Cerca del paraíso

Entre finales de septiembre y principios de octubre de 2014, tuve la oportunidad de hacer un viaje que para mí sería inolvidable. Visitaba por segunda vez uno de los países más extensos y lleno de contrastes de todo el cono sur americano, cuando comenzaba la primavera austral, aunque el invierno reclamaba su presencia tardía y parecía dar sus últimos coletazos con abundantes lluvias y un ambiente fresco, pero que, cuando soplaba el viento, nos dejaba ateridos.

Nuestro periplo lo iniciamos en Santiago de Chile donde, durante varios días, se celebró un evento internacional en el que participaban una decena de delegaciones de países latinoamericanos, además de España, con la que yo participaba. Cuando finalizaron estas jornadas, como nos habíamos tomado algunos días de vacaciones, decidimos de forma espontánea —aunque no precipitada—, desplazarnos al sur del país, a la conocida Región de los Lagos.

Chiloé

En este viaje desde Santiago a Puerto Montt, por la ventanilla del avión se podía observar una cadena de volcanes salpicados a lo largo de toda la cordillera andina que proporcionaba un espectáculo inédito, sorprendente y casi fantasmagórico. Por encima de las nubes —que impedían ver la superficie terrestre de aquel paraje espectacular de la Patagonia chilena y argentina—, se apreciaban con nitidez los conos de estos sorprendentes accidentes geográficos que emergían imponentes en un horizonte, casi infinito, hasta el cabo de Hornos. Pude recordar entonces que Chile es uno de los países del mundo con mayor número de volcanes activos.

Iglesia de S. Francisco (Chiloé)

En nuestros viajes, cuando se trataba de elegir entre naturaleza o arte y cultura, habitualmente elegíamos esto último, lo que nos permitía descubrir y conocer estas manifestaciones culturales de las ciudades visitadas, como lo hacíamos en España. Pero esta vez era más abundante y espectacular lo natural, que los aspectos culturales y de arte urbano en esta zona, aunque también visitamos algún monumento relevante artísticamente, como la Iglesia de San Francisco en la ciudad de Castro —ubicada en la isla grande de Chiloé—, que destaca por estar construida toda en madera y decorada con profusa y llamativa policromía.

Aun así, lo más apasionante era contemplar los sugerentes paisajes, admirar con respeto sus volcanes y navegar por sus numerosos e inmensos lagos —que al fin y al cabo eran los que daban nombre a esta región—. Destacaban los parques nacionales de Chiloé y el de Vicente Pérez Rosales, dentro del cual se encontraban los espectaculares saltos de Petrohué. Los volcanes Osorno, Puntiagudo, y Tronador servían de fondo a un escenario montañoso, con el cielo limpio y el aire puro que invitaba a ser inspirado. Y pudimos observar el Calbuco, que apenas seis meses después de aquel viaje, hizo erupción y fue noticia en el mundo entero.

Lago de todos los Santos y volcan Osorno

Los enormes lagos de Llanquihue, el más grande del país que se encuentra totalmente en territorio chileno, y el de Todos los Santos, —en el que tuvimos una navegación tranquila—, del que nos sorprendió no ver otras embarcaciones y la carencia de asentamientos humanos en los cuarenta kilómetros de su recorrido hasta llegar a nuestro destino en el pequeño puerto de Peulla, muy cerca de la frontera, aunque todavía lejos de la populosa ciudad argentina de San Carlos de Bariloche o simplemente Bariloche, como se la conoce popularmente.

En este sugerente paraje, tomamos una balsa motorizada que navegaba por uno de los canales del Río Negro, que desembocan en el lago. Cuando habíamos recorrido algunos metros hacia el interior del valle, uno de aquellos avezados guías hizo parar los motores y nos pidió silencio para escuchar los sonidos de la naturaleza. En aquel remoto lugar, se produjo una emoción indescriptible, casi mágica —como hubiera dicho la conocida escritora chilena Isabel Allende—. Solo se oía el rumor del agua del río que discurría por su cauce de piedras rodadas hacia el lago y el trino de algunos pájaros, mientras desde lo más alto, un cóndor, parecía vigilar nuestro viaje.

Saltos de Petrohue

Estos guías nos dijeron que, en un radio de unos cuarenta kilómetros, estábamos únicamente nosotros y algunos trabajadores del pequeño restaurante. Pero todos, a última hora de la tarde, nos volvimos a Puerto Varas, desde donde habíamos partido por la mañana. En aquel solitario paraje únicamente quedaba por la noche —como único testigo—, un viejo ermitaño que vivía en una de aquellas montañas, que se mantenía con lo que él mismo producía y con lo que le proporcionaba cada semana un pequeño barco fluvial.

En aquel inmenso territorio en el que se mostraba en todo su esplendor la naturaleza austral, me sentí en paz, pletórico y casi extasiado, —como lo estuve alguna vez siendo niño—, ante esta sorprendente manifestación de vida. Y entonces pensé que si de verdad existe el paraíso, muy lejos de allí no debía de estar.

Nuestro viaje se completó con la visita a las populosas ciudades de Santiago, Valparaíso y Viña del Mar. Pero esa es otra historia.

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