El decapitado (Relato de feria)

Manuel Valero.- ¡¡¡Cómo puede vivir un hombre con la cabeza separada del tronco. Pasen y vean al decapitado. La única persona del mundo que es capaz de hacerlo. Por dos pesetas. Pueden pasar los niños a una peseta. Pasen y vean…!!!

Gritaba un señor a través de la rudimentaria megafonía. No era una grabación, que hubiera sido una modernidad. El encargado de captar la atención de transeúntes y curiosos lo gritaba desde el interior de la garita desde donde despachaba las entrada, a través de un micro de época cuyo sonido salía metalizado y chirriante por dos trompetones laterales. Avisaba del prodigio y luego callaba, hasta que volvía al reclamo.

En realidad no era necesario. En el frontal de la caseta había un dibujo de nula calidad artística que representaba a un hombre en la guillotina, al pueblo enardecido y al verdugo con las manos empapadas en sangre. Es decir, en el interior de aquel antro se decapitaba a una persona, se enseñaba la cabeza al público al modo en que otro verdugo lo hacía frente al pueblo, y luego el hombre descabezado se daba un paseo al tiempo que su cabeza respondía a las preguntas del animador, que no era sino el cómplice necesario de aquella treta macabra.

Hoy, se ven cosas parecidas en las redes… Un hombre partido por la mitad que camina a la vez que soporta su mitad cercenada, otro al que se le cae de la cabeza de los hombros hasta la cintura. Son pequeños reals que se cuelgan en Tik Tok o Instagram para captar seguidores. Incluso hay tutoriales que explican el modo y el mecanismo. Todo muy lógico cuando observas la manera en que los artistas visten unas ropas que crean la ilusión de demediados o la forma en que dos contorsionistas maquillados de payasos para que parezcan el mismo  se meten en cajas que combinadas  sabiamente dan la impresión de lo que no es. Hoy hay tutoriales para todo. Pero entonces…  ah, entonces… Además del retraso secular de la España de los cincuenta había que añadir la inocencia de los niños que habitaban la patria interior y los pueblos desperdigados por las provincias, donde no había más atractivo que el lento pasar de los días hasta que llegaba la Feria y todo se trastocaba.

Pues bien, vi aquella caseta y esta vez me tiré más tiempo del necesario para entrar a ver esa cosa horrible. Era diferente a la atracción del laberinto de los espejos porque tocaba algo que iba contra toda lógica, contra toda ciencia e incluso contra toda religión. ¡Cómo va a vivir un decapitado y a hablar su cabeza! Incluso años después pensé cómo diablos aquello había burlado el ojo censor del dictador con lo diligente que era el sumo General en cuidar de la moral pública, en aplicar los dictados de Roma… y por supuesto, en mantener a salvo la sana inocencia infantil bien adoctrinada.

¡Cómo puede vivir un hombre con la cabeza separada del tronco…!

Volvió a tronar el taquillero por los megáfonos de tal suerte que me despertó de mis terribles especulaciones. Miré en mi bolsillo. Eran las dos últimas pesetas. En una de mis manos llevaba una manzana dulce de caramelo rojo como la sangre que suponía vería en el interior de aquel antro de madera y tela.

Y así fue. Nada más pasar llegabas a unos bancos de madera colocados como peldaños. Apenas daba para veinte personas. Al frente, un pequeño escenario con una guillotina y un carrito-cesto del lado donde caía la cabeza. Muy poca iluminación, bombillas de 40 vatios o tal vez 20, pintadas de azul y rojo. En un momento dado sale de uno de los lados un señor vestido con un traje negro que brillaba como las estrellas reflejadas en el agua de un estanque y  explica lo que vamos a contemplar. Luego se retira y salen del otro lado un verdugo y un reo con aspecto patibulario para mayor coherencia, pantalones rotos, camiseta rota, pelo enmarañado y sucio… El verdugo lo tiende sobre una superficie de madera y le coloca la cabeza. Suena un tambor que hace tocar un niño de mi edad, lo cual me sobrecoge un poco más. Y… ¡zas! Cae la cuchilla y la cabeza al cesto. Luego el hombre se levanta haciendo aspavientos de felicidad con las manos, incluso corre por el escenario… mientras el verdugo hace otro tanto con el cesto que contiene la cabeza. Llega a cogerla y a mostrarla y cuando pasa ante mí me guiña un ojo e inmediatamente después el hombre dueño de la cabeza me arrebata la manzana dulce.

Salgo despavorido y no paro hasta mi casa. Mi madre me apacigua y me dice que todo es mentira pero no logro conciliar el sueño.

– A ver, ¿donde está la sangre, tonto?

Medio siglo después aún desconozco cómo demonios hicieron aquellos feriantes que se cortaban todos los días la cabeza para ir comiendo… como cada cual en aquella España blanquinegra en la que sin embargo palpitaban unos gramos de felicidad, la felicidad de la infancia que como toda infancia tenía los días y los sueños contados.

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