“La agricultura es la profesión del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre”
CICERÓN
Por enésima vez nuestros agricultores y ganaderos salen a la calle para protestar por unos acuerdos que pueden hundir, todavía más, una actividad estratégica de nuestra economía, a la que parecen no atender nuestros políticos. Los de aquí y los de allá. Porque la situación que generan los acuerdos comerciales de la Unión Europea con Mercosur, no es un problema nacional, sino que afecta a toda la Unión.
Cuando España entró en la Comunidad Económica Europea, en enero de 1986, nuestros agricultores esperaban obtener las ventajas que ofrecía un mercado amplio y libre de aranceles. En aquellos tiempos ya se hablaba de los problemas con la cuota de la leche. En la CEE, para mantener los precios, se transformaba en mantequilla el excedente de leche que se producía porque el mercado europeo era incapaz de absorberlo.

En los años noventa, nuestros agricultores se sorprendieron de que se cuestionara su actividad con decisiones contrarias a la que era su función principal: producir. En 1993, la Unión Europea empezó a conceder ayudas solo por sembrar, sin exigir una mínima producción —como ocurrió con el cultivo del girasol—; se ayudó para el arranque de cultivos como el viñedo, para poco después, subvencionar su replantación; se establecieron derechos y cuotas de producción de muchos cultivos; se subvencionó el no producir; o comenzaron los planes de reforestación en tierras cultivables reduciendo así su superficie.
Esto contribuyó a un aumento considerable de la renta agraria en nuestro país, sin que esta estuviera justificada ni por razones productivas ni por el aumento real de la actividad. Aquellas subvenciones llegaron a superar, en algunos casos, los ingresos generados por la actividad productiva de muchos agricultores. Lo que impidió la renovación de los trabajadores y no sirvió para fijar población en el medio rural.

Simultáneamente, se comenzó a modernizar todo el sector agropecuario con reformas estructurales que redundaron en beneficio de una mayor productividad y de la mejora de la calidad de los productos. Se incluyó como concepto la sostenibilidad y se introdujeron técnicas compatibles con el medio ambiente y con los derechos de los trabajadores. El esfuerzo de todo el sector para conseguirlo fue extraordinario. Y también el de la UE.
Con todo ello se han elevado las exigencias en los estándares de calidad de los productos agropecuarios que producen los productores europeos. Y esta máxima calidad de nuestros productos, contrasta con la de otras áreas del mundo, donde no se es riguroso en la utilización de productos fitosanitarios; se permite el uso de hormonas; se usan aguas residuales sin tratar para el riego; o donde no se respetan los derechos de los trabajadores.

Lo más grave es que la Unión, en sus acuerdos con terceros países —los del norte de África, de Oriente Medio o los de Mercosur en Iberoamérica—, no les exijan las mismas condiciones que regulan el sector agropecuario europeo. Esto no solo va en detrimento de los intereses de nuestros agricultores, que también, sino que puede condicionar la seguridad alimentaria alcanzada en nuestro continente con el esfuerzo de todos, durante muchos años.
La guerra de Ucrania puso sobre la mesa un grave problema, no solo en Europa, sino en el mundo entero. El riesgo que supone la dependencia de países inestables que suministran materias primas estratégicas. Hace tres años, la rotura de la cadena de suministro de cereales afectó, sobre todo, a nuestra cabaña ganadera, que se quedó sin alternativas viables y económicamente asumibles, lo que obligó a sacrificar numerosos animales reproductores.
La competencia desleal de los países terceros es un hecho relevante que se ha de tener en cuenta. Si no se produce en las mismas condiciones en esos países, difícilmente se puede mantener la actividad en la Unión, donde las exigencias de todo tipo impiden a este sector poder competir con las importaciones que procedan de aquellas áreas regionales. Y todo ello va a impedir la soberanía alimentaria europea.

El sector también pide soluciones a problemas endémicos que se mantienen desde hace varios años. Necesidad de reducir costes que hoy hacen inviables a muchas explotaciones que tendrán que cesar en su actividad. Una falta de política del agua adecuada a las necesidades reales de consumo; la carencia de una normativa eficaz sobre la cadena agroalimentaria; o una regulación de los seguros agrarios tal como demanda el sector.
Todas estas circunstancias atentan contra la propia actividad productiva de nuestros agricultores y ganaderos. Además, a ellos se les imponen, manu militari, unas políticas medioambientales, agroambientales y conservacionistas, incompatibles no ya con la actividad productiva de estos profesionales, sino con los propios hábitos de consumo de los ciudadanos de nuestro país y del resto de miembros de la Unión Europea.
El arte de cultivar y de producir materias primas para el consumo humano, es una actividad noble de la que Europa no debe de prescindir. Sea para atender las demandas de sus ciudadanos o para fijar población en niveles aceptables como se requiere en la España vaciada.