Albañiles

Ramón Castro Pérez.- Llevo un año de albañiles. Los tengo metidos en la cabeza y me salen por las orejas para fumarse el «pito» y dar alguna voz. Enseguida vuelven a lo suyo. Me pregunto cuándo terminarán con el martillo neumático. Debe de haber trabajo ahí dentro.

Los llamé porque algo no iba bien. Estaba convencido de que se trataba de una gotera (o dos), así que entraron con todo el equipo. Al levantar una losa, cerca del hipotálamo, vieron algo que no les gustó. Ahí siguen, echando tabiques abajo mientras cada día, yo, hago menos cosas de las de antes, duermo tres horas y tengo más dudas sobre lo que pinto o, más bien, lo que me queda por pintar en este puñetero mundo.

Los viernes, sobre las seis de la tarde, dejan todo por medio y salen como alma que lleva el diablo. La espantada coincide con mi visita semanal a la terraza de verano. Ignoro si hablamos de correlación o de causalidad y, en caso de hallarnos ante esta última, si la dirección va en un sentido o en otro.

Aun así, vuelven el sábado por la mañana. Incluso, lo que es peor, alguna vez se han puesto con la hormigonera el mismo viernes por la noche. No lo llevo bien, sinceramente. Resisten a los ansiolíticos, bloquean las relaciones, destapan «ñapas» que estaban bien enterradas y no terminan de cerrar las zanjas que abren. Hoy es lunes, imagínense. Hasta el viernes, les queda «corte».

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