Recuerdos del ocho de diciembre, la Inmaculada Concepción de María

Natividad Cepeda.- No puedo guardar un cachito de tiempo. No puedo y hay fechas que me hacen regresar al sentimiento del amor como si aún en mí se despertaran parcelas de aquella infancia lejana donde mi humanidad era humana.

No puedo mostrar en mis brazos cansados la ternura de acunar a mis hijas. No puedo porque peregrinaron a buscar sus caminos y aun así las siento en rededor y en mis entrañas.

No puedo besar el rostro de mi padre ni el de mi madre. No puedo porque aunque ardientemente los añoro sé que habitan las estancias celestes del amor

del Señor, mi Dios, que ellos me enseñaron a amar. 

No puedo rezar con mis manos de niña porque dejé de serlo. No puedo porque las tengo  ajadas por los años vividos e incluso debo purificarlas para seguir orando por esas otras veces que las pude manchar.

Si puedo encontrar las tarjetas escritas a mamá cada ocho de diciembre con el cuadro del pintor español Bartolomé Esteban Murillo de la Inmaculada Concepción que se pude admirar en el Museo del Prado de Madrid, donde creyentes y ateos, de se detienen  para contemplar la excelsa belleza de María Santísima que el pintor creo.

Si puedo recordar aquellos años donde en esa fecha se celebraba el Día de la Madre y los niños y niñas recorríamos las papelerías e imprentas en busca de tarjetas para felicitar, no solo a las madres, también a las Conchitas y Concepciones, alguna Inmaculada, y con letra desigual escribíamos con la inocencia de la infancia nuestro amor sin tapujos a las que llevaban ese nombre.

Si puedo leer lo que mis hijas me escribían en fechas diferentes, siempre el primer domingo de mayo, celebrando el Día de la Madre, porque la fiesta religiosa de la Inmaculada Virgen María, la ocupó la publicidad engañosa disfrazada de amor, incitando a comprar regalos y más regalos como si sólo eso fuera lo importante.

Si puedo recordar que en éste día del ocho de diciembre, suavemente, posé mis manos en los ojos de una mujer, devota y amando el dogma de la Inmaculada Concepción de María proclamada  el día 8 de diciembre de 1854 por el papa Pío IX, donde se afirma que fue preservada inmune de toda mancha de pecado, revelado por Dios, y en el que ella, creía firmemente cuando la tarde declinaba, su alma se fue para encontrarla. Y,  a solas, con ella, sentí que algo especial pasaba cerrándole sus ojos con mis manos, precisamente en ese día, en el que  ella, a lo largo de su vida había creído y pregonado en la, sin mancha de pecado alguno de su Virgen. Sí, fue un ocho de diciembre cuando la madre de mi esposo y abuela de mis hijas fue al encuentro de la Purísima Concepción de María.

No puedo, ni quiero olvidar que la fe es un don y misterio en la vida y ante la muerte que nos marcan las fechas y el adiós a los nuestros mientras esperamos la misericordia de brindar con Dios eternamente. 

Somos seres llenos de sentimientos en busca constante de amor por todas las etapas de la vida. Y traemos legados en cada latido de la sangre desde el momento unánime que fuimos engendrados.

A veces reflexiono con la sinceridad de que me sé brizna de viento. Y no quiero ser indiferente al amor, ni tampoco al dolor de mis iguales.  Y no ignoro que ando a ciegas muchas veces, que me caigo y derrumbo, como tantos…  y es entonces cuando la herencia recibida me alza de la tierra y desde lo más hondo de mi alma,  mi fe es la antorcha que alumbra mi camino.

Es cierto que no puedo guardar cachitos de tiempo que se disuelven como lluvia en los ríos. Pero también es cierto que hay fechas que el corazón reclama, esplendidas de dicha, y al recordarlas, me devuelven la paz como esta fecha del 8 de diciembre donde tengo una hija con su nombre y es el mayor regalo de mi vida.

                                                                                               Natividad Cepeda

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