Manuel Cabezas.- Dicen que los hombres de cierta relevancia marcan el camino para generaciones futuras. Esa importancia los conduce a ser calificados como prebostes, esto es, aquellos que se encargan de dirigir o gobernar a un colectivo o comunidad desde una instancia superior, ejerciendo una gran influencia sobre dicho grupo.
Antes de alcanzar la fecha del primero de julio, el personaje que nos ocupa, aquel religioso, luchador y político empedernido, conocedor de su grave estado de salud, otorgaría el 29 de junio una carta de poder donde expresaría sus últimas voluntades designando entre los procuradores y albaceas a su mayordomo mayor, el protonotario y arcediano de Talavera Vasco Ramírez de Ribera, y al guardián del monasterio de Santa María de Jesús, para que ambos testaran en su nombre, estando encargados tanto de ordenar su enterramiento en el lugar elegido como de saldar las cuentas pendientes tanto con servidores como con acreedores.
Un día 1 de julio como hoy, el personaje que nos ocupa no pareciera tenerlas todas consigo pues fallecía empobrecido y adeudado, tildado incluso de loco por su desesperada pasión por la práctica de la alquimia (provocando que su propia residencia pareciera incluso más un laboratorio plagado de atanores, ollas, crisoles, tenazas, morteros, alambiques o cazos) en busca de obtener oro con el que sufragar los pagos de su fundada Colegiata de los Santos Justo y Pastor, a la que dos años antes había anexionado las rentas, diezmos y posesiones de más de sesenta ermitas que existían en el arzobispado. Dicha Colegiata, gracias al saber hacer de dicho personaje, quien por las gestiones que logró realizar alcanzando el apoyo papal, tendría hasta un cabildo al frente del cual nombraría primer abad a quien había sido de gran confianza en el pasado, al doctor en decretos don Tomás de Cuenca, Canónigo catedralicio de Toledo, Colegial Mayor de la Universidad de Salamanca y miembro de los consejos del rey don Juan II y del arzobispo Carrillo.
Aquel día las constantes vitales de su Eminencia don Alfonso Carrillo de Acuña se atisbaron por última vez en el año de nuestro señor Jesucristo de mil cuatrocientos ochenta y dos en el palacio arzobispal de Alcalá de Henares que cumplía las funciones tanto de residencia como de cárcel. Estaban presentes en su lecho de muerte su albacea testamentario Vasco Ramírez de Ribera, su mayordomo en 1482, Diego de Santarén, su camarero Francisco de Herrera o sus físicos el doctor Mateo Nuño y el bachiller Juan Lorenzo, además de Abraham Jarafe, físico y criado que en 1475 había sido nombrado alcalde mayor de los moros del reino.
Sería enterrado en otro edificio que él mismo fundase, el convento franciscano observante de Santa María de Jesús, siendo su sepulcro atribuido al maestro Sebastián de Toledo. De aquellos restos los avatares de la historia darían cumplida cuenta de ello.
Su sustituto en la sede primada de Toledo sería el Cardenal Pedro González de Mendoza, quien recibiría la provisión papal un trece de noviembre de mil cuatrocientos ochenta y dos.