Crónica de un apagón

                El lunes 28 de abril a partir de las 12,35 horas de la mañana se produjo uno de los días más aciagos, energéticamente hablando, debido a las graves consecuencias que ocasionó a la gran mayoría de la población el corte de suministro eléctrico que se produjo en todo el país. Y, como en otros eventos de este tipo, coincidió que estuviera en Madrid ese día. Así me ocurrió en los atentados de Atocha en 2004 o cuando se inició la pandemia de Covid 19 en 2020.

              La situación vivida en la capital fue caóticamente ordenada. No se percibía el agobio de la gente en la calle, pero su conducta era anómala. Las calles se llenaron de personas que deambulaban sin un destino concreto y sin saber que hacer o el tiempo que tendrían que esperar. Parecía actuar con aparente normalidad, pero erráticamente. Desorientada por la falta de información, que solo llegó muchas horas después de iniciado el apagón generalizado.

             En las calles los semáforos no funcionaban; los vehículos pugnaban con los peatones, por ver quien pasaba antes; y una calma armoniosa hacia llevaderos esos primeros momentos que todos creíamos que iban a ser breves. Aunque después se alargaron mucho más de lo que todos esperábamos. No funcionaban ni el metro, ni los cercanías, ni los trenes, en los que quedaron atrapados durante horas numerosos pasajeros. Más de treinta mil en todo el país.

             Muchos locales no tenían iluminación o era muy deficiente y dejaron de atender a sus clientes. Otros, los menos, pero si los más populares, los atendían con muchas restricciones, usando generadores.

             Según te adentrabas en el centro de la ciudad, las aglomeraciones de tráfico y de peatones se iban intensificando, sobre todo en las principales calles y avenidas como en el Paseo de la Castellana. Aparecieron los primeros policías municipales y la guardia civil regulando el tráfico, a quienes se incorporaron policías nacionales e incluso algunos espontáneos ciudadanos que con gran voluntarismo, ayudaban a mejorar como podían la situación en la ciudad.

             Al entrar en unos grandes almacenes, allí estaba todo el personal; los de seguridad; los dependientes; o el resto de empleados. Había iluminación básica, pero no funcionaban ni los ascensores ni las escaleras mecánicas. Los clientes escaseaban, salvo los que íbamos con cita. Después de realizar la gestión que llevábamos entre manos, salimos del local. La aglomeración de gente en la calle se había incrementado considerablemente. Y el tráfico estaba colapsado.

             En la calle los veladores estaban llenos, aunque no servían café y solo proporcionaban comidas o pinchos fríos. Los autobuses iban abarrotados y no hacían las paradas de rigor, donde se seguía acumulando gente sin muchas esperanzas de poder tomarlos. Se hacían recorridos interminables para llegar a sus domicilios o a recoger a los niños de los colegios en los que no les proporcionaban la comida. Hasta veinte kilómetros tuvieron que andar algunos de ellos.

             La vida se empezaba a complicar para la gente, según avanzaban las horas y sin tener una expectativa clara de cuanto iba a durar todo aquello. Los supermercados empezaron a saturarse de gente y a agotarse los principales productos, como pan, conservas, leche, embutidos o agua. Pero sobre todo de pilas, velas y similares. Algunos locales cerraron lo mejor que pudieron o, cuando no pudieron hacerlo, se quedaron guardándolos los empleados o los propios dueños.

            Los accesos a las viviendas y a los garajes eran mucho más complicados. En algunas ocasiones tuvieron que subir varios pisos por las escaleras cargados con los productos de emergencia adquiridos. Algunas personas tuvieron que ser ayudadas debido a sus limitaciones físicas. Otras quedaron encerradas durante horas en los ascensores, de donde fueron desenclaustradas con muy pocos medios. Y con muy poca luz, en la mayoría de los casos.

             Se veía gente apostada en vehículos o en los recientemente adquiridos transistores a la espera de una información oficial que tardó en llegar casi seis horas y cuyo contenido sirvió de muy poco para el alivio de la población. Se corrió la voz de que los centros sanitarios estaban desbordados de pacientes y limitada su capacidad para atenderlos. Yo sufrí una caída y desistí de ir a urgencias. Mi hija me inmovilizó un dedo y con calmantes pude pasar la noche.

              Cuando la noche se echaba encima, en muchos casos, no se sabía nada de los familiares más directos. Entonces la angustia comenzó a hacer mella en el ánimo de mucha gente. La información dada pasadas las once de la noche, ayudó poco, pero en nuestra zona, poco después de esa hora, volvió el suministro eléctrico y se restablecieron los comunicaciones telefónicas y a través de las redes. Lo que permitió un descanso tan deseado o merecido como necesario.

             Al día siguiente, cuando ya estaba restablecido el suministro eléctrico, pude acudir a urgencias. El centro estaba abarrotado de pacientes como consecuencia del apagón. El traumatólogo dijo que no había visto tanta gente en urgencias, desde la Filomena en 2021. Algunos tenían fracturas o fisuras en piernas y brazos; otros, contusiones de diversa gravedad; y, en algún caso, heridas de diversa consideración en la cara y en otras partes del cuerpo.

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