Indecencia

“Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable«. Marco Tulio Cicerón

                Cada cierto tiempo parece que la historia en nuestro país se repite. Es como si los españoles no quisiéramos aprender de nuestros errores o porque las pulsiones que motivan nuestros actos no han cambiado con el paso de los años. Lo conocido en estos días, es un ejemplo de cómo cíclicamente se descubren actuaciones en el ámbito de la gestión pública que son deleznables. Lo que motiva a quienes así actúan, son una vida disoluta que de otra forma no se podrían permitir, y una ostentación económica o de poder rayano en lo obsceno.

                La imagen de la mujer, cuya dignidad parecen haber reducido a la mínima expresión, es denigrada y utilizada para la satisfacción de los instintos más depravados de algunos de estos poderosos que además emplean un lenguaje tan soez como indecente. Vemos también que hay una falta de escrúpulos y un abuso desmedido en el empleo de los recursos públicos que constituye el uso fraudulento del dinero de todos los españoles. Sea con el nepotismo, aplicando gastos personales al erario público o cobrando mordidas de la contratación pública.

                Que todo esto facilita la desafección de la sociedad, es evidente. Aunque parece que cuando pasa un poco tiempo todo aquello que lo motivó y su autores, se olvidan con facilidad. El exacerbado sectarismo actual es perverso porque tiende, entre otras cosas, a justificar o a tapar la actuación de los propios —por muy grave que esta sea—, y a magnificar la de los contrincantes a los que directamente se les asigna el estigma de ser enemigos. Se actúa como una sociedad hipócrita, ajena a lo racional, al sentido común y a la decencia.

                Quienes así proceden tratan por todos los medios de eludir su responsabilidad. La penal, la administrativa y, por supuesto, la política. No dudan en utilizar cualquier medio a su alcance para salir indemnes, sea ortodoxo o no. Aunque se tengan que modificar las normas que regulan determinadas situaciones para alcanzar la impunidad. Y da igual que esos cambios sean contrarios al Estado de derecho, a la separación de poderes y a la ética que requiere la actuación pública, como la de “La mujer del César no solo debe ser honrada, sino parecerlo”.

                A principios de los años noventa del siglo pasado, entre los numerosos casos de corrupción conocidos entonces, hubo uno del que tuve especial conocimiento, porque se produjo en el ámbito de mi actividad profesional. El Ministro de Justicia nombró gerente del organismo autónomo en el que yo trabajaba, a un leridano vinculado a las esferas de poder del partido gobernante, al que no se le conocía ni oficio ni beneficio. Tenía fama de mujeriego, le gustaba la buena vida, era de trato agradable y todo un experto encantador de serpientes.

                Poco tiempo después de su nombramiento empezaron a verse cosas extrañas. Vino un equipo de provincias con la supuesta misión de obtener recursos de esta entidad para financiar al partido. Se desplazó a la organización que había y se montó una estructura paralela con personas que presionaban a empleados públicos para que justificaran el cobro de cursos no impartidos o para contratar a sociedades interpuestas —creadas por ellos mismos—, para suministrar productos o prestar servicios a precios muy superiores a los del mercado libre.

                Pasado un tiempo la situación se hizo insostenible y el Ministro cesó a este pintoresco gerente. Se abrieron expedientes informativos sobre lo ocurrido que después se convirtieron en expedientes disciplinarios y luego fueron remitidos a los tribunales ordinarios que debían conocer de estos asuntos. Los jueces establecieron que se malversaron varios cientos de millones de pesetas y condenaron a cinco personas. A dos de ellas, se les impuso, respectivamente seis y cuatro años de prisión cuya pena cumplieron en centros penitenciarios.  

                Aunque esta historia tuvo su secuela. Uno de los condenados cumplió la pena de prisión en un régimen ordinario, pero, por ser funcionario, se le aplicó la pena de inhabilitación absoluta, con lo que perdió la condición de empleado público. El otro era el que fuera gerente —que no era funcionario—, al que le crearon un puesto de trabajo en aquel organismo autónomo y su pena, después de múltiples dilaciones procesales, la cumplió en un centro de régimen abierto, donde solo iba a dormir, cuando su partido volvió a gobernar en el año 2004.

                Los corruptos suelen tener una vis casi cómica que los hace reconocibles. Aunque no es fácil de detectar y menos aún de demostrar sus tejemanejes, la vida licenciosa que llevan algunos de estos sujetos, los acaba delatando. El derroche de dinero a manos llenas, la contratación de servicios de prostitución de lujo, o el consumo de sustancias prohibidas, están presentes en los hábitos de muchos individuos que forman parte de la variada fauna humana que acompaña o se integra en algunos partidos políticos.

Manuel Fuentes Muñoz

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