Cavilaciones en Ruidera: Aquel muchacho de otro espacio-tiempo y el «tío afilaor»

Salvador Jiménez Ramírez.- Al rato de afianzarse la luz del día, sahumada la mañana con el aroma de  cochuras recién cocidas, su madre emparejaba el mocho de la escoba de cerrillo o cabezuela, golpeándolo en un sillar mal tallado que había junto a un olmo gigantón o en otro sillarejo semilabrado, resto de molinos y batanes, semisepultado en el borde de la carretera, al pie de un sin par algarrobo; años más tarde víctima del envite de la evolución-mecanización, por su ramaje de fábula que no gustaba a los camioneros… Ella, con observancia cuidadosa, como en un eterno conocimiento de la mecánica de la vida; como con un universal y eterno propósito, miraba aquellos frondosos e imponentes árboles, que espesaban la sombra los días de calima y, como si hubiera vivido siempre; en una comprensión melancólica, repetía que en el mundo jamás hubo ni habrá dos árboles iguales…; entre ellos tres centenarios olmos, altos, corpulentos en los que había algunos aspectos de muchas consciencias… Dejaba prestas las escobas, remojando los mochos en un cubo de cinc, para, enseguida, escobillar ricias y cagajones de los animales en la puerta de la calle. Con su cotidiana meditación, que no conseguía “deshojar”, sin osar exteriorizar toda su angustia que, en realidad era toda su existencia, ella forzaba ratos de plática “tempranera”, con alguna que otra comadre muy madrugadora, recogedora de chismes, parabienes y conversaciones sin interés… No eran pocos los hechos que luego se enmendaban, por tanto volteo de lengua en lengua… Los gallos menudeaban en su quiquiriquí farrucos, petulantes y avisadores… También deambulaban perros, arrastrando hambre, olisqueando, lengüeteando, husmeando y marcando territorio con intermitentes y recortadas meadas… Un gavilán acechaba en silencio; quieto en las alturas, haciendo temblar sus alas.

       De las chimeneas, en las invernadas, cuando la escarcha delataba la geometría de algunas telas de araña, de las casucas con ventanucos sin cristales, surgían cordones de humo, que brotaban de ascuas y tizones de pobreza y hambre larga… El humazo parecía provenir de ofrendas, herejías o aquelarres; ensanchándose en borbollones que el viento, en su vuelo, los llevaba en volandas y diluía, hasta perderse invisibles. Pasaban gañanes, peones del campo, leñadores, esparteros…; obedientes a las incurias de las mayordomías… Daban los buenos días muy largamente; algunos con jadeos asmáticos, artríticos… Sin detenerse, espiando las intenciones del cielo…, se preguntaban y preguntaban a todos y a nadie: “¿Qué hará hoy el día? Que el techo del cielo y los cerros que lo aguantan, tienen mala pinta…”. Algunos días se fijaban en la palidez de la luna, y tal sucedía, que vaticinaban el tiempo que haría. Y si el sol iba algo “apagao” o “llevaba” orla neblinosa, la lluvia estaba asegurada a los pocos días.

       Aquel muchacho de otro espacio tiempo, uno de aquellos días, observó que el cielo no tenía “techo”; que los cerros que rodeaban la aldea no lo sostenían; que el sol no lo apagaba ni encendía nadie… Y que su sombra era grande o pequeña, según fuera la posición del sol. En aquel entonces, ya empezó a peregrinar, como en una vida aparte, avanzando entre miradas desdeñosas… Y empezó a ser consciente, que el pensamiento era un martirio y también un deleite…

       Días había que, por la carretera oeste, arribaba a la aldea algún afilador gallego, de aquellos del “carricoche” o en bicicleta. Rudos y gansurrones unos; muy mercachifles y parlanchines los más…; honesto y sincero alguno que otro… Al llegar enfrente del cementerio y de las “casas de los centralistas”, empezaban a tocar el “chiflo”…; aquél era un sonido de emoción que entraba en los hogares, infiltrándose en la psique de los vecinos. Las recortadas, chillantes y avisantes notas, concebían una exótica melodía que, golpeando y aleteando entre la soledad, los miedos y miseria de las callejuelas, se colaba con notificadora y aguda lisura, en todos los rincones y recovecos de los habitáculos. Sonaba como en un ritual sónico que, sutilmente, inducía al despertar y despabile… Hasta los muchachuelos más acurrucados, tardos y cancíos, se desperezaban raudos… Presurosos, legañosos, moqueando…, los chiquillos escapaban para ver al “tío afilaor”. Embobados, se les caía la baba con los repentinos, agudos y finos requiebros de los acordes y sinfonía de la zampoña —los vecinos le llamaban “chiflo”— y con la destreza del amolador, aguzando los utensilios, sin causarse ningún corte…

       La madre de aquel muchacho de otro espacio tiempo, con tijeras, otros utensilios en las manos, y una navajilla que le habían “echado los Reyes” al muchacho aquél, para comer gachas de almortas, le recalcaba al “tío afilaor” que no les “comiera” mucho a las cuchillas… Mientras, acudían vecinas que sacaban utensilios, algunos con mellas, de faltriqueras que llevaban atadas entre las sayas y  mandiles de lona y otros burdos estambres… La madre de aquel muchacho, se enzarzaba de chapurreo con el “tío afilaor”: “… Y cuánto penará usté por esos caminos de dios y más si tiene mujer e hijicos…”. Si el “tío afilaor” contestaba que tenía familia, la madre, en seguida de una plegaria bisbiseada, deseándole buena suerte, exclamaba: “¡Que lástima de sus hijicos…; tantos días sin verlos…! Entonces ella miraba a su hijo, con aquella mirada magnetizada, que emanaba de un potente imán de su alma en penumbra, como lo hacía siempre, y arrastraba hacía ella al muchacho, hacia una indescriptible dimensión metafísica de amor de madre y hacia un espacio, tal vez, de eterna e infinita grandeza universal…       

CONTINUARÁ CUANDO LA SALUD Y EL TIEMPO NOS LO PERMITAN.

  

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