Isabel, y el rey Fernando el Católico, que sería representado por su secretario don Juan de Coloma.

En la ciudad de Toledo, mientras tanto, sería acusada de acciones diversas la anciana Leonor González reabriéndose su juicio en septiembre de ese año de 1492. El fiscal daría cuenta de la información recibida por cuatro nuevos testigos, ahondando en la fosa que estaban cavando para ella. El encendido de las velas en el Shabat y en otras noches era una costumbre habitual que, a pesar de declararse como no hereje, había llevado a cabo con frecuencia, huyendo incluso desde Ciudad Real cuando había sido condenada por el tribunal de Ciudad Real casi diez años atrás. La suerte de Leonor González parecía estar más que echada. Sólo quedaba por saber cuándo se llevaría a cabo de sentencia. Un auto de fe del 15 de octubre de aquel año contempló cómo ardía el envejecido cuerpo de aquella mujer en la ciudad de Toledo, en un centro más neurálgico, la Plaza de Zocodover, cuya propia etimología hacía referencia al origen de mercado de bestias, aunque pudiese remontarse a época romana, acogiendo diversidad de festejos, sería tristemente conocida por ser lugar de celebración de ejecuciones de reos y de autos de fe.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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