Relato para el verano: La última voluntad del señor Pinkwood (5)

Por Toni Borton.- Sir Arthur no se anduvo con contemplaciones y reconstruyó lo que todo el mundo sabía porque el caso fue morbosamente seguido por la prensa. Por lo tanto, nada de lo que me contó me sorprendió o eso creía yo. Simplemente dejé que se explayara, que se regodeara en su versión. Yo estaba bien armado con mi estilográfica y mi bloc de notas para dejar constancia de algún detalle que me sugiriera alguna pregunta. Thomas había preparado el té con una fuente atestada de pastas y tostadas con miel. La tarde era fresca pero apacible. No parecía ser impedimento alguno para el transcurro de un tiempo plagado de novedades y de pequeñas felicidades. El hecho de verme allí, en esa situación, seguía pareciéndome un milagro.

-Al amanecer del cinco de noviembre de 1898, la señora Celeste pasó a la habitación de mi esposa a llevarle el desayuno. La puerta estaba entreabierta y la señora Pinkmoon golpeaba mi espalda entre alaridos y espasmos. Yo la agarraba firmemente hasta que el cuerpo de mi esposa aflojó todo atisbo de vida. En ese momento, entró la señora Celeste. Dio un grito y bajo las escaleras a avisar a Paul Monthy, un invitado. Pero fue abrir la puerta y se encontró al señor Monthy en bata, echado sobre la cama con el pecho desgarrado por un pequeño hacha de refinar leña y una horrible mueca en su rostro. Yo salí detrás con las manos ensangrentadas que así quedaron impresas en el rostro y cuello de mi esposa. Al mirarme la señora Celeste desde la parte baja de escalera y verme con ese aspecto comenzó a gritar como una loca atrayendo a todo el personal de la finca. Fui detenido, juzgado y declarado inocente por falta de pruebas.

-¿Falta de pruebas? ¡La señora Celeste vio como forcejaba con usted  la señora Pinkmoon y que tenía las manos ensangretadas cuando descubrió el cadáver del señor Monthy!. Luego se supo que Monthy era el amante de su esposa y que fueron los celos los que lo llevaron a usted a cometer ambos asesinatos…

-Vaya, mi querido Jeremy, veo que no has venido debidamente documentado. De haberlo hecho te hubieras ahorrado esa pregunta, ¿sabes? Fui a atender a mi esposa que se había tragado una pastilla letal, sus forcejeos se debían a los estertores de la muerte…

-¿Y la sangre en sus manos?

– Ella fue la que descubrió el cadáver de Paul alertada por ciertos ruidos. Cuando lo vio se lanzó hacia él y trató de extraerle el hacha con torpeza porque se la hundió aún más en el pecho. Después subió a su habitación alocadamente con intención de suicidarse como así fue. Esas fueron todas mis explicaciones y datos que detallé a los miembros del jurado. No hallaron ninguna huella, nada que llevara a la conclusión de que fui yo el autor de la muerte de ambos. Finalmente, ya lo sabe usted…

-No, no lo sé…

-Pero, muchacho… ¡no puedes venir a mi casa sin haberte empapado antes del caso! ¿Qué clase de periodista eres?  ¡Fue mi mujer la que mató a su amante Paul Monthy y luego se suicidó! Caso cerrado…

-Pero, usted… ¿no vio nada? ¿No escuchó nada?

-Claro, ya te lo he dicho. Los jadeos de mi mujer… traté de salvarla.

Se hizo un silencio que me pareció eterno. No bajaba la mirada de los ojos claros de sir Arthur, como suplicándole que prosiguiera con su relato, cosa que hizo.

-Sí, sabía que eran amantes… Desde hacía un tiempo, un año, tal vez dos… Pero eso no constituía ningún problema. Yo me comportaba también como un hombre libre. Y además, esta vez estábamos decididos a formalizar el divorcio de una vez… De acuerdo mutuo, sin dramas. La ausencia de hijos facilitaba las cosas… Lo demás no era problema. El dinero, las propiedades, todo eso…

Comenzó a refrescar. Un par de relámpagos anunciaron una humedad de tormenta. Antes de que el aguacero llegara hasta nosotros pasamos al interior de la casa. Fuimos a la biblioteca donde Thomas, el sirviente de sir Arthur había preparado una cena fría. El señor Pinkwood encendió un habano en una de las velas de un pesado candelabro y se sentó en un butacón de orejas enormes.

-Acércate, Jeremy, haz el favor…

-Voy, señor…

-Mira, en ese estante hay un libro de fotografías. ¿Me lo puedes acercar por favor?

Obedecí al instante y le pasé a sir Arthur un álbum grueso de tapas anacaradas embellecidas por finas líneas azuladas y un diminuto pasaje de acuarela. Pesaba cinco libras o quizá más. Sir Arthur se puso el álbum en las rodillas y comenzó a pasar páginas hasta detenerse en una. Extrajo una foto y me la dio para que la mirara con detenimiento. Era la señora Pinkmoon, una mujer bellisima, vestida con un vestido de talle alto de terciopelo verde y tocada con un sombrero informal del mismo color.

-Era muy guapa, sir Arthur…

-Realmente lo era…

-Qué fue lo que pasó entre ustedes… 

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