Lección para no olvidar: En memoria de Ignacio Hervás García

Julián García Gallego.- Hoy, los pupitres volverán a llenarse de alumnos, esperando a que sus profesores entren en las aulas para impartir la lección. Será el ritual habitual, un gesto sencillo que sigue el curso natural de los acontecimientos. Septiembre es el mes donde todo vuelve a girar, y los engranajes de esta rueda dentada de la educación se engrasan para alzar el vuelo. Sin embargo, en una de esos cientos de pizarras, la tiza no se deslizará para escribir. La mano que la sostenía, entusiasmada y apasionada por su vocación, no podrá demostrar que ese gesto era uno de los más importantes para alcanzar la felicidad.

El timbre que anuncia el inicio de la hora lectiva sonará, pero el silencio invadirá esa asignatura, maniatada por el caprichoso destino, que no evitó las coincidencias fatales que el asfalto predijo la mañana anterior. Los saludos en el claustro no se producirán, y el aroma a café y leche flotará entre las lágrimas de sus compañeros. Las miradas de tristeza serán la única moneda de cambio visible; el corazón no sabrá definir de qué color se pinta la impotencia, atenazado por la incredulidad y la rabia que se ocultan en los rincones más oscuros de la realidad.

Nadie sabrá dónde esconder la ansiada normalidad.

Sentados en sus pupitres, los alumnos cruzarán los dedos, imaginando que unos pasos lentos y perezosos subirán las escaleras, quizá debido a un retraso inoportuno. «¡Se le pegaron las sábanas!», pensarán algunos. Sin embargo, el reloj seguirá avanzando, dejando pasar los minutos y las horas, demostrando que un accidente de tráfico les ha cambiado de tutor para siempre. Ese rostro amable no volverá a sonreír, y esos gestos de aprobación y complicidad se transformarán en el siguiente relevo, otro número en la lista. Algunos no sabrán cómo asimilar la crueldad de estar vivos, siempre a merced de un futuro que no les permite elegir ni el día ni la hora. Otros, los más sensibles, liberarán sus sentimientos con los mejores recuerdos.

En otro lugar, donde unas flores adornan la despedida, los seres queridos de ese docente se preparan para honrar su cuerpo; demasiado joven para recibir tantos mensajes de cariño y amor por anticipado. Nadie entiende los porqués que le impidieron cumplir sus sueños. Sueños sencillos que le colocaban frente a adolescentes, mostrándoles que aprender es el camino más recto hacia sus anheladas metas. Que estudiar y esforzarse estaba conectado con crecer por dentro, capacitándolos para navegar con destreza por la sociedad.

Alrededor de su féretro estaremos todos, aunque no nos puedan ver, arropando con nuestro pesar a un adiós traicionero que no supo percatarse de que no era el momento de que abandonase este planeta, que le quedaba mucho por ver y sentir, que nada justificará las lágrimas derramadas sobre la tierra hostil por la que solemos viajar.

Todo quedará en un artículo de periódico, en noticias fugaces, como lo son las estrellas en un universo que está lleno de luces y sombras. Y aunque es normal, porque la vida no se detiene por nada ni por nadie, que es parte del complejo juego de existir, duele igual.

Mañana, al amanecer, un nutrido grupo de compañeros maestros y profesores sentirán que sus corazones laten con inquietud, preocupados por la posibilidad de no vivir para poder contar las anécdotas de otro día de clase. Cuando arranquen el motor de sus coches y se dirijan a sus institutos o colegios, pensarán en que ellos, al igual que sus colegas, están expuestos a una locura sin sentido. Cientos de docentes vagan de un lado a otro, cruzando destinos; muchos de ellos lejos de casa, para realizar su trabajo en puestos lejanos, mientras que otros se desplazan kilómetros para hacer lo mismo en los lugares de origen de los primeros. Una vez acabadas las jornadas, regresarán a sus hogares, cruzando de nuevo los saludos, intercambiando miradas de asombro por lo innecesario de tanto viaje, deseando abrazar a sus familias.

Nadie entiende los designios del dolor, ni quién decide los senderos que nos llevan a la tranquilidad. Ni siquiera sabemos si girar a la derecha o a la izquierda nos librará de un futuro incierto, pero sí sabemos que hay personas que no volverán a sentir la brisa en sus rostros, atrapadas en un sistema que, a menudo, se tambalea. Yo mismo tengo a mucha gente a la que quiero en esa situación: trabajadores errantes que surcan las carreteras para desliar la madeja de «La Educación», que liaron entre unos y otros, y que nadie es capaz de deshacer.

Espero que esta pérdida tan dolorosa no haya sido en vano, y que esas aulas se vuelvan a llenar de ilusión; sin olvidar que muchos héroes y heroínas entregaron sus sueños para que nuestros hijos tuvieran un horizonte al que avanzar, con los conocimientos necesarios para hacerlo sin miedo. Hay pilares esenciales en nuestra sociedad y ellos, la comunidad docente, lo son. No deberíamos olvidarlo jamás.

Un abrazo enorme a todos los que formáis parte de la EDUCACIÓN, y mi más sentido pésame a la familia, compañeros y a todos aquellos que compartían lazos emocionales con él.

En memoria de Ignacio Hervás García. DEP

Deseando de todo corazón que su compañera, también profesora, vuelva lo antes posible a una vida normal.

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