Canícula temprana

“Zamarra y sermones no son para tiempo de calores”
REFRAN

                El pasado domingo salí de casa cuando todavía no había amanecido y recorrí los campos áridos del Camino de Santa Ana. Los olivos, los almendros y los viñedos aportaban una mínima sensación de frescor lo que hizo más agradable aquel paseo.

Se observaban los restos de la tormenta de la noche anterior. Su huella se podía ver en la uniformidad de aquella vía en la que no había ni pisadas ni rodadas recientes. Además, en los bajíos de la larga del camino había humedad y pequeños charcos.

La mañana estaba turbia, pero pronto amaneció y el destello del sol anunciaba un día de calor bochornoso, como así ocurrió. Con el solsticio de esta estación llega el verano y con él aparece la canícula que, como todos los años, tiene sus días gloriosos.

                Cerca del camino hay unos restos arqueológicos de antiguos molinos. Allí solo quedan algunas piedras y su perímetro circular acotado. Hace muchos años, tal vez siglos, fueron abandonados y hoy solo son testigos mudos de un pasado de esplendor.

                En aquel erial cuando éramos niños recogíamos el pelillo y las hierbas con las que nuestros padres hacían las escobas que se utilizaban en la casa. El tomillo es la planta dominante en esos campos que da nombre a aquel paraje, Los tomillares.

                La roturación indebida de estos campos o el abuso en el consumo que se ha hecho de esta planta singular ha provocado la casi completa extinción de esta especie vegetal aromática y autóctona. Sería útil recuperarla como se hace con las especies animales.

                Cuando paseaba a primera hora de aquella mañana observé la presencia de numerosos conejos que cruzaban raudos los caminos. Alguno de ellos parecía mirarme casi con descaro y como si me quisiera transmitir su extrañeza por verme allí.

                Después de casi una hora de paseo me encontré con el primer vehículo que salía del pueblo hacia el campo. Los agricultores acuden a sus fincas para poner o revisar el riego a esa hora y para atender algunas tareas urgentes o necesarias en sus cultivos.

                Al entrar en aquella villa me crucé con una madre y su hija que pasean por allí de forma habitual. La madre se excusó por el retraso de su paseo y me dijo: “es que anoche con la tormenta se retrasó lo de las pujas y por eso terminamos muy tarde”.

                Eran las ocho de la mañana y ya se veía mucho movimiento de vehículos y de gente que colocaba flores y ornamentos para esa fiesta que era de aquellas de las que se decía que “hay tres jueves en el año que brillan más que el sol”: el Corpus Christi.

                La procesión de ese día recorre las principales calles de la localidad; se lleva bajo palio la conocida custodia; y el sacerdote para en los altares que se extienden en todo su recorrido mientras que los niños de primera comunión lanzan sus pétalos florales.

                A media mañana el sol ofrecía un brillo especial que realzaba los colores de las flores, los ornamentos o los tejidos utilizados en este acto. En las calles el olor a tomillo, a romero y a hierbabuena, nos hacía recordar los aromas de nuestra ya lejana infancia.

                La espectacularidad de la fiesta sorprendió y provocó el comentario de algún conocido que se vino arriba y nos dijo: esta es una fiesta muy completa que se parece a la del Corpus Christi de Toledo. Pero eso sí, más pequeña y modesta, pero muy digna.

                Había adornos florales y tapices textiles artesanos que ornamentaban los altares; las colchas o manteles vistosos que adornan puertas, ventanas y balcones; o los toldos de colores llamativos que se colocan en las calles para proteger del sol de mediodía.

                La labor de los lugareños a la hora de preparar esta fiesta es encomiable. Le dedican su tiempo, su experiencia y, sobre todo, su cariño para hacer que la celebración siga siendo tan atractiva como lo ha sido desde siempre. Y este año objetivo conseguido.

                La gente vestía para la ocasión y lo hacía con sus mejores galas. Pero siempre hay algún despistado que con un atuendo más informal parecía estar haciendo corchetes, como decía mi madre de quien se vestía de manera inapropiada en estos actos.

                Ese día fue de reencuentros con conocidos y amigos. De saludos y para departir con casi todos ellos sobre estos actos que hoy parecen olvidados, pero que permanecen en el subconsciente colectivo de El Toboso. Aunque allí parecíamos estar todos.

                Después de terminar todos los eventos religiosos nos fuimos a tomar unos vinos y para, de manera más distendida, tratar de temas mundanos. De los hijos, de la familia, de las cosas del pueblo o de otras cuestiones de actualidad que hoy nos ocupan.

                Luego volvimos a casa y tras una comida ligera y frugal nos fuimos a descansar aprovechando el frescor que proporciona el aire acondicionado.

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