La grulla y el camino

En los veranos del último cuarto de siglo, hemos visto resurgir el Camino de Santiago que se ha popularizado hasta convertirse en un fenómeno casi de masas en todo el país.

En los años noventa, dos amigos, —ya desaparecidos— preparaban cada año su cita con el conocido como camino francés, que ellos recorrían.  Por la ilusión que le ponían, muchos los admirábamos, hasta el punto de que algunos, contagiados por ellos, acabaron incorporándose a su grupo de peregrinos.

Hace un mes, un grupo de ciclistas de Jaén —concretamente de Torredonjimeno—, hacía el recorrido del camino en bicicleta. Ya llevan algunos años haciéndolo. Y en esta ocasión tocaba una de las rutas menos conocidas, la mozárabe manchega.

Hicieron parada en el Hotel Cumbria de Ciudad Real. El grupo —de unos veinticinco miembros—, era heterogéneo. Algunos tenían cierta edad pero otros eran más jóvenes. Entre ellos, destacaba un joven que debutaba este año. Descansaba pero estaba ilusionado y se sentía orgulloso de formar parte del grupo.

Uno de ellos es un buen amigo, al que hacía algunos años que no veía. Para saludarlo me acerqué al Hotel y, tras la emoción del reencuentro, disfruté con ellos aquella tarde. A la mañana siguiente seguirían camino de Toledo para llegar, algunos días después, a Santiago de Compostela.

Hace tres años estaba sentado en un descansadero de una de las tres rutas del Quijote que atraviesan el término municipal de El Toboso. La ruta del Camino viejo de la Mota, como es conocida, que viene desde Mota del Cuervo. Es de las que más se utilizaron en la celebración de los cuartos centenarios de la publicación de las dos partes del Quijote.

En ese momento vi acercarse a un caminante ataviado con un sombrero llamativo. Se trataba de un sombrero cónico de gran tamaño. Según se aproximaba a mi posición fui reconociendo los rasgos asiáticos de aquel individuo. Cuando llegó a mi altura me acerqué a él. Al verme se puso tenso, aunque enseguida se serenó. Intentamos comunicarnos. Él usaba un poco el español, pero acabamos entendiéndonos también con mi limitado inglés.

Lo primero que hicimos fue hablar de su viaje. Me dijo que él hacía el camino de Santiago desde Valencia. Entonces recordé que la ruta del Quijote simultanea este tramo con el camino. Conseguí, sin mucho esfuerzo, que variara su recorrido para llegar a un paraje, el del Pozo de Arriba, desde donde pudo disfrutar de una de las panorámicas más bonitas de aquel lugar.

Cuando llegamos al albergue, nos sentamos en una mesa donde hablamos mientras le preparaban su habitación. Para mi sorpresa, no conocía nada de El Toboso. Se sorprendió cuando le dije que allí hubo un hospital de peregrinos, que en la Edad Media fue una villa amurallada o que los caminos estuvieron protegidos por órdenes militares, posiblemente también por los templarios. Y él me dijo que vivía en Kioto (Japón); que era ingeniero industrial, de la especialidad de cerámica; que, tras más de treinta años trabajando para una empresa privada, ahora lo hacía en la Universidad; y, que diseñaba piezas cerámicas que comercializaba por internet.

Mientras tomábamos un refrigerio, anotó mis datos en una vieja libreta, y con un papel de diseño que sacó de su mochila comenzó a hacer una figura. Al final me la entregó y me dijo lo que significaba. Era una grulla hecha en papiroflexia. En su país —según me dijo—, simboliza el deseo de salud, felicidad y prosperidad para quien se la entrega. Después, mientras nos despedíamos, me entregó una tarjeta de visita. En ella indicaba, para mí sorpresa, que era consultor del Camino de Santiago.

Hace algunos años, en un viaje a Santiago pudimos comprobar el júbilo de los peregrinos al llegar a la Plaza del Obradoiro. Luego, nos fuimos a Finisterre, la última etapa para muchos de ellos, antes de regresar a sus lugares de origen.

Allí se despojan de lo que han usado en el camino pero que ya no les es útil. Y se produce algo mágico, casi sagrado. Los viajeros, sentados en aquellos escarpados acantilados, meditan en silencio, con la mirada perdida en un horizonte en el que se confunden el cielo y el mar. Recuerdan las incidencias del viaje, a la gente que han  conocido o cómo han añadido sellos para conseguir la preciada Compostela.

Se acuerdan de por qué han llegado hasta ese lugar y cuál fue el motivo de su viaje. Como promesa por alguna enfermedad superada o por la pérdida de algún familiar; algunos por devoción; otros por el reto de hacerlo, superando ese largo peregrinar.

Los caminantes quedaron en su sosegada meditación. Me acerqué a una pequeña fuente, en la que un peregrino bebía agua. Este, se dirigió a mí sin mirarme y me dijo, que los turistas veíamos aquello con frivolidad, que el camino había que sentirlo. Me quedé en silencio, pero luego le dije que todo aquello podía estimular mi deseo de poder hacerlo algún día. Entonces él levanto la mirada y esbozó una casi imperceptible sonrisa.

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