Batallitas patrimoniales (6)

La visita al Torreón había llenado de alegría los corazones de la pareja, el abuelo y el nieto. Sin embargo, no todo serían parabienes pues también se habían despertado ciertos fantasmas del pasado, aquellos en los que la relación entre Adela y José no atravesó por su mejor momento. El relajado rostro de este último así lo había manifestado al encontrarse con Joaquín como guía y no con aquel que temía que fuera, alguien que muy especialmente conocía a su esposa, la joven Adela. De eso mismo ella se había dado cuenta, dirigiéndole una mirada cómplice, aquella que siempre guarda un secreto que sólo pertenecía a ambos y a nadie más.

Además, la distancia entre abuelo y nieto también comenzó a incrementarse a finales de aquel invierno, no sólo por el tiempo en el que el anciano estuvo aquejado por ciertos fríos que habían empeorado su salud, mostrándose aún que no estaba en condiciones cuando llegó la Semana Santa. Por ello, había decidido que sólo saldría en compañía de su nieto, si la familia se hallaba al completo.

Mientras aquel lapso transcurría, por un lado el anciano se había decantado más bien por el entretenimiento con alguna lectura que tenía en casa, aunque ya su vista no fuese la misma que años atrás; a la par que su nieto no se encontraba muy por la labor de continuar las asiduas visitas que hacía con don Juan José por motivos que sólo el muchacho conocía en detalle, aquellos que únicamente rondaban por su cabecita y que tenían su origen en el clima reinante en el colegio en las últimas semanas, de lo que Blas había preferido no contar nada en su casa.

Los malos rollos despertados por entonces se veían en los rostros de los jóvenes padres. <¿Cuándo me vas a perdonar aquello, José?>, escuchó decir a su madre al recriminar a su padre. De ello era testigo principal el muchacho, aunque callaba y callaba sobre el particular. Y ahora tampoco tenía al abuelo como paño de lágrimas sobre el que descargar aquellos temores que esas discusiones habían despertado en él. Nunca hubiese pensado que la felicidad que había embargado la infancia de momentos gozosos llegase a teñirse de gris por culpa de rencillas entre sus progenitores.

“El puente viejo de Alarcos” (detalle) de Rosa María Cano Rodríguez.

Sin embargo, se alcanzó una etapa más apacible, donde el buen tiempo extendió su propio manto y pareció mudar aquella guerra fría que se había instalado en la vivienda de los jóvenes padres, progenitores de Blas. Y un día muy en particular sería el que los volvería a unir: aquel en el que se celebraba la romería en honor a la Virgen de Alarcos. La citada fecha sería la excusa perfecta para que se juntasen aquellos que parecían tan alejados últimamente. Para que se aplacasen aquellos ánimos, pues también anhelaban reencontrarse con un clima rebosante de algarabía que les recordase a lo acontecido tiempo atrás en el Torreón, aunque tampoco querrían rememorar todo lo acontecido al respecto.

Al anciano aún le resonaba el recuerdo de su querido Joaquín, el hijo de su gran amigo. Necesitaba no perderse nada del resto de vida que podía quedarle como le pudo pasar a aquel. La llegada de aquel nieto, de Blas, fue como un soplo de aire fresco que le rescató de aquel círculo depresivo en el que había caído desde que enviudó. Sin embargo, había pasado ya un tiempo desde aquel día de tanto gozo en el Torreón, pues a aquel jovencito no lo veía nada más que de lejos y habían empezado a perder el contacto hasta que llegó el día de aquella romería.

Vinieron entonces unos nuevos Domingo y Lunes de Pentecostés en los que se celebrarían la romería en honor de Nuestra Señora de Alarcos. Aunque la imagen permaneciese durante todo el año en la ermita que lleva su nombre, en la primera de aquellas jornadas se dio comienzo, llevándose a cabo el traslado de la Virgen, obra de los escultores Rausell y Llorens, desde la iglesia de San Pedro hasta la deseada morada de su ermita mediante una reata de mulas y bueyes de unos carreros que vienen de Tomelloso, que iría acompañada por aquellos voluntariosos romeros procedentes de Valverde que deseaban participar en dicho evento.

Empero, el momento más especial o uno de ellos, sin duda alguna, era aquel en el que los romeros izaban la imagen de la Virgen sobre un solo hombro, con el fin de que tenga la visibilidad suficiente para contemplar todas aquellas aldeas y pedanías que circundan el cerro y así poderlas bendecir en su justa medida. Ese momento, en la mañana del lunes, fue muy recordado por el anciano. El muchacho estaba expectante ante la novedad, pues apenas hasta hace poco levantaba un palmo del suelo y cuando acompañaba en procesiones y otros eventos sólo podía verlos a los hombros de su padre. Pero ya había crecido demasiado como para ser alzado por su progenitor y deseaba ser partícipe de aquella fiesta que, sencillamente y hasta la fecha, sólo le habían contado.

“El cerro de Alarcos” (detalle), de Cristina Galán Gall

Después vendría la posterior ofrenda de flores, viéndose plagada esta romería, durante ambos días, de otras actividades complementarias, además de la procesión de la Virgen, como el torneo medieval, el consabido concurso de limoná, una verbena popular y un más que deseado chocolate que la Federación de Peñas de Ciudad Real tenía a bien ofrecer. Y, además, entre las tradiciones religiosas, se celebraron el Rosario de la Aurora, la Solemne Función en honor a la Virgen y la procesión que circundaba la ermita. Incluso el abuelo llegaría a recordar cómo no hacía tanto tiempo que coincidió la mejora de la iluminación con el inicio de una nueva romería, día que había sido coronado de forma especial con un concierto de música medieval, aunque como a veces empezaba a fallarle la memoria no había caído que aquella celebración había sido previamente al comienzo del propio traslado de la imagen.

̶ Padre, lo de la iluminación fue un sábado. Recuérdalo bien, luego ya vino lo del acompañamiento a la Virgen desde la iglesia de San Pedro y todo lo demás. ̶ le refirió cariñosamente su hija.

̶ ¡Ay, si no estuvieras aquí!, ¿qué haría yo? A uno la cabeza parece que empieza a hacerle aguas. Gracias, Adelita, que luego a mi nieto le hago un lío… ̶ respondió el anciano apenado.

̶ No te debes preocupar por eso, padre. El muchacho seguirá mostrando interés por todo lo que le cuentas, aunque últimamente me tiene algo despistada, pues ha bajado mucho en las notas del colegio y no suelta prenda de lo que puede estar pasándole. Tampoco quiero preguntar a los profesores, no sea que vaya a ser una mala impresión mía y le vaya a poner en un aprieto. Demasiado bien se porta como para dudar de él, aunque me tiene algo preocupada.

̶ ¡Ay, hija mía! Veo que eres prudente pues el chiquillo merece un voto de confianza. Con la edad que tiene, tampoco es tan extraño que tenga algún que otro bajón. A ti también te ocurría con sus años. Ya verás como el curso lo finaliza bien y sin ningún problema.

Tras aquella conversación, ambos, padre e hija, decidieron incorporarse al resto del grupo, pues el padre y el hijo estaban disfrutando de aquellas vistas que desde el cerro se contemplaban, viendo el que siglos atrás había sido un campo de batalla en el que siglos atrás las tropas cristianas sufrieron un serio correctivo por parte de las tropas almohades. Aquel acontecimiento dejaría en poder musulmán gran cantidad de pueblos y castillos que integraban el territorio calatravo, cuya Orden fue presa del desconcierto y de un nuevo comienzo ante tales pérdidas. Pero, Adela, al levantar la vista, se percató de que les había perdido la pista.

De pronto sonó el móvil de José y se escuchó a través de su altavoz:

̶ ¿Dónde estáis el padre y el hijo que no os vemos cerca?

̶ Aquí, donde se ve el campo de batalla en un panel, contando a tu hijo lo que sucedió en Alarcos hace tanto tiempo. Aquí se ve muy bien cómo estaban los almohades. por un lado, y las tropas castellanas, por el otro.

̶ ̶ ¡Qué sabrás tú de eso! Andad y subid a la ermita, que mi padre no puede estar dando esos paseos y menos bajando una cuesta tan empinada como la que se sube y se baja al templo. Ya estáis tardando. ̶ ̶ refirió la joven de modo imperativo ̶ ̶. Y, además, al final os vais a perder cómo van a pasear a la Virgen alrededor de la ermita, que para eso hemos venido ¿no?

̶ ¡Vamos para allá! ̶ respondió afectuoso José. ̶ ¡Ups! Que llegamos tarde a lo mejor del día. Tu madre y tu abuelo nos reclaman, Blas. ̶ indicó a su hijo.

̶ ¡Voy!  ̶ respondió el muchacho de inmediato tras alejarse de aquel cristal donde se dibujaban los diversos grupos de combatientes que lograron asaltar aquella fortaleza, los almohades integrados por el núcleo de confianza de Almansur, flanqueado por andaluces y voluntarios, guzz y arqueros, los Abu Yahya y los Hintata, y los Zenetas, Masmudas y otras tribus magrebíes. Frente a ellos, poco pudo hacer el frente cristiano integrado por castellanos tanto la caballería pesada liderada por Lope de Haro como el grueso del ejército restante.

Pocos minutos después atisbaron la estampa que padre e hija dibujaban. Ella con no muy buena cara, mientras que el anciano trataba de tomar algo de aire, pues las idas y venidas por aquel lugar de suelo tan duro y sus pendientes no ayudaban demasiado a las maltrechas rodillas de Juan José. Su hija bien lo sabía y por eso su pose ante los recién llegados. De fondo se oían las músicas procedentes del interior del templo, en el que previamente se había hecho una ofrenda a la Virgen. El interior apenas dejaba espacio para que alguien más pudiera entrar, por lo que padre e hija estaban en el exterior.

En el banco que se hallaba en el pórtico de la ermita se encontraba descansando aquel abuelo, a la espera del gran momento que todos estaban esperando. A pesar de la bonanza del tiempo, había preferido resguardarse bajo aquella cubierta que era soportada por varias columnas.

Aquel templo, que era una parte imprescindible de un recinto que iba mucho más allá, incluso de un parque arqueológico que acogía una historia que se remontaba a siglos atrás, más lejos si cabe del período medieval que representaba el castillo y la ignominiosa batalla de 1195, pues el asentamiento ibérico era el primero que recibía a los visitantes que deseaban desplazarse hasta allí, a ocho kilómetros de distancia de la ciudad de Ciudad Real. Allí fue donde desde un primer momento posó su mirada inquisitiva un curioso muchacho al que empezaban a despertarle las inquietudes por el pasado histórico de su ciudad. Su abuelo, en ese sentido, había echado una mano para incentivar esa ansia de saber, más los mimbres parecían ser ya inherentes a las inquietudes de aquel muchacho. Blas, al contemplarlo, se percató del gesto de felicidad de Juan José en el momento en que ambos cruzaron su mirada, a poco más de dos metros de distancia. El muchacho parecía aún algo incómodo ante el alejamiento de los últimos meses que habían tenido ambos. No sabía cómo reaccionaría al respecto.

Fue entonces cuando por las puertas de la ermita comenzó el trasiego de gente. Parecía que había llegado el momento del inicio de la procesión, tras la celebración de la función religiosa que había comenzado sobre las once de la mañana. En ese instante, el viejo echó mano de su reloj para consultar la hora y vio que todo iba según lo previsto. Ya quedaba poco tiempo de espera y sólo tenía que esperar a la comitiva de autoridades, Hermandad y la Banda de Música, para ponerse en pie y disfrutar de la imagen de la Virgen, aquella talla que era motivo de fervor por muchos de los que allí estaban.

Tras la finalización de aquel recorrido, Juan José, Adela, José y Blas, decidieron visitar los diversos puestos del mercado medieval que allí se había instalado. Los juegos infantiles fueron los que más interés despertaron en el muchacho, aunque al no ver a ningún compañero de clase ni amigo cerca andaba algo retraído para participar en ellos. Decidió entonces acompañar en la visita a los mayores, que disfrutaron tanto de los puestos de artesanía como de los que ofrecían los productos alimenticios más variados. Ahí el abuelo se adelantó y, al conocer a uno de los tenderos, su amigo Rómulo, decidió adquirir uno de sus productos:

̶ ¿Qué tal va la mañana, amigo?  ̶ le preguntó cortésmente.

̶ Buenos días, Juanjo. La verdad es que no me puedo quejar. La gente siempre le gusta las cosas del comer y algunos ya me han comprado varios manjares.

̶ Pues aquí tienes uno más. Recuerdas que en tu tienda suelo pedir un queso que a mí me gusta mucho, pero que no sea muy fuerte.

̶ Claro que sí. El semicurado, pues ya tenemos una edad y las sales y otras cosas hay que tenerlas controladas. Este de aquí mismo es. ¿No es así?

̶ El mismo. ¡Ponme ese medio para llevar!

̶ Marchando, un apetitoso queso para el caballero. ̶ expresó animoso el tendero.

Se despidieron ambos y el anciano llegó a donde se hallaban sus familiares.

̶ ¿Por qué has comprado eso, padre? ̶ inquirió Adela.

̶ Así tenemos para tomarnos alguna tapilla de vez en cuando, pues a Rómulo lo conozco de hace muchos años y sé que en su tienda vende productos de calidad.

̶ Uy, eso que traes ahí, como lo dejes cerca de las fauces de este maridito mío, poco de te va a durar.

̶ ¡Que no, mujer! Habrá para todos, pues no sé si habéis pensado donde vamos a comer.

̶ Sí, padre. La comida la dejó preparada Adela esta mañana. Una tortilla de patatas, algún que otro embutido y un vinito para que sea más apetecible.  ̶ señaló José. ̶ Por mi parte, opino que lo del queso ha sido muy oportuno, aunque no voy a devorar tanto como dice aquí la dama.

̶ ¿Y yo qué? ¡A mí también me gusta el queso! Además, dicen que necesito mucha leche para crecer, por lo que un poco de este queso no me vendría mal, ¿no? ̶ expresó el muchacho.

̶ ¡Ya salió el segundo glotón de la casa! ̶ respondió Adela recriminatoria, aunque la única reacción que provocó fue una carcajada de todos los presentes.

En ese momento, Adela se acercó al puesto de artesanía pues un colgante que estaba en primer plano había despertado su interés. Los reflejos que la luz de la mañana proyectaba sobre los cristales de aquella bisutería pareciera que la llamasen a mirar y a comprar. Esa reacción no pasó desapercibida para José, que bien sabía que era una ocasión muy oportuna para cerrar las heridas que se habían reabierto en los últimos meses.

̶ Veo que te has quedado hipnotizada por alguna cosilla, Adela.

̶ Bueno… sí. Este colgante, con esos vivos colores azules y verdes y el efecto y los reflejos que el sol les da, me ha parecido precioso. Pero tampoco sé si me quedaría bien.

̶ ¡Póntelo entonces! Ya te digo lo que opino o si no, en este espejo que hay colgado tú misma podrás comprobarlo.

̶ Tampoco es para tanto. No sé, no sé.

̶ ¡Anímate, mujer!

̶ ¡Vale, pesado! Voy a preguntar al dueño. ̶ refirió cariñosamente a su esposo ̶. Disculpe, señor, ¿podría coger este colgante para ver cómo me puede quedar?

̶ No faltaba más, señorita. Seguro que le queda bien, pues son unos colores que van a juego con usted.

̶ Gracias. ̶ después de probárselo, una sonrisa de satisfacción y coquetería se adueñó de su rostro, pero había mirado el precio y se quedó dubitativa.

̶ No te preocupes, Adela, llévatelo puesto ahora mismo si tanto te gusta, pues te quedan muy bien. Te lo compro. ̶ refirió José, a lo que fue respondido con un beso en la mejilla. Poco después José pagó lo que costaba y la alegría de Adela no cejó en todo el día.

̶ ¿Y a mí nadie me compra nada? ̶ preguntó el muchacho.

Todos le miraron sorprendidos al verse recriminados. Su padre fue el primero en reaccionar:

̶ ¿Te apetece que vayamos a alguno de los juegos que hay aquí al lado? ¿O prefieres que nos acerquemos al puesto de ahí abajo donde alguna cosa quizá te guste?

̶ En el puesto, mejor. Lo de los juegos, veo que son muy niños y yo ya soy mayor. ̶ expresó ufano.

̶ Vamos entonces, Blas. ̶ señaló José, aunque también los acompañaron su madre y su abuelo.

̶ Papá. A mí me gustan las espadas de los cristianos que hay abajo.

̶ No sé yo, si tu madre estará de acuerdo con eso. ̶ le explicó en voz baja a su hijo.

̶ Mamá, mamá. ¿Podría comprarme esa espada y ese escudo como los cristianos que pelearon aquí hace tanto tiempo?

̶ ¡Uy, Dios bendito! ¿Estás seguro de que no vas a hacer ninguna trastada con ellos y que en casa no tirarás cosas por el suelo?

̶ ¡Seguro! ¡Porfa, mamá! Sólo los cogeré cuando me dejes. ̶ expresó rogador el muchacho.

̶ ¡Está bien! Si cumples con esas condiciones, dile a tu padre que sí puede comprártelo. Aunque no pidas muchas cosas más que luego debemos ir en el autobús con todos los trastos, ya que tu padre decidió no traer el coche.

̶ ¿Entonces vamos a tener que esperar ahora mucho tiempo en la parada o no? ̶ preguntó intrigado el muchacho.

̶ No mucho. Aunque será mejor que no te entretengas con la compra para que nos podamos ir cuanto antes a coger el bus. ¿No te parece? ̶ le indicó su madre.

̶ Voy corriendo. Papá, papá, vamos deprisa.

̶ Está bien, Blas.

Tras abonar el importe de aquellos objetos, el muchacho presumía de su espada de poco más de medio metro de longitud y un escudo que tenía un enorme castillo pintado en su centro. Llegaron y alcanzaron al anciano y a su hija, para ir directamente a la parada del autobús. Apenas transcurrieron un par de minutos y este llegó hasta donde ellos se hallaban. Lo cogieron e iniciaron el regreso a casa.

Tras hacer la parada en la misma ronda, los cuatro bajaron del transporte para dirigirse a casa. Sus cuerpos se sentían algo cansados y había llegado la hora de comer algo. ¡Menos mal que siempre estaba previsora Adela para adelantarse a los acontecimientos! Sabían que el día sería relajado, pues ninguno tenía compromisos laborales ni personales. En ese momento llegaron al piso. Los cuatro subieron por el ascensor y abrieron la puerta de la vivienda.

̶ ¡Blas, a lavarse las manos! ̶indicó Adela.

̶ Sí, mamá. ̶respondió sin queja el jovencito, contento al tener en su poder el tan ansioso objeto de deseo: < ¡espada y escudo cristianos para combatir a los moros! >, expresaba para sí.

̶ Deja las armas para otro momento, hijo. ̶señaló oportunamente su padre.

Tras asearse convenientemente todos, se dispuso la mesa de la cocina y comenzaron a dar cuenta de todos aquellos alimentos que la señora de la casa había preparado. Escasa fue la conversación durante la comida, pues el ajetreo de la mañana les había restado parte de sus energías, salvo quien parecía que nunca se le agotaba la batería, que dijo:

̶ Abuelo. Cuando estábamos en la ermita, allá en lo alto, no por donde te sentaste sino al otro lado, abajo se veía un río y dos puentes uno más grande que otro. ¿Por qué había dos si estaban tan cerca? ¿Los que ya lo hicieron no pensaron que con uno sería suficiente?

̶ Verás, Blas. El puente viejo, que es el más corto, el que veías a tu izquierda desde la ermita, se remontaba incluso a los tiempos de los romanos o más antiguo aún. Si recuerdas alguna cosa que te habré contado, Ciudad Real se encontraba en un recorrido que unía otras grandes ciudades como eran Toledo con Córdoba e incluso Sevilla. Este puente formaba parte de la calzada romana que por entonces existía, pero a lo largo de los siglos fue reparado en diversas ocasiones. Sin embargo, de forma más reciente incluso se tuvieron que restaurar varios arcos, por lo que el uso al que se destinó sería sólo para quienes fuesen a Poblete o a Corral de Calatrava. Desde entonces, finales de los años 80 si no me equivoco, se había construido el otro más nuevo que daría más fluidez al tráfico, aunque no sea tan bonito.

̶ Vale. Gracias abuelo.

̶ Acaba pronto de comer, Blas, que debemos descansar un poco. ̶ refirió su madre.

̶ Sí, mamá. Pero ¿después de que echemos siesta le puedo preguntar al abuelo algunas cosas de Alarcos para el cole?

̶ Eso te lo debe decir él.

̶ Por supuesto que sí, Blas. Dame un ratito para que dé una cabezadita y te resuelvo tus dudas.

En pocos minutos, abuelo y nieto se habían dejado caer por la sala de estar, quedándose postrados y entornando progresivamente los ojos hasta entrar en un reparador sueño.

Mientras tanto, Adela y José se quedaron en la cocina fregando la loza y la cubertería. Sin embargo, el gesto nervioso de ella puso en alerta al joven:

̶ ¿Qué te pasa? Estás muy callada y no es propio de ti. La mañana se dio bien o ¿no es así?

̶ Sí, aunque, como te lo explico. Sólo a medias. Espero que me entiendas pues he visto al “innombrable”, a ese que no deseas ver ni en pintura, cuando mi padre había ido a buscar asiento a la entrada de la ermita.

̶ ¡Maldita sea! ¿Qué ha pasado entonces?

̶. ¡No hables tan alto! ̶ habló entre susurros Adela ̶ Sólo que me puso mal cuerpo al verlo y con la sonrisa burlona con la que me miró. No ocurrió nada más, pero no quería decírtelo delante de ellos ̶ le dijo mirando hacia la salita ̶. Ha sido una situación incómoda, pero no tienes nada de qué preocuparte.

̶ ¡Está bien! Te agradezco que me lo dijeras, pues me pareció ver a su nueva novieta o lo que sea ahora. Ni me molesté en saludarla pues apenas he cruzado dos palabras con ella y siempre iba muy subidita creyéndose la reina de Saba.

̶ ¡Qué cosas tienes José! Ya veo que ha sido una tontería. Espero que nuestros fantasmas no vuelvan, pues me gustaría algún día darle un hermanito a Blas. ¿Qué te parece?

̶ Esperemos un año, si no te viene mal más o menos, pues en el trabajo quizá pueda mejorar y ocupar una plaza de encargado y así podríamos afrontar los gastos con un mayor colchón.

̶ Me parece bien, pero ¿desde cuándo sabes eso?

̶ Aún no es nada seguro. Hay un compañero que quizá se jubile y otro que parece que ha encontrado trabajo fuera y que dejaría vacante su puesto. Depende de esas cosas, aunque al menos uno de los dos sí se irá.

̶ Esperaré un año entonces. Intentaré encontrar algo mejor yo también, pues quizá mi trabajo no dé para tanto y si me falla alguno de los clientes podrían bajar mis ingresos.

Tras mantener aquella conversación entre susurros, se acercaron un momento a la sala para ver cómo estaban los durmientes. Pareciera que habían cogido el gusto a sus nuevos lugares de descanso, pues no había un hueco para ellos.

̶ ¿Y ahora qué hacemos nosotros? ̶preguntó Adela a José.

̶ Nos acercamos al dormitorio y damos una cabezadita, que también no la hemos ganado ¿No te parece?

Una hora y media después, comenzaron a desperezarse aquellos que habían disfrutado de un descanso oportuno.

El anciano fue el primero en darse cuenta del silencio que se había adueñado de la casa. No quería molestar ni tan siquiera a su nieto que, al estar tan próximo a él, cualquier ruido podría despertarle. ¡O eso creía él! Como si estuviera al acecho de su presa, el jovencito permanecía en silencio, con los ojos cerrados, aunque ya no dormía. Estaba esperando deleitarse con las historias de su abuelo y así ocurrió.

Comenzó su relato recordando lo del puente que antes de la siesta había contado, el porqué de tantas restauraciones y reformas del antiguo, pues al material pétreo con el que estaba construido le había llegado su hora. También le habló del molino harinero, de cómo había pertenecido al monasterio de las Dominicas hasta el primer tercio del siglo XIX y cómo más tarde pasó a ser Gran Fábrica de Harinas, que provocaría que se le añadiesen algunas de las dependencias que se encontraban a su alrededor. Incluso le habló del azud con el que aguas arriba el curso del río Guadiana era desviado para poner en marcha el molino hidráulico. Con cierto pesar aquellos recuerdos que asaltaron a Juan José le entristecieron tras contemplar desde aquel cerro el estado de abandono en el que aquellas construcciones habían quedado.

Sin embargo, el muchacho, recordando el regalo que su padre le había comprado, estaba más por la labor de recordar la batalla donde moros y cristianos se enfrentaron, aunque el viejo le advirtió una cosa al respecto:

̶ Debes saber, Blas, que a pesar de que tengas en tu poder una espada y un escudo cristianos, quiénes vencieron en la batalla de Alarcos fueron los musulmanes, aquellos que eran conocidos como moros por entonces.

̶ Entonces, abuelo, ¿debería haberme comprado otra cosa no?

̶ No tienes por qué. Sólo has de saber que cuando gobernaba en la tierra de Castilla el rey Alfonso VIII, las tropas musulmanas que lograron tomar Alarcos no vencieron por casualidad. Tenían unos medios a su alcance que los cristianos no poseían.

» Como antes me has dicho sobre el arma que te compraste, había entre las otras musulmanas un arma llamada ballesta que supuso una novedad y con la que los musulmanes podían evitar el cuerpo a cuerpo en la lucha y eliminar al enemigo sin sufrir ningún percance. Otro día, quieres, cuando estemos por los jardines del Prado, nos acercamos al Museo que hay cerca de allí y te enseño algunos restos de las flechas que se encontraron.

» Además del armamento, otra de las ventajas fundamentales que las tropas lideradas por Almansur tenían fue la de su número. Eran muchísimos más que las tropas cristianas, y eso venía porque entre los musulmanes se movilizaban a todos aquellos hombres que eran útiles para el combate. Y eso fue uno de los grandes errores que cometió el rey cristiano.

̶ Entonces, abuelo, ¿el rey Alfonso VIII era algo chulo y por eso nos ganaron?

̶ Algo parecido ocurrió. Te cuento.

» Cuando ya llegó la fecha del 19 de julio, en plena madrugada, Alfonso VIII que, aún esperaba los aliados que iban a reforzar sus tropas castellanas, decidió que ya tenía que atacar. Sí o sí. Sin que las tropas procedentes de Aragón, Navarra y León hubiesen llegado. Pero no quedó ahí la cosa, sino que habían acampado en el cerro con todas las ropas y vestimenta de batalla, unas pesadas armaduras y las cotas de malla. Era pleno mes de julio. El calor no había quien lo aguantara y las tropas castellanas tenían sed y hambre.

» Además de todo esto, había que tener en cuenta que Al-Mansur había sabido jugar bien sus cartas y que no estaba mostrando todo el ejército que poseía para el combate, pues muchas de ellas se encontraban ocultas en recovecos o escondidas, lejos de la vista de los cristianos. En eso también se equivocó el rey Alfonso pues el Alférez Mayor de Castilla, don Diego López de Haro, quiso cargar desde el cerro contra la infantería cristiana que aparecía en la llanura. Pensarían que era presa fácil, pues entonces afloraron las fuerzas musulmanas escondidas en diversas cuevas cercanas a Alarcos, además del movimiento que llevaron a cabo los ballesteros. ¡Los musulmanes estaban contratacando!

̶ Sigue, sigue. Está muy interesante abuelo.

̶ Como te iba diciendo, los musulmanes contratacaron. La caballería musulmana, mucho más ligera que la pesada castellana hicieron una especie de tenaza y sorprendieron a los cristianos con las flechas que los arqueros turcos lanzaban a caballo. El caos y la catástrofe entre los pesados caballos castellanos se adueñó de ellos, teniendo el peor final posible: serían perseguidos y cazados, pues se encontrarían atrapados entre el cerro y el río. Solo pudieron regresar al castillo unos pocos, aunque ya era tarde, muy tarde, pues el campamento también había sido rodeado.

» Cristianos y moros continuarían la lucha desde el mediodía a la tarde. Hasta la mismísima tienda del rey castellano lograron llegar los musulmanes. Se salvó por los pelos entonces, pues huyó a caballo, dejando a don Diego López de Haro al mando.

» Lo demás fue cuestión de tiempo. El Alférez Mayor debió aceptar las condiciones de la rendición que le impuso Al-Mansur, teniendo que entregar hasta doce caballeros como señal para que luego se pagase su rescate. Todos ellos acabarían como prisioneros en las mazmorras del castillo de Calatrava La Vieja, aquel que está cerca de Carrión. Pero los prisioneros que los musulmanes llegaron a capturar rondarían la cifra de unos tres mil, que serían más tarde liberados al pagar su rescate.

̶ ¿Y de los musulmanes se salvaron todos?

̶ No, hijo. Aunque las pérdidas entre los cristianos fueron muy importantes, falleciendo algunos obispos e incluso maestre de las Órdenes Militares, también las tropas musulmanas sufrieron lo suyo, pereciendo en la contienda el mismísimo visir e incluso el jefe de los benimerines.

En ese momento aparecieron en la salita Adela y José.

̶ Ya veo que no perdéis el tiempo y que estáis de cháchara toda la tarde. ̶ expresó Adela.

̶ No hemos querido interrumpir porque os veíamos muy animados con la batalla y preferimos esperar a que acabase el relato, padre.

̶ No hacía falta hijo. Sabes que a vosotros también os la puedo contar como lo hice con Blas. Además, tenemos pendiente una visita dentro de la ermita e incluso ver mejor el parque tanto la zona ibérica como la medieval, pues con tanta gente y con estos calores era más oportuno no hacerlo pues no podríamos disfrutar de todos sus secretos.

̶ Estamos agradecidos por lo que haces, papá. Ya habrá otro día para ello, cuando volvamos a tener un hueco libre José y yo. ̶ expresó su hija.

Eran las cinco y media de la tarde. Así lo mostraba el modesto reloj de pared que tantos recuerdos traía a José. Fue en ese instante, tras disfrutar de una apetecible merienda que hizo las delicias de todos, cuando el anciano se volvió a convertir en aquel narrador de historias que tanto embelesaba. Adela, José y Blas quedaron absortos ante los conocimientos tan profundos que el anciano tenía de la historia de la ciudad. Ello era aún más meritorio pues pertenecía a una generación que no había tenido oportunidad de estudiar en la universidad como ya en la actualidad ocurría, pero aun así la preocupación por su ciudad le llevó a conocer sus entresijos, sus costumbres, su historia, y, ya de paso, logró distraer de las preocupaciones diarias ̶ y otros pormenores ̶ a los espectadores que tenía frente a sí.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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