Manuel Valero.- En el comedor del colegio el perolo de la sopa deshilacha el vapor con un olor inconfundible. Samuel comía en el colegio desde que consiguió una beca de 3.000 pesetas de modo que salía de casa a las ocho de la mañana y regresaba a las siete de la tarde. La bancada corrida a ambos lados de una larga mesa estaba ocupada excepto un asiento a un lado de Samuel. Un compañero de clase, delgado y de ojos saltones y nariz aguileña se sentó a su lado. El cocinero repartió la sopa, un caldo espeso en el que flotaban como lombrices fideos descomunales. No hicieron ascos los comensales bachilleres. El cura de turno repitió en varias ocasiones las elementales normas de urbanidad a la hora de enfrentarse al plato. “Chicos no sorbáis. Llenad la cuchara con tiento de modo que no se derrame y acercad la cuchara a la boca no la boca al plato. ¿Estamos?
La disciplina en el comedor se relajaba un poco dado que no había castigo ni reprimenda al alumno que no atendiera a las recomendaciones de un buen uso de la mesa. Algunos hablaban entre sí, porque se podía hablar siempre y cuando el parlamento no fuera a gritos o aspavientos de broma. El comedor no era el patio ni tampoco el aula. Después vino el segundo plato. Judías pintas. Samuel las odiaba porque prefería las blancas pero las comió a regañadientes. Era la única severidad. No era necesario relamer el plato a base de restregones con el pan para apurarlo pero tampoco dejarlo casi entero luego de tragar un par de cucharadas. Había dos razones. La primera que comerlo era cuestión de disciplina y la segunda que no podía dejarse el plato casi intacto cuando en el Africa los niños eran capaces de pelear a pedradas por hacerse con el alimento.
El rumor de voces alternaba con el ruido de los cubiertos y los platos. Alguno levantaba la mano para repetir. Ese día Samuel quedó espantado ante tan increíble solicitud. ¡Cómo repetir un plato de judías pintas! El compañero que se sentó a su lado comía en silencio. Lo hacía con urbanidad natural como si la buena compostura le viniera desde casa y no por el imperativo de la norma colegial a la hora de comer.
A esa hora los patios del colegio estaban desiertos porque todos los alumnos se iban a casa a hacer lo propio. Ojalá y estuvieran así siempre. Podríamos jugar al balón sin que otros balones nos molestaran. Ocurría que a la hora del recreo muchos jugaban al fútbol en una aparente entropía infantil que asombrosamente era inútil porque cada clase jugaba ignorando a las otras clases y el balón circulaba hacia el compañero y si por casualidad, que eran muchas, rebotaba en un jugador extraño, el balón lo recogía el más avispado para seguir con la misión imposible de acercarlo a la otra portería entre un espeso bosque de piernas. Sobre todos los jugadores iban y venían los balones despejados a patada limpia, como obuses pacíficos e inocentes que volvían a caer sobre el campo de arena atestado de jugadores.
Al postre pusieron galletas. A Samuel le sorprendió que Edgardo las mojara en agua. ¡Arrea!, pensó Samuel. ¿Estas buenas así? No sé, a mi me gustan, dijo Edgardo. Samuel lo imitó y descubrió asombrado que el agua no añadía un sabor nuevo pero potenciaba el de la galleta y la ablandaba. Ese cambio era sobre todo divertido. A partir de ahí Samuel y Edgardo iniciaron una conversación de chiquillos que poco a poco fue incrementando su profundidad hasta el punto que otro día Samuel quedó perplejo cuando Edgardo le contó algo insólito. Le dijo que si un cohete fuera a Marte a la velocidad de la luz tardaría cinco minutos pero ese tiempo eran años para los que se quedaban en La Tierra. ¡Vega, ya! ¡Que si, eso se llama Teoría de la Relatividad! Edgardo no desarrolló la fórmula ni tan siquiera escribió en un papel la fórmula simplificada. En algún cuento o en alguna conversación debió leerla o escucharla. El caso es que en los días siguientes se sentaban juntos y ambos siguieron con aquella conversación prodigiosa apostando con la imaginación. ¿Y si se va fuera de la galaxia? Pues a lo mejor dos horas para los astronautas pero 2.000 años a los de aquí. ¡Arrea!
Cuarenta y cinco años después con motivo de su segunda boda en un momento de tranquilidad y sorbiendo una nueva sopa de tónica con ginebra entre canción y canción y el bailoteo, en el patio del restaurante mirando las estrellas Edgardo le dijo a Samuel. ¿Sabes?, el hombre es únicamente un número en la tabla periódica ? ¡Arrea!, exclamó Samuel y lo animó a que se explicara y lo hizo. Pero Samuel hombre de letras recalcitrante no lo entendió. ¿O si?
Habían pasado cuarenta y cinco años pero en ese momento tuvieron la sensación de que ellos eran los astronautas por lo que el tiempo apenas fue un suspiro y que por segunda vez Edgardo asombraba a Samuel con su nuevo aserto, tal y como lo hizo aquella vez en el comedor del colegio.
Al fin y al cabo… ¿qué es el tiempo? ¿Un reloj que puso en marcha el big bang y que desde entonces no ha parado? Será cuestión de preguntárselo la próxima vez que nos veamos.
FIN