Batallitas patrimoniales (14)

– Hija, ¿recuerdas a Carmencita, la chica de mi amigo Estanis?

– ¡Cómo no, padre! Hace unos días me pareció verla de pasada, aunque como íbamos ambas con prisa apenas nos pudimos saludar.

– ¿Qué sabes de ella? Parece ser que he sido el último en verla.

– No entiendo, padre. Con el trabajo de estos últimos días, apenas me acordé de ese detalle.

– Y tú, ¿cuándo la viste?

– Hace sólo unos minutos que me despedí de ella, pues como recordarás mañana es su santo. Ella parece que se vino a vivir a Ciudad Real, sola y con una hija de la edad de Blas nada menos. ¡Qué mujer! En el hospital me dijo que trabajaba.

– ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Estudió enfermería y tuvo que marcharse para poder ejercer. Se casó y quedó embarazada. Luego ya perdí su pista hasta hace unos días en que apenas nos saludamos. ¿Qué te ha contado? Espero que esté bien, pues era buena gente.

– ¡Pues claro que lo es! Ya sabes que casi la vi nacer. En cuanto a cómo está o están, mejor dicho, vive sólo con su hija. Aquel que era su marido y que parecía no haber roto un plato en su vida, las dejó solas a ambas. Y, ¿a qué no sabes quién es compañero de clase de la hija de Carmen? Precisamente, quien estás pensando: ¡nuestro Blas! Que, por cierto, el pillo no me dijo nada y eso que estuvo recientemente en casa acompañando a la chica por no sé qué percance que tuvo ella. Ese muchacho o a veces tiene la cabeza en las nubes o es poco más o menos que una tumba. Algo se estará guardando que no suelta prenda sobre el tema ¿No crees?

Escudo de los Pulgares en la Capilla de Hernán Pérez del Pulgar (Iglesia del Sagrario, Granada)

– A la hija de Carmen no la conozco, padre. Aunque, como bien dices, si se parece en algo a ella, entiendo por dónde vas respecto al comportamiento de mi hijo, y quizá no vayas nada desencaminado. ¡Menos mal que estamos en verano, pues si fuese en pleno curso habría que haber puesto freno a lo que pudiera acontecer! Y entre unas cosas y otras el curso podría haber sido un auténtico desastre.

– Totalmente de acuerdo, pues tuvo el pobre una mala racha y se recuperó a tiempo. Ahora creo que habrá que darle un voto de confianza, aunque mantengas la tensión de que no se descuide durante el verano sin hacer nada, ocupándole con alguna rutina de estudio. Que socialice con otros chicos o chicas de su edad siempre le ayudará, hija. ¡No todo va a ser estar bajo la lupa de los padres ni las peroratas del abuelo! Esa presión quizá podría resultar contraria a lo que esperas. Déjalo estar, pues se puede confiar en él.

Mientras mi padre y yo estuvimos ausentes de casa, ahí quedaron padre e hija charlando y curiosamente el centro de atención estaba siendo yo mismo. Por otro lado, aquel día mi padre me había dicho que quería estar tiempo a solas conmigo, aunque la excusa fuera que iban a cortarme el pelo.

– ¿Qué tal te encuentras, hijo? El curso que ha finalizado ha sido complicado. Imagino que tendrás tus motivos. Sé que quizá sea en parte responsable de lo que te pasó, pero has de entender ciertas cosas que con la edad las conocerás aún mejor.

– ¿Te refieres a las discusiones entre mamá y tú? La verdad es que no entendí ni aun entiendo nada sobre aquello. Espero que lo hayáis arreglado, aunque supongo que tampoco habréis dejado de discutir. ¿O no es eso de lo que me querías hablar, papá?

– Veo, como bien me ha dicho tu abuelo, que vas al grano. ¡No sé a quién me recuerdas! – señaló irónicamente José –. Supongo que tienes derecho a quejarte, aunque también sin pasarte. Son cosas de mayores y, sencillamente, fuiste testigo de una discusión en la que tú no eras nada más que un espectador que nadie esperaba y no eras parte de las causas de aquello.

– Pero ¡nunca os había oído hablar así levantándoos tanto la voz el uno al otro!

– Ahí sí que he de darte la razón. Debimos ser más comedidos o cerciorarnos de que estábamos realmente solos. Pero a lo hecho, pecho.

» Lo que sí quería decirte es que, cuando cumplas más años, te darás cuenta de que no todo es para toda la vida y que a veces las relaciones atraviesan por diferentes etapas. Algo he oído de una joven que quizá te hace tilín, por ahí supongo que me irás entendiendo.

– Ya veo que todos estáis empeñados en que Maite y yo somos algo más que compañeros de clase. ¡Si ni tan siquiera me di cuenta de que estábamos en la misma aula hasta que ella me lo recordó hace unos días!

– Ya veo, pero aun así tu reacción no deja lugar a dudas. Cuando te hablan de ella te muestras incómodo y eso da a entender que quizá puedas sentir algo por ello. Eso, desde que el mundo es mundo, nos ha ocurrido a todos y no tienes por qué avergonzarte. Demasiado cerca tienes a quien despertó en mí esas emociones hace ya tanto tiempo, tu madre, aunque luego nos hayas oído discutir, pero esa es otra historia.

– Entonces, ¿me puedo quedar tranquilo y pensar que con todo lo que habéis hablado le habéis puesto solución?

– No es tan sencillo hijo, pero, eso sí, vamos por el mejor camino posible para que todo se arregle. Nada más tienes que preocuparte al respecto. Por cierto, ya llegamos a la peluquería y, como ya reservé, hemos llegado a la hora cabal.

En aquel trayecto de ida y vuelta de casa a la peluquería y retorno a la primera, padre y yo parecíamos haber aclarado algunas cosas sucedidas en los últimos meses acerca de la relación entre mis padres e incluso algunas de las actitudes que yo mismo había mostrado también parecieron arrojar cierta luz para José, mi padre, algo que más tarde transmitiría a mi madre, que siempre era más recta a la hora de encauzar la educación de su hijo, un servidor. Y, mientras aquello ocurría, padre e hija, mi abuelo y mi madre, también se habían puesto al día de algunas dudas que tenían que aclarar.

Llegó entonces la hora de la comida, tras habernos aseado convenientemente los cuatro, en mi caso de forma más concienzuda al tener que desprenderme de todos aquellos pelos que aparecieron pegados por mi rostro y mi vestimenta en aquel tórrido mes de julio que había alcanzado ya su segunda decena. Aún estábamos en los días más rigurosos que solían provocar mal sueño por las noches o cierta descomposición en los cuerpos si no te hidratabas lo suficiente como para contrarrestar las altas temperaturas. Algo así nos solía afectar con más frecuencia tanto a los que aún no estábamos acostumbrados por nuestra corta vida como a aquellos que llevaban demasiado a cuestas en sus espaldas. En mi familia, mi abuelo y yo éramos ejemplos de ello, mientras mis padres estaban en una edad en la que su físico estaba más habituado a soportar los rigores, ya fueran estivales como invernales.

– ¡Ya era hora que te quitasen esos pelos que no venían a cuento! – refirió Adela acerca de la nueva faz del muchacho tras regresar de la peluquería.

– ¡Quizá demasiado para mi gusto! Aunque seguramente así podrás sobrellevar más el calor, hijo. – señaló José.

Mientras, el abuelo se mantenía expectante y a la espera de poder expresar lo que había estado rumiando durante toda la mañana, desde que finalizase su conversación con mi madre. Algo tenía en mente pues se le notaba demasiado callado. En ese momento, mi curiosidad de puso de manifiesto:

– ¿Estás bien abuelo? ¿No me dices nada de mi pelo? O estás pensando en algo que no sabemos.

– Ya veo, Blas, que no se te escapa nada. La verdad es que uno está cansado con estas temperaturas. ¡Cuarenta grados nada menos dicen que tendremos hoy! ¡Hasta dónde vamos a llegar! Esto no hay quien lo aguante y uno ya no está para soportar los fríos de los aires acondicionados tampoco. ¿Qué piensas tú de ello, hijo?

– Vaya abuelo, creí que estabas pensando en otra cosa, pero lo del calor estoy de acuerdo contigo. No se puede hacer mucho si ponemos el aire sólo lo solucionaríamos durante un rato. Luego viene la noche que tampoco nos deja tregua.

– ¡Anda con el muchacho sabiondo que nos ha salido! Si ahora hasta puede convertirse en hombre del tiempo y todo. No de despistes, Blas, y comete todo lo que hay en el plato, que luego dices que no hago lo que te gusta. –intervino cortante Adela.

– Anda, mujer. Ya será para menos. Blas estaba preocupado por lo callado que estaba tu padre, y de lo que también yo estaba sorprendido, y por eso lo que ha comentado. El calor de estos días es lo habitual que debemos soportar, unos con aire acondicionado y otros sin él. Aunque eso luego da igual cuando sales a la calle y a todos nos toca sudar la gota gorda. ¿No crees, Adela? –intercedió su esposo.

– Vale, vale. Me doy por enterada. Pero, con el trabajo que he tenido esta mañana para hacer esta comida, a ninguno de los tres os quiero ver dejar nada en el plato. ¿Me habéis entendido? –respondió subiendo el tono.

Aquella sentencia de mi madre no dio ninguna opción de réplica por parte de los tres varones que la acompañábamos a la mesa en la cocina. Unos segundos de tensión mostraron que el tema de conversación a tratar debía ir por otros derroteros para así aliviar el clima reinante. En eso el más experto en la materia tomó la palabra:

– ¿Sabéis que en pocos días se conmemoraría el nacimiento de un personaje muy famoso de esta ciudad? Incluso tuvo una casa que aún se mantiene en pie, aunque haya cambiado el uso que se hace de ella hoy en día. –refirió el anciano.

– Abuelo, ¿no es esa la que está cerca de la Catedral y que no es un museo?

– Así es, Blas. Veo que sigues atento a todo lo que te relato. Quizá no estaría de más que le hiciéramos una visita, ¿no crees?

La expresión de mi cara lo diría todo. Habíamos cerrado un nuevo trato mi abuelo y yo para iniciar una nueva ruta y visita otro de los iconos patrimoniales de Ciudad Real que no era tan conocido como la gente pensaba, a pesar de la actividad que en él se llevaba a cabo a lo largo del año.

Había llegado entonces el domingo, aunque la canícula estaba haciendo de las suyas y no era el momento más propicio para hace una ruta con la que exponerse al sofocante calor de aquella segunda mitad del mes de julio. Pensamos tanto mi abuelo como yo que podríamos dedicar aquel día a ayudar en tareas que normalmente sólo recaían en los titulares de aquella casa: limpieza de muebles, de cristales de las ventanas o incluso darle una vuelta a la vajilla que había en el mueble principal de la salita, que sólo se usaba de tarde en tarde. Ello suponía la necesidad de darle un agua para así quitarle el polvo que podía haber acumulado durante largo tiempo. Aquella tarea la llevamos a cabo entre los cuatro: la que dirigía las operaciones era mi madre pues era la que más habituada estaba a cuidar aquellos detalles en la casa; mi padre sería el encargado de subirse a las alturas para colocar todos aquellos objetos que estuvieran fuera del alcance para los demás además de cargar con los objetos de peso como sería el levantamiento de los tresillos y sillones para poder barrer y fregar en el suelo; y, mientras tanto, mi abuelo y yo nos haríamos cargo de lo menos arduo como limpiar los cristales de los cuadros y los espejos, siempre y cuando no estuvieran a una altura considerable.

Lo que normalmente había sido tarea de mis padres aquel día lo repartimos entre todos, aunque ya llegando las doce del mediodía decidimos que había sido suficiente y que debíamos evitar los posibles golpes de calor.

Nada más mirar la cara de mi abuelo, no era necesario decir más. Estaba bastante más cansado que el resto, aunque realmente no hubiese hecho demasiado, al igual que yo tampoco.

Como ya había poco que hacer, nos fuimos directos hacia el aseo para despojarnos de las ropas sudadas de aquella mañana y darnos una revitalizante ducha.

Después vendría preparar la cocina con el fin de poner la mesa para la comida, mientras mi madre sacaba del frigorífico aquello que ya había preparado previamente: una ensalada, algunas frituras y después como postre había dos opciones según gustos: los que preferían el melón o los que se decantaban por la sandía. Al abuelo, como hombre de costumbres arraigadas perteneciente a una época en la que no se hacía ascos a nada al no disponer de demasiada variedad gastronómica, le daba igual. Mi madre era más de melón y mi padre, más de sandía. Por lo que a mí respecta, dependía del día, aunque como la balanza parecía inclinarse de forma desfavorable para mi madre, opté por equilibrarla, eligiendo lo mismo que ella.

Luego vendría el merecido descanso después de haber recogido la mesa y limpiado la cocina. Poco tiempo transcurrió ese día para dichos quehaceres, pues apenas se habían ensuciado platos y cubertería. En diez minutos todos estábamos disponibles para encaminarnos a la salita, previo paso por el aseo.

Pocos minutos bastaron para que la digestión comenzase a hacer notar sus efectos. Los bostezos se sucedían sin discriminar a ninguno de nosotros. Al final, unos decidieron hacerse el hueco en el mismo lugar en el que se había ubicado en la salita y, aquellos que se sintieron más incómodos, se encaminaron a sus dormitorios para encontrar un lugar más cómodo donde conciliar el suelo en aquellas horas de siesta. Esta opción fue la elegida por mis padres, pues mi abuelo y yo preferimos no movernos del sitio elegido, dado que habíamos cogido el más idóneo para coger un sueño profundo lo más pronto posible. Así fue, pues apenas nos percatamos de que se habían levantado del asiento para ir a su cama de matrimonio.

– ¿Qué tal se encuentra tu padre?

– Como siempre. Algo más cansado de lo habitual pues en estas fechas y con este calor le suele pasar más factura. Por lo demás poco te puedo decir, salvo lo que me contó sobre nuestro hijo y la chiquilla de Carmen, la hija de Estanis, el amigo de mi padre. ¿Crees que estoy siendo muy exigente con él para estar ya de vacaciones, a pesar de las notas tan buenas que ha sacado?

– Diría, y no te lo tomes a mal, que un poco sí. El muchacho, a pesar de que ha tenido altibajos durante el curso, propios de su edad y también por culpa nuestra al no percatarnos que había escuchado nuestras discusiones, al final ha respondido como debía, incluso para mí superando las expectativas. Nada le puedo reprochar ahora si se toma un par de días vagueando, como dirías tú, sin tocar un libro. ¡Se lo ha ganado de verdad!

“La puerta del Villaseñor” (Cristina Galán Gall)

– Entiendo, pero es que no lo hago por hacerle daño ni porque no esté orgullosa de él, bien lo sabes, sino que, dado que ha obtenido muy buenos resultados y que va a iniciar una nueva etapa, la Secundaria, no quiero que baje la guardia. Además, me da la impresión de que la chiquilla que vive en la plaza del Carmen está empezando a ocupar más pensamientos de lo que tú te crees. Te lo dice una mujer que sabe lo que es eso.

– Ahí sí que estoy más de acuerdo contigo. Quizá el chico beba los vientos por la muchacha, algo que tú y yo conocemos de sobra. Prohibir lo que se dice prohibir no creo que sea lo más acertado, pues supongo que actuaría rebelándose, ¿no crees?

– Tienes razón, pero como siempre con tu hijo pecas de blandito. ¡Te tiene cogida la medida! Anda, vamos a dormir un poco y ya lo iremos viendo sobre la marcha.

Ambos en ese momento se desplazaron a ambos lados de la cama, tratando de dejar un hueco en medio para evitar que el sofocante calor que a esas horas se soportaba se incrementase con el contacto de sus cuerpos. Apenas transcurrirían unos minutos para que ambos cayesen en un profundo sueño, algo de lo que mi abuelo y yo disfrutábamos hace ya casi una hora antes.

Cuando el reloj de la salita, aquella reliquia del pasado que el titular de la casa, José, mi padre, había conservado como casi el único recuerdo que le unía aún a sus difuntos padres, estaba mostrando cómo las manecillas se aproximaban a las seis en punto comenzaron a desperezarse los cuerpos que habían gozado el mayor reposo. Primero se atisbó el entrecerrar de ojos de mi abuelo, tratando de buscar la luz suficiente para saber dónde estaba tras aquel sueño tan profundo; después le seguí yo, al menos en lo que respecta a los moradores de la salita, pues a lo lejos, quizá procedente del cuarto de baño, se oía cierta actividad que denotaba que mis padres se nos habían adelantado. Adela, mi madre, necesitaba refrescarse y despejarse lo mejor posible, pues a pesar de haber dormido durante un rato, el sudor con el que se levantó la hacía sentirse molesta, incómoda, lo cual la llevó a optar por irse a la ducha; y mi padre, mientras tanto, estaba usando el lavabo para refrescarse un poco la cabeza, pues por su constitución más fibrosa era menos dado a sudar con tanta frecuencia, incluso con temperaturas que se salían de lo normal.

El día finalizo con cierta relajación. Tras dejar pasar la tarde huyendo de cualquier salida al exterior para evitar el golpe de calor, decidimos casi al unísono no abandonar la vivienda, a pesar de que no tuviésemos nada más que un aparato de aire acondicionado ubicado en la sala de estar.

Sin embargo, el esfuerzo en común de aquella mañana y el posterior descanso derivó en un ambiente relajado entre todos. Las conversaciones eran más superficiales, aunque todo el mundo estaba pensando en qué tema debía evitar para no romper aquella tranquilidad: el abuelo y mis padres, aunque lo estaban pensando, no querían preguntarme por la novedad que había aparecido en mi vida los últimos días, la hija de Carmen, Maite, mi compañera de clase, a la que ciertamente no había vuelto a ver desde que la acompañé tras su caída. Tampoco yo quería sacar a relucir el porqué de aquellas disputas verbales de mis padres no fuera a desatar la caja de los truenos.

Así quedó la cosa hasta que, una vez más, mi abuelo rompió aquel silencio convenido, dirigiéndose a mí:

– Veo que se os han ido las fuerzas con la faena de esta mañana. Así que, Blas, a ti te pregunto cuál es la siguiente ruta que quieres que elijamos si encontramos algún día que la canícula nos lo permita.

– Eso está bien, abuelo. Aunque creo que ya lo sabes, lo que yo no sé es qué es canícula o como lo hayas llamado.

– Ay, qué juventud. Ni siquiera se te ocurre de qué puedo estar hablando. Es bien sencillo, hijo. Con ese término trato de nombrar a aquel golpe de calor que normalmente tenemos que soportar desde mediados de este mes de julio hasta la mitad del de agosto. Incluso para los que nos criamos en los pueblos y luego vinimos a la ciudad, era el período en el que la gente que hacía sus faenas en el campo sabía que no debía sembrar. Y lo del nombre tiene que ver con una constelación que se llamaba como los perros, Can. Eso es lo que yo sé y lo único que te puedo decir.

– Bien. De acuerdo. Ahora, pasemos al segundo punto, el de la visita, y yo te pregunto ¿qué te parece si me hablas del museo que hay cerca de la Catedral y del personaje que vivió antes en esa casa?

– Cuenta con ello hijo. Esperaremos unos días, pues parece que el calor hasta la semana que viene va a ser sofocante. En un hueco, aunque sea entre semana, te aviso y hacemos la visita. ¿Te parece bien?

– Por mí no tendría ningún problema, pero entre semana… –respondió mirando a su madre.

– Si lo que te dice el abuelo se cumple y evitáis lo más posible el golpe de calor, por un día que no estudies no habrá inconveniente. –contestó Adela mirando cómplice a su esposo.

Todo pareció ir sobre ruedas aquel día, aunque la noche toledana que nos esperaba alteraría a más de un cuerpo. No sólo por el escaso descanso del que pudimos disfrutar sino también porque aquella placidez del día hizo recordar algunos episodios pasados no tan positivos. Así fue como volvieron a escucharse algunas subidas de tono procedentes del dormitorio de mis padres. Aquello volvió a planear sobre mi cabeza despertando los temores que meses atrás habían aparecido.

– … ¿Acaso tengo que estar pidiéndote disculpas toda la vida por lo que pasó hace tanto tiempo?

– No lo sé, Adela, pero quizá deberías centrarte más en nosotros, pues últimamente estás demasiado fría conmigo y eso que me habías dicho que querías volver a ser madre.

– Y lo sigo pensando, José. No es eso. Me siento a veces incómoda por lo que ocurrió. Agobiada por querer que nuestro hijo no pierda el rumbo de su vida por nuestra culpa. Y, por supuesto, no quiero que esa pesada carga recaiga en los hombros de mi padre, que ya no está para tantos trotes.

– Por supuesto que sí. Nada me dolería más que hacerles daño a ambos, pero eres tú quien tienes que reiniciarte y centrarte más en mí. ¿O es que piensas que no me merezco que estés pendiente de mí? Trabajo todo el santo día, por la mañana en una cosa, por la tarde cuando se puede e incluso cuando me avisan. ¿Crees que necesito sólo reproches o malas caras cuando llego a casa?

– ¡Eres injusto, José! No es que no te quiera. Es que no sé cómo volver a ganarte tu cariño, si realmente lo perdí. ¡Me siento impotente! –tras aquella queja, Adela rompió a llorar.

– Espera, por favor. Amor mío. ¡Cálmate y perdóname si me he pasado! No quiero que derrames una lágrima por mi culpa. No pretendo que estés así. –trató José de calmarla, acogiéndola entre sus brazos.

Los sollozos de aquella mujer, mi madre, parecieron ser el punto final de aquella discusión. Una vez más había sido testigo de sus diferencias y de los reproches que se echaban en cara.

La noche fue avanzando entonces, la madrugada estaba a punto de verse iluminada por los primeros rayos de sol, de aquel astro que en aquellas fechas no dejaba crecer nada y que cualquier verdor lo tornaba en amarillo.

Llegaron entonces a sonar algunos despertadores de la casa. El más madrugador, como era lógico, correspondía a los que aún debían proseguir con la jornada laboral interrumpida por el descanso del fin de semana. Adela y José habían ido raudos al cuarto de baño y posteriormente hacia la cocina para dar cuenta de un escueto desayuno, apenas un café en el caso de José.

Poco después nos levantaríamos de la cama mi abuelo y yo. Él primero, pues requería de más tiempo en el aseo, mientras que en tiempo de vacaciones yo me hacía el remolón en la cama hasta que podía o sonaba por enésima vez el aviso de mi madre.

– ¡Vamos, dormilón, que tienes que ayudar al abuelo a hacer algunos recados!

Eran cosas menores, como el pan o algo de fruta de la que el frigorífico adolecía de existencias. Luego, el sábado que todos estábamos disponibles, aprovechando la disponibilidad de mi padre para conducir y traer la compra con lo más pesado y voluminoso. En ese momento aprovechábamos para desplazarnos a alguno de los supermercados que había fuera de rondas, en ocasiones por puro azar y las más habituales por la estricta supervisión de mi madre, que previamente había averiguado las ofertas que merecía la pena aprovechar, aunque también tenía que soportar que se me fuesen los ojos para una u otra golosina e incluso en la zona de los congelados donde aparecían los polos de chocolate o incluso los conos.

Sin embargo, a todas aquellas apetencias la respuesta siempre era la misma:

– ¡No te compro esas galguerías que luego no me comes!

Sin embargo, dirigía entonces la mirada hacia mi padre y mi abuelo y las cosas cambiaban, pero entonces se oía aquella atronadora voz de mi madre:

– ¡Hombres teníais que ser!

La respuesta en aquel momento era el silencio.

Pasarían entonces los días hasta alcanzar la última semana de julio. Mientras en un día después de comer contemplábamos cómo el “hombre del tiempo” (aunque muchas veces era mujer, solía variar con mucha frecuencia) nos iba explicando el pronóstico del tiempo que iba a acontecer los próximos días, mi abuelo me miró de reojo y yo ya sabía lo que eso significaba: ¡estaba a punto de decirme cuál era el día elegido para la ruta!

No hizo falta que me lo dijese de forma directa pues yo mismo me adelanté a su movimiento:

– ¿Cuándo vamos de visita, abuelo? ¿El miércoles o el jueves?

– Veo que no has perdido ripio de lo que se comentaba sobre el tiempo los días que vendrían antes de finalizar este mes. Tengo sólo una duda, entre miércoles o jueves. Te lo confirmaré mañana en función de lo que digan para ir sobre seguro. Aunque si he de serte sincero, prefiero ir el jueves 27 por lo que ya te contaré.

– Cuando tú digas abuelo.

Llegó entonces el esperado día. El jueves había sido elegido. Mi abuelo, como era su costumbre, siempre andaba con sus intrigas y se solía guardar algún as en la manga para despertar mi interés. Supongo que por eso fue lo de no explicarme el motivo de su elección hasta que llegase la citada fecha.

Para mí, aquel 27 de julio era una fecha más en el calendario, aunque para mi abuelo no era ni más ni menos que el comienzo del relato que entonces iba a iniciar. Por el camino me fue introduciendo en quién era el personaje en cuestión.

– Como ya te dije, la fecha elegida no era por azar, sino que estaba motivada por algo concreto. Supongo que aún estarás pensando qué se me ocurrirá esta vez para justificarme. Será bien sencilla la excusa, pues es la fecha en la que nació el personaje del que hoy te quiero hablar.

– ¿Del pintor que da nombre al museo o del señor que vivió en esa casa hace mucho tiempo?

– Al segundo, Manuel López-Villaseñor, lo vamos a dejar por ahora, aunque luego te explique alguna cosa de él. De quien sí te quiero hablar es de quien vivió hace ya varios siglos en la casa que hoy se conoce como museo.

– No se qué del Pulgar o algo así se llama, ¿no?

– Algo así o, más bien, Hernán Pérez del Pulgar, que era como fue conocido.

» Según cuentan los estudiosos, este personaje nació en Ciudad Real un 27 de julio del año de mil cuatrocientos cincuenta y uno.

– ¿Hace tanto tiempo, abuelo? Pero entonces vivió cuando reinaban los Reyes Católicos, más o menos.

– Ya veo que algo de historia sí que conoces y ese dato es bastante acertado. Además, no sólo que coincidiera con ellos, sino que uno de ellos nació el mismo año que Hernán. ¿A que no sabes quién?

– Será el rey Fernando, al ser de mayor edad, el que naciera como Hernán, ¿no?

– Ahí te equivocas y por partida doble. La reina Isabel era mayor que su esposo Fernando, y también que el propio Hernán, aunque de este último apenas unos meses le sacaba.

– ¡Cuánto sabes abuelo!

– Tú tampoco vas por mal camino, hijo. Pues veo que eres una auténtica esponja. Pero, continuemos con lo que te estoy contando.

» Como antes te decía, la reina Isabel había nacido el mismo año que Hernán Pérez, más concretamente un 22 de abril, en una población llamada Madrigal de las Altas Torres, curiosamente un día de Jueves Santo. No sé si aquella fecha influiría o no en el fervor posterior de Su Majestad, pero ahí te dejo el dato.

» Y, por otro lado, estaría nuestro paisano Hernán Pérez del Pulgar, el habitante de la casa que tienes ahí enfrente. –señaló el anciano al encontrarse cerca de la fachada de la Catedral que mira a los jardines del Prado.

Sin embargo, antes de iniciar el recorrido por el interior, mi abuelo me advirtió que, a pesar de que fue la casa del antiguo soldado, hoy en día vería más muestras como museo que como aquella residencia.

–… Por todo ello, te puedo decir que, según se cuenta, está casa-palacio en la que se desarrollaría parte de la vida de un militar al servicio de los Reyes Católicos, ha quedado hoy en día como el edificio civil más antiguo de la ciudad. Curiosamente años antes de nacer tus padres aún no había sido reconocida su importancia a excepción de algún grupo de hombres de la cultura que lo quisieron rescatar del olvido.

– Pero ¿quién era este personaje? ¿cuándo vamos a entrar a ver su casa?

– Poco a poco, hijo, poco a poco. Lo primero, y antes de cruzar la puerta, es ver lo que se muestra en ella, ya te contaré algunas cosas del interior y del propio Hernán.

– Una puerta muy grande con un balcón. ¿Qué tienen de especial para detenerse? ¡Recuerda, abuelo, el aviso de madre de no entretenernos demasiado para que el bochorno no nos afecte!

– Sí, por supuesto que lo tengo en cuenta, ya que es un lugar cercano a casa que nos dará la posibilidad de buscar zonas de sombra cuando las necesitemos. De la puerta he decirte primero, no sé si sabes lo que es, que como le pasa a muchas construcciones elaboradas con ciertos materiales está aquejada del mal de la piedra, representando esta zona conocida como torreón como si de un edificio independiente del resto de la casa se tratara.

» Pero aparte del desgaste que se muestra en la propia piedra, ¿qué ves por encima de la puerta que destaque de lo demás? Y no es el balcón, por cierto.

– ¿Los escudos?

– Efectivamente. De eso mismo te quería hablar, pues era muy habitual que en las portadas aparecieran este tipo de símbolos dando a entender la importancia que podía tener la familia. Unos serían más modestos que otros en función de la alcurnia que tuviesen. No es el único lugar en Ciudad Real en el que en una portada se ven, aunque no te voy a examinar ahora de ello, pues nos centraremos en lo que estamos.

– Menos mal, abuelo, pues no sabría qué responderte.

Llegamos entonces a una fuente de agua cercana a unas escalinatas que desembocaban en el paso de peatones que había frente al museo. Allí, a la sombra, mi abuelo me pudo explicar aquellos escudos con más detalle, como el de Martín Ibáñez de Villaquirán que aparecía en el centro, estando flanqueado por los pertenecientes a los linajes de los Bermúdez, Ceballos, Treviño, Messía de la Cerda y Velarde, siendo estos últimos añadidos con posterioridad cuando finalizaba el siglo XVII.

Además de los escudos, la estructura granítica que conformaba aquella entrada venía a completarse por las columnas y el dintel superior, y justo por encima de todo aquel conjunto se hallaba un balcón de forja que debido a las inclemencias meteorológicas había dañado en parte la vistosidad del granito de aquellos escudos. Eso era parte de lo que constituía el mal de la piedra, que poco antes me había hablado mi abuelo.

Tras describir aquella fachada, el torreón que destacaba del resto como si de un edificio independiente se tratara y de los cambios que se produjeron en los accesos desde la inauguración como museo, primero con una pequeña puerta de entrada hasta mostrar el acceso que en la actualidad existía, el abuelo me indicó que deberíamos entrar.

– No sólo te lo digo, hijo, por que veas el artesonado que se encuentra en el zaguán sino también porque aquí nos será más fácil soportar el bochorno que empieza a hacer en la calle, pues a la sombra nos encontraremos más fresquitos.

– Por supuesto que sí abuelo.

La cháchara se prolongó apenas unos segundos pues el abuelo me guio hacia el interior del museo, cruzando primero por unas puertas de cristal, a la que siguieron un mostrador a la izquierda en los que había dos trabajadores muy simpáticos que nos atendieron. El abuelo ya era un viejo conocido y por ello fui testigo del clima de confianza que había, tanto con el señor de uniforme como la joven mujer que lo acompañaba. No entramos en más detalles al respecto y así continuamos hacia un patio que había por una puerta situada a la derecha. Ese acceso daba a un patio columnado, y en ese momento mi abuelo me comentó:

– Lo que ves aquí, Blas, y lo que verás después, nada tiene que ver en parte con lo que fue la casa original en sí. Por ponerte un ejemplo, durante muchos años en el zaguán de la entrada había un hermoso carruaje que había pertenecido a los últimos dueños, los Marqueses de Huétor de Santillán.

» Cuando se quedó deshabitada la residencia, incluso abandonada, ciertas zonas amenazaban ruina y se iniciaron una serie de reformas encargadas a una Escuela-Taller. Luego serían acondicionadas todas las dependencias de este patio para convertirse en museo con las obras de un artista de la ciudad, Manuel López-Villaseñor.

– Pero, abuelo, ¿no me ibas a hablar del soldado que vivió aquí? ¡Al final te estás yendo por las ramas y hemos acabado hablando del pintor! Y ya cada vez nos queda menos tiempo y mi madre ya sabes cómo se pone si no cumplimos con lo acordado.

– Cierto es, hijo. Nos olvidamos del pintor y vuelvo a hablarte de Hernán, aunque para eso tengo que hablarte de la casa. Te explico.

» Si entrásemos en alguna de las salas, aunque no lo vamos a hacer para no entretenernos, podrías ver cómo tienen una altura similar a lo que serían las habitaciones de tu propia casa. Eso ya sabes lo que indica, ni más ni menos que estamos en la zona principal de la casa que correspondía a la vivienda donde residía Hernán y su familia. Pero incluso al ver la sala del Torreón podrás encontrarte con una habitación que tenía unas condiciones diferentes, pues correspondía a lo que sería una Capilla, algo muy común en las gentes que gozaban de cierta posición.

» Y, por otro lado, estaría la zona del patio grande, la de dimensiones mayores tanto en altura como en anchura, pues correspondería a lo que serían almacenes, zonas de grano, caballerizas y otras cosas.

» Eso sí, no me puedo olvidar de un detalle, que en los pueblos sí era más conocido que en las ciudades. Existía un pozo en este patio de columnas que, con las obras, fue convenientemente tapado, y que en él cuentan que se encontraron hasta algunos restos. De eso ya no te digo más.

– ¿Y de Hernán cuándo me hablarás?

– Hernán, Hernán. Ya voy, aunque quizá lo hagamos saliendo y en el camino de vuelta a casa. ¿No te parece?

– ¡Casi ya no te acordabas, abuelo!

– Sí, pero son muchos detalles y no haces nada más que meterme mucha prisa.

Por el camino, las gestas de aquel valeroso caballero, apodado el “alcaide de las Hazañas” me puso los ojos como platos. Aún recordaba los relatos que mi abuelo y mi padre me habían contado en Alarcos, siendo los moros los vencedores en aquella ocasión. Sin embargo, con la historia sobre Hernán las cosas habían cambiado y bastante, pues eran los últimos años de aquel emirato nazarí que se verían acosado por el empuje de los Reyes Católicos y que había sido objeto de disputa entre varios líderes musulmanes.

La historia de aquel personaje arrojó la nada desdeñable vida de ochenta años. ¿Quién los hubiese podido cumplir por entonces o incluso ahora? ¡Esa vitalidad y longevidad sólo estaba al alcance de los más privilegiados! Más aún si cabe si a lo largo de más de media vida se había dedicado al ejercicio de las armas, sobre todo en los tiempos en los que los Reyes Católicos gobernaban.

El relato de mi abuelo me llevó a recordar cuando estábamos camino de casa dónde fue enterrado: ¡en la mismísima Granada! e incluso a acordarme de dónde podría haber metido aquella espada que en el mercado de Alarcos me compró mi padre. Aquella espada cristiana era ahora el símbolo del valor de un arrojado soldado conocido como Hernán Pérez del Pulgar, aquel que fuera nombrado caballero por los propios monarcas y que tan cerca de ellos se acogían sus restos.

Un personaje así era digno de ser recordado, de que sus gestas apareciesen relatadas en los libros de historia como la que más fama le dio sobre el Ave María. Además, a pesar de no ser un hombre de noble cuna por su apellido tenía un lema reconocido, aquel que decía:

“El Pulgar; quebrar y no doblar”.

Sus hazañas posteriores, el ascenso meteórico en la carrera militar le llevarían a obtener un escudo nobiliario en el que aparecían once castillos recordando los once alcaides granadinos que habían sido derrotados por Pulgar, quien ya por entonces hacía gala de otro lema:

“Tal debe el hombre ser como quiere parecer”.

Con aquella frase de mi abuelo, alcanzamos la puerta del bloque donde vivíamos. Ya parecía cansado de tanto paseo y la botella de agua que llevaba la habíamos vaciado por completo. Al no disponer de llaves ni uno ni otro, el anciano echó mano de su muñeca para mirar la hora y me dijo:

– ¿Llamamos al timbre? Pues por la hora que es seguramente tu madre ya esté echándonos de menos.

– Creo que sí. Espero que esta vez no recibamos ningún tipo de regañina.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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