El muro

Los muros acaban separando a los hombres más allá de la limitación física que establecen. En ocasiones, esa separación no es física, sino intelectual, —en la que caben todas las variantes posibles que podamos imaginar—, pero, a veces, se plantea como una cuestión pura y exclusivamente ideológica.

Alfonso Guerra en una reciente entrevista en televisión habló de un estudio del filósofo argentino Ernesto Laclau, titulado La razón populista (2005), en el que el autor hace un estudio de cómo los peronistas enfrentaban a la sociedad. Dividían a la población en dos grupos que, entre ellos, no podían comunicarse. Controlaban a una parte en contra de la otra, a la que le negaban el pan y la sal por sus ideas. El enfrentamiento estaba garantizado.

Pero los populistas españoles, van más lejos. En vez de adversarios políticos, crean enemigos. Lo han sido la burguesía empresarial; la ultraderecha; o a los que etiquetan como fascistas. Antes lo fueron los ricos o el gran capital. Y ahora, a esos enemigos, los identifican más como los de arriba, la casta o las oligarquías. Pero su fin es el mismo. Imponerse moralmente a los supuestos enemigos, para controlar a sus adeptos, mientras sus dirigentes permanecen en su zona de confort.

En una ocasión un amigo me decía: yo no entiendo a los obreros que votan a los partidos de derechas. El tema no es tan sencillo, le dije. Los conceptos de obrero y dueño, hoy están bastante diluidos. Hay muchos profesionales liberales; el número de empleados públicos se ha disparado; y abundan los autónomos, que son empresarios y empleados a la vez. Y, los mayores empleadores del país, no son las empresas, sino las Administraciones Públicas y sus entidades satélites.

En cuanto al concepto tradicional de partidos de derechas y de izquierda, se da una situación paradójica. Los de derechas, son partidos en los que debería primar en sus políticas el concepto de libertad; y, en los de izquierda, debería serlo el de igualdad. Pero un Estado como el nuestro, con el importante peso que tienen las políticas sociales; o con las amplias garantías de derechos que gozamos, no requiere cambios tan radicales como los que unos y otros nos proponen.

Pero a veces, esos principios se invierten, como ocurre ahora en España. Nuestros gobernantes, —supuestamente de izquierdas—, están tomando decisiones que dicen que son progresistas, cuando lo que hacen es crear privilegios a los más ricos, en perjuicio de los más pobres. Y además se toman, no negociando, sino que son fruto de la imposición y hasta del chantaje de los representantes de las oligarquías vasca y catalana.

En tiempos de la transición hubo ejemplos de convivencia entre adversarios políticos que nos sorprendieron a todos. El más llamativo fue el de Manuel Fraga Iribarne, presentando y acompañando a Santiago Carrillo Solares, en una conferencia que este impartió en el Club Siglo XXI, en octubre de 1977. Hoy recordamos aquella foto, en la que ambos aparecen sonrientes y relajados. Fue uno de los iconos de la reconciliación entre españoles.

Pero no fue el único caso. Se llamaron padres de la Constitución en la sombra, a Fernando Abril Martorell, vicepresidente del gobierno con Adolfo Suárez, y a Alfonso Guerra, vicesecretario del PSOE, quienes negociaron y cerraron el pacto constitucional en las reuniones, formales e informales, que mantuvieron durante meses. En ellas, llegaron a establecer una relación personal muy estrecha, que uno y otro reconocieron después.

En aquellos años fueron admirables los debates plurales y sosegados del programa La Clave, que dirigía José Luis Balbín en TVE. En ellos participaban líderes históricos de la izquierda republicana, junto a representantes del régimen de Franco. Por los primeros intervinieron, entre otros, Dolores Ibárruri, Enrique Líster, Santiago Carrillo o Federica Montseny. Y por los segundos, Ramón Serrano Suñer, Blas Piñar, Gonzalo Fernández de la Mora o Fernando Suárez.

En una ocasión, en el Congreso de los Diputados, los grupos más numerosos se pusieron de acuerdo sobre un tema importante. Pero no coincidían en el texto que tenía recoger ese pacto para someterlo a votación. Entonces se ofreció Blas Piñar para redactar el acuerdo. A pesar de los recelos que produjo inicialmente su propuesta, acabaron aceptando el texto elaborado por este notario y que, técnica y jurídicamente, quedó impecable.

Pero el señor Sánchez, parece ir por otros derroteros. Cuando fue nombrado Presidente en el Congreso de los Diputados, no dijo que gobernará para todos los españoles, —como por cortesía debió declarar—, sino que habló de levantar un muro para separar el bloque que apoya al gobierno del de las derechas. Un argumento que se ha convertido en toda una declaración de intenciones. Pero que, además de poco inteligente, no es nada conciliador.

Que un partido de Estado, —como ha sido siempre el PSOE—, se eche al monte y se mimetice con los populismos, es peligroso para una sociedad que puede y debe convivir en armonía y con un objetivo común: el bienestar de todos los españoles sin distinción de territorios, ideas o creencias.

Los muros, parecen más propios de otros tiempos y de otros regímenes.

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