Pegatinas

Ramón Castro Pérez.– Los años habían hecho mella en él. Nada extraordinario, pues la vida consiste en repetir, una y otra vez, todo aquello que es necesario para mantenerla. Y ya sé que eso aburre. Mucho. «La propia vida es lo que te mata», rezaba la pegatina que, durante años, parecía que iba a desprenderse del salpicadero del coche. Primero, desde el asiento de atrás y, más tarde, a su lado, de copiloto, asumí toda aquella filosofía que se resumía a una sola cosa. Que estamos condenados a extinguirnos por mucho que luchemos contra ello o que existan dos bandos enfrentados, pues sólo uno de ellos ganará finalmente, derrotando a todos los ilusos románticos que creen, engañados, que la vida está para vivirla.

Lo acompañaba todas las mañanas. Él iba al trabajo y me dejaba, primero en el colegio. Después, en el instituto. A decir verdad, a mitad del instituto, yo procuraba bajar antes. Hacerlo me daba tiempo a pensar en el mensaje de la pegatina, intentando enlazarlo con las clases de Filosofía, sin llegar a nada en concreto. A veces, me molestaba encontrarme con alguien y tener que aparcar mis razonamientos. Otras, sentía curiosidad por averiguar si, como yo, también se hacían preguntas. Y no se hacían ninguna. Ninguna que mereciera la pena, desde mi punto de vista.

Un día, al subir al coche, la pegatina no estaba. Había limpiado todo el interior. La busqué donde las llaves y también en la guantera. El muy capullo se había enamorado de golpe. Ya nada más sentarme, advertí que la posición del asiento era diferente. Más cerca del salpicadero, más elevado. Y aquel olor a nueva filosofía, incompatible con el destino amargo y certero que nos espera a todos los que respiramos. Se había enamorado y ahora la vida estaba para vivirla, así que no repetiría las mismas cosas, me dijo. Lo siguiente fue «Hoy no puedo llevarte. Vete andando, que nos vamos de puente la Isa y yo».

Me sentí manipulado durante todo este tiempo. Desprovisto de la oportunidad de contar con un pensamiento crítico propio. Secuestrado por sus hábitos, sus penas y su ausencia de coraje para enfrentarse al final que nos espera. En cierto modo, celebro que se enamorara, no por él, sino porque eso provocó que me liberara. Pasado el cabreo, me alegro de todos estos primeros años en los que me hizo pensar. Yo no pienso enamorarme, al menos de momento. O, mejor dicho, no quiero estar siempre enamorado. Sólo un poco. Hasta la próxima pegatina.

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